Luis Pastrana
Domingo, 22 de Diciembre de 2013

Los Maragatos: Una raza, una tierra. (II) La literatura Extranjera

Texto publicado en la 'Revista de la Casa de León'. Junio 1978 - Núm. 287


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Realmente, podemos calificarnos de afortunados si contemplamos el pa­norama de nuestra literatura en el siglo XIX, pero más gozosos aún de­bemos sentirnos al vislumbrar la gran cantidad de libros de relatos y des­cripciones maestras que imprimieron las imprentas del siglo pasado, y en­tre tanta cantidad sobresalen diversos autores, a los que vamos a hacer re­ferencia, los cuales recorrieron nuestra tierra y se fijaron poderosamente en el maragato, en el hombre y en su tie­rra. Unas son partidistas, otras obje­tivas, pero todas ellas hacen bien cla­ra alusión al retrato literario —en di­recto, diríamos hoy—, ya que siempre corresponde a la observación vivida en esta comarca peculiarísima.

 

LA VISION DEL AMERICANO HUNTINGTON

Archer M. Huntington recorre Espa­ña en la última década del siglo y lle­ga a Astorga procedente del camino de La Coruña, sin que realmente co­nociera de antemano al Maragato, sino que el tema ha surgido como conver­sación en la diligencia, y ello fue bas­tante para que el poeta se sintiera atraído por el hombre maragato.

 

(Años después, Archer M. Huntington sería el inspirador en Nueva York de la Hispanic Society, y su esposa, Ann, escultora, dejó varias obras en nuestro país, como la situada frente a la Facultad de Medicina de la Universidad madri­leña). Huntington, joven entonces, se interesa por el maragato al ver pasar junto a la diligencia que le transporta a «esos arrieros tan serios, de cara cuadrada, rechonchos, sanguíneos, de cabello liso y no muy abundante, ve­lludos, boca grande, barbilla corta y nariz corta y ancha». Más adelante co­menta que «le fascinaba verlos pasar graves, sin prisa, siempre al mismo paso de sus muías, que no paraban por nada ni por nadie».

Este primer contacto que el ameri­cano Archer tuvo con el hombre ma­ragato, aunque fuera de refilón al pasar, aconteció como protagonistas a su profesor que le acompañaba, a quien siempre llama doctor Knapp, y un estudiante astorgano que regresaba de Santiago, quien les había informado lo más posible ante el interés que am­bos extranjeros habían puesto en su deseo de documentarse.

Fue rápida su visita en Astorga y también no menos lo fue a la Maragatería. Apenas un roce, pero suficien­te tras su estancia breve en Murias: habla con los hombres y las mujeres, apunta febril notas en su bloc, sus ojos ven atentos y escribe, escribe siempre... «calles estrechas, casas ba­jas de piedra con amplias puertas casi todas para dar entrada al carro»; los pantalones, un viejo montado sobre un mulo «aderezado como Dios manda: albarda estrecha, cubierto con su man­ta azul rayada de blanco, freno y es­tribos de cuero», sorprendiéndose ante su ágil ancianidad que encuentra eco de orgullo en la respuesta del hombre: «¡Un maragato sin mulo no es un maragato!»; las mujeres trabajando, el gran parecido existente entre todos ellos físicamente —luego le explicarían que los maragatos sólo se casaban entre ellos y que eran en total unos doce mil—, las fiestas, la honradez de estos habitantes, y el impresionante adiós con que le obsequian: «¡No hay más maragatos en España que los de León!»


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 DOS FRANCESES: UN ESCRITOR UN GENIAL DIBUJANTE

Son los años de mil ochocientos se­senta y pocos; España está en una de sus encrucijadas sociales, puesto que ha desaparecido el bandolerismo, el pintoresquismo incluso se enfrenta con el naciente ferrocarril, las revolucio­nes del telégrafo y la industria pare­cen despedir a toda una sociedad para entrar en otra nueva, distinta, y el espíritu romántico necesita conocer to­do este caudal antes de que semejan­tes innovaciones alteren consustancial­mente tantas peculiaridades. Dos hom­bres van a intentar reflejarlas: Da-villier, escritor, y Doré, dibujante.

Arriban a Astorga procedentes de León y visitan la catedral, en primer lugar, admirándola enormemente, pero es la estatua de Pedro Mato, en su torre, la que les da pie para hablar de la Maragatería, al considerar a la famosa escultura como representante de un famoso carretero —textual— que dejó una considerable cantidad de di­nero a la seo astorgana.

 

Describe a la Maragatería como un terreno accidentado y poco fértil en el cual es la mujer, a la que califica de tan robusta como el hombre, la que trabaja y cuida los campos, recogien­do las cosechas, pues el varón se gana la vida por los caminos. Precisamente, al relatar este punto y ampliarlo, dice: «Un cierto número de maragatos van a Madrid a establecerse como pescade­ros, vendedores de chorizos o de otros comestibles; pero la mayor parte son carreteros, como el Pedro Mato de la catedral, o si no, arrieros».


Han visto ya a los maragatos por los caminos de España, no en balde llevan recorrida buena parte del país e incluso han tenido oportunidad de conocerlos cuando ambos viajeros vi­sitaron detenidamente la capital espa­ñola. No transcriben, pues, la misma expresión de sorpresa que otros via­jeros al encontrarse con el peculiarísimo traje: «Sayo sujeto por cordones de seda terminados en unos herretes; ancho cinturón de cuero, medias de color, sombrero de fieltro negro de alas anchas y amplias bragas», siendo éstas quienes por su amplitud traen al recuerdo del escritor francés cierto pareado popular: «En la Maragatería/ no hay en paño economía».


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DESDE LA PERSPECTIVA INGLESA: FORD Y BORROW

Situémonos en el punto de vista temporal: Richard Ford recorre los caminos entre 1830 y 1833, mientras que las experiencias de 'don Jorgito' Borrow vendiendo Biblias tuvieron lu­gar en 1837; no hay distancia en el tiempo, pero sí hay gran diferencia entre su país de origen y el que visi­tan en esa época del siglo XIX, de ahí que sea precisamente la gran se­paración, y por consiguiente la pecu­liar importancia de su perspectiva, de los dos países en esos momentos la que conviene subrayar.

 

Ford sitúa la capitalidad de la Maragatería en San Román —hoy con el sustantivo Val delante completando la denominación de dicho poblado—, y de nuevo se fija en el traje que, des­cribe con gran detenimiento, tanto el del hombre como el de la mujer, al tiempo que retrata físicamente a la raza, como ya indicamos en el capítu­lo anterior; menciona las fiestas en que se reúnen todos, y el Corpus y la As­censión, para bailar el 'cañizo', danza que no describe, pero sí indica que dura de dos a tres de la tarde. Sobre los viajes, apunta: «Son los que hacen todo el tráfico entre Galicia y las dos Castillas. Cobran caro, pero su hon­radez compensa este defecto, pues puede confiárseles oro molido. Son cé­lebres por sus hermosas bestias de carga, ya que las mulas gozan de jus­to renombre y los burros son esplén­didos y numerosos». Califícales de via­jeros por placer y narra lo difícil que es pasar a su lado por un camino an­gosto, puesto que «los maragatos no ceden el camino, sus caballerías no se mueven de su sitio, y, como la carga sobresale a uno y otro lado, ocupan toda la senda».


George 'don Jorgito' Borrow es un viajero empedernido como emisario de la ‘Sociedad Bíblica’, ya que antes de venir a España ha recorrido toda Europa. Su experiencia en España, re­cogida en el libro ‘La Biblia en Espa­ña’, quizá sea una de las más divul­gadas y de las más divertidas, por la parcialísima opinión de su autor: don­de vende Biblias no duda en emplear los mejores calificativos; donde la ven­ta no alcanza los niveles que considera aceptables, utiliza expresiones muy personales, y ya no digamos de aquella población donde le cogen las fiebres —caso de León...


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Borrow camina con su criado Anto­nio y tiene problemas en Astorga, pri­mero porque «llega sin arriero» y surgen dificultades en la posada en que se alojan; segundo porque no en­cuentra librería donde dejar encarga­da la venta de sus Biblias: de ahí que no dude en calificar a los nativos de «gente brutal, estúpida y grosera». Cambia su actitud, sólo en parte, al hablar de los maragatos, a los que define como «la casta más singular de cuantas pueden encontrarse en la mezclada población de España, pues poseen costumbres y vestidos peculia­res, y nunca se casan con españoles».

 

Como los demás escritores, hace una referencia muy gráfica del traje ma­ragato y retrata al hombre aportando un detalle nuevo: lleva afeitado el crá­neo y sólo se deja un ligero cerquillo de pelo en la parte inferior; profundi­zando después en lo físico: «son hom­bres de fuerza atlética, toscos, pesa­dos, de facciones correctas, pero va­cías de expresión; hablan con lentitud y lisura, observándose rara vez en ellos los arranques de elocuencia y de ima­ginación tan frecuentes en los demás españoles. Son de temperamento fle­mático y con dificultad se encolerizan, pero son peligrosos cuando se inco­modan».

 

Sobre su comportamiento económi­co fue Borrow protagonista de un he­cho que podríamos calificar de anéc­dota, a juzgar por su relato. Se dispo­ne a divulgar su tarea en la venta de Biblias con un maragato, y tras alec­cionarle largo rato, recibe de él esta respuesta, según él mismo la narra: «Mañana me voy a Lugo, para donde va usted también, según tengo enten­dido. Si quiere enviar allá sus baúles, no tengo inconveniente en encargarme de ello a tanto (y le da un precio que el inglés califica de exorbitante). De todo lo demás que me ha dicho usted entiendo muy poco y no creo ni una palabra; respecto de los libros, com­praré tres o cuatro. No pienso leerlos, la verdad, pero sin duda los venderé a precio más alto del que me pide us­ted por ellos».

Son visiones de la Maragatería com­puestas por escritores que nos visita­ron. Del lector quedan las consecuen­cias y el análisis de semejantes opi­niones.

 



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