José Cabañas (*)
Domingo, 26 de Enero de 2014

Gaudí y la alfarería jiminiega

En Astorga, lugar de paso estratégicamente situado en el Camino de Santiago y ciudad con sede y palacio episcopal desde una considerable antigüedad, la primera referencia de una mansión tal se sitúa en el siglo X. Más adelante, se tienen noticias de otro palacio que la reina Doña Urraca donó al obispo Don Pelayo dentro de las murallas de la ciudad –en el año 1120- en el terreno en el que antes se alzaba un templo pagano. Este edificio se fue modificando sucesivamente, hasta que en diciembre de 1886 el enorme caserón cuadrangular, ya viejo y poblado de numerosas y destartaladas habitaciones, sufrió un importante incendio que lo destruyó totalmente. 

En aquel tiempo era obispo de Astorga el catalán Joan Baptista Grau i Vallespinós (nacido en Reus en 1832) y a él, a falta de un arquitecto de la diócesis y conocedor de la actividad creativa de su paisano Antonio Gaudí, le encargó la construcción de una nueva residencia episcopal sobre las mismas ruinas de la incendiada, lo que Gaudí aceptó en febrero de 1887 (tiempo en el que estaba trabajando en el Palau Güell y en la Cripta de la Sagrada Familia en Barcelona). El mes de marzo siguiente, el ministerio de Gracia y Justicia, organismo que debía pagar la obra, aceptó el nombramiento. Gaudí envió en el mes de junio los planos firmados al obispo, que los recibió entusiasmado. El 30 de septiembre, la Junta Diocesana de Astorga acordó despachar los planos al ministerio y éste los transmitió a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando para su visado. Después de diversas modificaciones que molestaron a Gaudí, se aprobó definitivamente el proyecto en febrero de 1889, con la ayuda y las gestiones del notable astorgano Pío Gullón, entonces Gobernador del Banco de España. La obra se subastó en abril y se adjudicó al único concursante, Policarpo Arias Rodríguez, por la cantidad de 168.520 pesetas de la época. 

Los trabajos comenzaron pronto, el día 24 de junio de 1889, y continuaron a buen ritmo. En aquel momento Gaudí casi había finalizado el Palau Güell, lo que le permitió trasladarse a Astorga y dirigir directamente el inicio de las obras (tan solo en sus realizaciones leonesas, además de en Cataluña, trabajó personalmente). Este desplazamiento en ferrocarril, y otros antes y mientras se construía (Gaudí visitó las obras en otras varias ocasiones entre 1890 y 1893), resultaron importantes porque hicieron posible que el genio conociera la arquitectura local y aplicara algunos de sus aspectos al nuevo palacio episcopal. Ya muy avanzada la construcción, murió el obispo Grau en Tábara (Zamora) en septiembre de 1893, “y feneció también el palacio episcopal que Gaudí había ideado junto a él, cuyos planos fueron recortándose al mismo tiempo que lo hacían las ganas del arquitecto catalán de luchar contra los impedimentos y aumentaban sus desencuentros con el nuevo prelado, producto de la tensión comunicativa surgida entre dos puntos bien diferenciados: la Barcelona de finales del siglo XIX con su potencial de renovación urbanística, arquitectónica y social, y una villa pequeña y rural, ancestral encrucijada del Camino a Compostela y la Vía de la Plata”. 

A partir de entonces comenzaron las dificultades para Gaudí. Las labores hubieron de interrumpirse ya que la promotora Junta Diocesana se inclinaba más bien por realizar economías. El maestro no aceptó ningún cambio en sus planteamientos, y desde León, donde levantaba la Casa de Botines, renunció al inicio de noviembre de 1893 a la dirección de la obra y retiró todo el personal catalán -artesanos y especialistas- que había hecho venir de Barcelona, “suspendiéndola a la altura de la segunda planta, a punto de iniciarse la cubierta, y en tal estado siguió muchos años debido a causas que no honrarán jamás a los que las promovieron” diría en 1909 en su Historia de Astorga el entonces Cronista de la ciudad Matías Rodríguez Díez. También debió de influir en su decisión el importante retraso en el abono de sus honorarios de arquitecto por parte del ministerio de Gracia y Justicia, que aceptó su dimisión, argumentada desde la regencia episcopal en “no ser arquitecto dio-cesano, cuyo cargo desempeña quien lo es provincial”, disponiendo que se le agradecieran “el celo y el acierto en el ejercicio de su labor”. 

Desde aquel punto se encargaron de las obras otros arquitectos que no consiguieron hacerlas progresar sustancialmente: Francisco Blanch y Pons (de enero a julio de 1894), que renunció al cabo de seis meses y Manuel Hernández y Álvarez-Reyero, que se ocupó de ellas desde 1899 a 1905 sin hacer nada significativo. Posteriormente, el obispo Julián de Diego y Alcolea, que lo fue de 1904 a 1913 y comprendía mejor la obra de Gaudí, se trasladó a Barcelona para pedirle que se hiciese nuevamente cargo de los trabajos, cosa que el arquitecto rechazó, por lo que encomendó en 1906 la dirección al arquitecto Ricardo García Guereta, que prescindió de muchas de las atrevidas e imaginativas ideas de Gaudí para dibujar los planos de terminación definitivos, acabando los tejados en 1910 y desistiendo de ella a finales de 1914, cuando solo faltaban por rematar detalles de la últi-ma planta y elementos decorativos de una obra devenida así mucho menos rotunda y palaciega que la inicialmente diseñada y proyectada para la ciudad por el genio catalán. 

El edificio quedó en estas condiciones, sin acabarse del todo, hasta que en el año 1936 se convirtió en central de Falange Española en Astorga y albergue de militares de Artillería. Los numerosos desperfectos originados por esta utilización no fueron reparados hasta unos años más tarde, en 1943, por el organismo de Regiones Devastadas, después de la fallida pretensión del Cabildo de responsabilizar de tales menoscabos a los rojos astorganos. Finalmente el edificio se acabó durante las décadas de los cincuenta y los sesenta.

Sería en aquellos viajes a la capital maragata y a las tierras de la diócesis asturicense cuando Gaudí quedara deslumbrado por la alfarería jiminiega, hasta el punto de incluir el barro vidriado alternando con la piedra granítica del Bierzo en los arcos de algunas de las estancias del palacio, rematando graciosa e innovadoramente sus finos ribetes con las piezas cuidadosamente elaboradas por los artífices del pueblo de Jiménez con la rojiza arcilla extraída de sus barreros, de modo que cabe afirmar que la mansión es por dentro absolutamente jiminiega: en las nervaturas de las bóvedas, en los arcos de las ventanas y de las puertas, y en cada uno de sus ladrillos (que son únicos, y hay miles) de roja arcilla de Jiménez de Jamuz vidriada y decorada con el baño y los trazos típicos de las realizaciones de sus alfareros.  

Antonio Gaudí era un artista completo que, como tal, diseñaba e intervenía incluso en los más pequeños detalles de sus proyectos. Por ello pasaba muchas horas supervisando y modificando sus trabajos en los talleres de los artesanos colaboradores. Y así debió también de manejarse en el encargo del palacio episcopal astorgano cuyo avance seguía por fotografías y viajando frecuentemente a Astorga, donde era mal recibido por las fuerzas vivas de la ciudad y muy bien acogido por el obispo Grau, quedándose varios meses para seleccionar materiales de la zona, como tenía por costumbre, así como para contratar a los diversos artesanos que habrían de participar en la obra: herreros, carpinteros, forjadores, hojalateros, albañiles, ceramistas, o canteros (“uno de los que participaron, Yanutolo, falleció el 26 de diciembre de 1893 en Santa Colomba de Maragatería al caerle accidentalmente una piedra encima cuando dirigía una obra contratada en este pueblo”, informaba entonces La Provincia). Después de puesta la primera piedra se quedó más de dos meses; en su apo-sento del Seminario rehízo los planos, y recorrió prácticamente toda la diócesis, buscando canteras de granito, arenales, cal, yeso, pizarra, madera, cerámica, ladrillos, etc. Quería que los trabajos del palacio contribuyeran al levantamiento económico del país en el que se asentaba, y por ello escogió los materiales para que sólo se tuvieran que traer de Cataluña los mínimos indispensables, contando también para su obra con los vidrieros maragatos y los pizarreros cabreireses. 

Visitó Astorga por vez primera en diciembre de 1888 para conocer el solar y el ambiente arquitectónico, decidiendo reformar el anterior proyecto, y por segunda en junio de 1889, y lo decepcionó la urbe con la hostilidad de su Cabildo, y toda la comarca, sumida en un subdesarrollo muy patente. Volvió tres veces en el siguiente año, en primavera, en verano, y a su final. Al repentino fallecimiento del obispo Grau en tierras zamoranas Gaudí se encontraba en Astorga dirigiendo a pie de obra su palacio, y enterrado aquél en el sencillo, singular e incomparable mausoleo que también el genial arquitecto diseñó para sus restos en la catedral, con su equipo y con gran alegría de casi todos quienes habitaban aquella ciudad levítica de poco más de 5.500 habitantes, amurallada y de calles empedradas, hubo de volverse a Cataluña desde León, que con sus casi 13.500 almas le había parecido a su llegada “una ciudad venida a menos, encerrada tras sus murallas y medieval aún, triste y afeada por sus casas ennegrecidas y sus calles mal pavimentadas, por las que deambulaban muchos indigentes”.

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 Sobrantes de las piezas utilizadas por Gaudí en el Palacio Episcopal, en el Museo Alfar de Jiménez de Jamuz.

Debió de contribuir sin duda su elección a impulsar las economías familiares de los alfareros de nuestro pueblo, con los que habría contactado en alguno de aquellos recorridos y con quienes en ellos trataría los detalles de todo tipo y las modificaciones del artista en aquella alfarería secular que cristalizaron más tarde en la inclusión de sus creaciones subrayando al más puro estilo mudéjar la obra del maestro como motivos decorativos en arcos de puertas y en nervaturas de bóvedas. Bastan-tes debieron de ser los artífices que participaron del encargo -Cándido Pastor Fernández, mi bis-abuelo paterno, habría sido el principal y quien más ladrillos al parecer suministró, y diversas las familias alfareras que elaboraron aquellas piezas de variadas formas, vidriadas y con los tradicionales dibujos a la cal las más, y otras a lo basto, sin vidriar, en los moldes de madera recubiertos con latón bronceado (catorce al menos, diseñados por Gaudí para la hechura de aquellos adornos) que aún quedan, con remanentes de aquella producción, en los desvanes de algunas casas de antiguos artesanos, y depositados varios en el Alfar-Museo del lugar, en el que todavía, en el año 2002 y con ocasión del centenario del arquitecto, han sido las hormas de nuevo utilizadas como entonces: in-troduciendo la arcilla en ellas y después del vaciado y el secado pintando los segmentos con cal y con dibujos característicos (el ramo, la mano, el peine, el gallo, la mariposa, la hoja, etc.) antes del vidriado, menesteres ambos realizados como algunos otros en exclusividad por las mujeres, el del pintado con la preceptiva pluma del ala derecha de una gallina. Finalmente se cocían en los hornos mozárabes de tiro superior en los que como combustible se arrojaban las urces y las jaras del monte bajo de diversos lugares de la comarca de Valdejamuz como Torneros o Tabuyo.
 
En la elegante mansión episcopal, adornan las piezas jiminiegas los nervios de las bóvedas de crucería de las salas de la planta baja y de la planta noble, vidriadas y decoradas en algunas y en otras sin vidriar, de manera que es la cerámica del pueblo de Jiménez de Jamuz el elemento decora-tivo principal de su interior. Gaudí alumbró la idea genial de utilizar este producto, conjugando con el gusto y acierto que sólo a él tocaba la majestuosidad de un palacio con la sencillez y sobriedad de nuestra alfarería popular. Por cierto, en aquel edificio entonces inhabitado y sin uso se pretendió en el periodo inicial de la Segunda República (a mediados de 1933) emplazar el Instituto de Segunda Enseñanza que entonces se solicitaba para Astorga -al que se opusieron los oligarcas de la ciudad por considerar que resultaba suficiente el Seminario-, lo que hubieron de desechar los promotores de tal iniciativa al encontrarse con la negativa del obispo Antonio Senso Lázaro (que iniciaba justo entonces reparaciones y la instalación de luz eléctrica en el mismo después de muchos años de abandono, y ante la que se iniciaron las gestiones –que los posteriores cambios políticos harían in-viables- para pedir su incautación al ministerio de Justicia), el mismo prelado que en el verano de 1936 lo cedería gustoso a la Falange, que lo usó como cuartel y lugar de detención, según señala El Pensamiento Astorgano del 22 de agosto de aquel año.  

Tal vez inspirados por la elección del genio, también en La Bañeza fue después “adornado el artístico edificio que albergaba los obradores de la confitería la Dulce Alianza con ladrillos y remates de la fina y arábiga cerámica de Jiménez de Jamuz decorados con los estilizados trazos amarillos y barnizados con su melo cristalino y peculiar”.       
 

 (*) Del libro “LOS PROLEGÓMENOS DE LA TRAGEDIA” (Historia menuda y minuciosa de las gentes de las Tierras Bañezanas – Valduerna, Valdería, vegas del Tuerto y el Jamuz, La Cabrera, el Páramo y la Ribera del Órbigo- y de otras localidades provinciales -León y Astorga- de 1808 a 1936), recientemente publicado en Ediciones del Lobo Sapiens) por José Cabañas González.


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