Jueves, 18 de Septiembre de 2014

Panero de Nuestra Tierra: Profecía Premonitoria

No importa la edad si no miramos a la muerte; o si mirándola la comprendemos como lo que es posible a cada instante. Entonces estamos vivos, igualmente vivos, iguales sin que la edad importe, con pujanza igual. Martín Martínez estuvo vivo en cada momento, "fue grande, fue entero,  sin exagerar ni excluir nada suyo. Puso cuanto era en cada cosa que hizo".

 

Nacido en Estébanez de la Calzada, León. 1939. Martín Martínez cursó estudios de Filosofía y Letras en Valladolid y de Periodismo en Madrid. Miembro de la Asociación Española de Informadores Deportivos. Redactor-Jefe durante muchos años de Radio Popular de Astorga; y hasta 2009 Director del Centro de Estudios Astorganos Marcelo Macías. Colaborador habitual de los periódicos Diario de León y El Faro Astorgano. Hasta hoy era el Cronista Oficial de la Ciudad de Astorga.

 

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Panero de Nuestra Tierra: Profecía Premonitoria

 

 

Por Martín Martínez 

 

Al cumplirse el primer aniversario del fallecimiento del poeta astorgano Leopoldo Panero, el también fallecido, aunque más joven aún, Esteban Carro Celada, escribía unas líneas premonitorias.

 

Era el verano de 1963. Esteban era director de la revista diocesana ‘Apostolados’, y el editorial llevaba el mismo título del número extraordinario que se dedicaba íntegramente a la memoria de Leopoldo: 'Panero nuestro’. Allí, en ese editorial, escribía Esteban:  

 

“Sabemos que la presencia de Panero se hará cada día más obsesionante, y ganará puntos, a medida que pase el tiempo. Se acerca estremecedoramente allí donde todo suena a cristal de infancia, a barro de niñez. Suena a autenticidad”.

 

Esteban Carro, fiel devoto de Panero –lástima que su inmenso trabajo sobre el poeta siga inédito– hizo esta premonición a solo un año de la muerte de Panero.

 

Leopoldo, un poeta cuyo reconocimiento como ‘poeta mayor’ tardó en llegar, por la cicatería de muchos, era acogido como tal por personalidades intelectuales, escritores, críticos literarios y poetas tan reconocidos como Dámaso Alonso, Aleixandre, Eugenio de Nora o Muñoz Rojas. Éstos y un puñado más acudieron a la llamada de Esteban Carro para participar en ese número de Apostolados. Incomprensiblemente, con raras excepciones, la poesía clara, sincera, auténtica de Leopoldo cayó en el profundo pozo del olvido; más aún, y todavía menos comprensible, cuando a nuestra España arribó la Democracia.

 

Tildado, erróneamente, como ‘poeta del régimen franquista’, fue postergada su poesía con una injusticia total. Tal vez la causa de ese apartamiento se deba a lo que pudiéramos denominar a mi modo de ver, los dos errores de Leopoldo Panero. El uno, menor y voluntario, su ‘Canto personal’, de una consistencia poética incuestionable y que aún muchos no le han perdonado.

 

El segundo, mayor, fatídico e involuntario: morir cuando en plena madurez intelectual más se esperaba de él.

Podemos afirmar con absoluta seguridad, que si Leopoldo hubiera  alcanzado una edad relativamente provecta, se hubiera convertido en uno de los iconos poéticos  de nuestra lengua. Su clara producción literaria, como sucedió con otros escritores entonces debelados y después con el paso de los años reconocidos, le hubiera reconciliado con el mundo literario. La muerte le arrebató los presuntos laureles que tan cicateramente le concedieron en vida, y por un tiempo demasiado largo después de su muerte.

 

Bueno, bien cierto es que con Astorga hay que hacer un punto y aparte, una excepción, porque su ciudad, durante su vida y después de su muerte, siempre lo ha tenido en el lugar que le corresponde. Como memoria ahí está la calle que un día se le dedicó, escoltada en sus embocaduras por sus poemas; ahí está su estatua, de noble presencia, como recuerdo imperecedero; y su casa, a punto de finalizarse su recuperación para ser la sede de un centro de las letras astorganas.

 

La profecía de Esteban Carro se ha ido cumpliendo, con lentitud, eso sí, pero es ya una realidad. Si repasamos la bibliografía que, exhaustivamente, ha recopilado Javier Huerta en la edición de la Obra completa de Panero, podemos encontrar una ‘Antología de poesía sacra española‘ de Valbuena Prat (1990) en la que aparece nuestro poeta; le  siguen las confeccionadas por Scarpa, Moreno y Montero. Y poco más.

 

Es en 1960, cuando el 'gurú' de la poesía española,José María Castellet, con su antología ‘Veinte años de poesía española (1939-1959)’ saca de su situación de ‘durmiente’ a Leopoldo Panero. Años después, en 1969, ha de venir una extranjera, Eileen Connolly a descubrir y airear la categoría literaria del poeta astorgano. A decirnos que se estaba desperdiciando, y aún desprestigiando,  una figura universal.

 

Así es; aparecen artículos cien, estudios sobre diferentes aspectos de la poesía y la personalidad literaria de Panero; ensayos varios salen a la luz; en algunas universidades se llevan a cabo tesinas y tesis doctorales pero, con todo ello, la poesía paneriana sigue en estado letárgico. Hasta que en 1994 Andrés Trapiello da el aldabonazo con su antología ‘Por donde van las águilas’. Trapiello fue quien puso en el mundo literario español el revulsivo para  despertar el interés general sobre quien algunos han considerado el mejor poeta español de la segunda mitad del siglo XX: el poeta astorgano Leopoldo Panero.

 

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Dámaso Alonso, la amistad.

El amigo que siempre creyó en Panero, Dámaso Alonso, ya tenía al astorgano en su retablo de poetas universales. Él fue quien acuñó la feliz frase de ‘poesía arraigada’, analizando los versos de Leopoldo. Él intuyó que Panero, en su poesía, está “enraizado en la tierra, entroncado en la familia, ascensionalmente atraído hacia Dios”. Él descubrió el Dios de Leopoldo Panero en sus poemas más significativos, siendo después un tema recurrente para estudiosos y críticos. Porque en torno al Dios del poeta astorgano se han escrito muchas páginas.

 

También de su paisaje, de sus paisajes que Panero describía, como roñoso de palabras pero con certera definición, casi trapense. Tierra, su tierra, familia y Dios era la tajuela, el trípode en el que se asentó la poesía paneriana. Así lo dejó escrito Dámaso Alonso.

 

Leopoldo enraizado en  su tierra.

En estas  líneas, escritas para conmemorar el centenario del nacimiento de nuestro poeta, quisiera destacar lo que para  los astorganos es más entrañable: el enraizamiento de Leopoldo en este paisaje que fue el de su infancia, el de su juventud y en el que encontró, cuando apuntaba la madurez, el reposo del guerrero.

 

Paisaje –con paisanaje incluido– que Panero atisbaba desde aquel torreón, su refugio de meditación en la casa familiar que un día construyera su tío Leoncio Núñez; torreón que, cabezonamente, se alzó sobre un cubo de la muralla medieval con cimientos romanos contracorriente de los dictados municipales. Torreón en el que Leopoldo tejía los versos que le hicieron decir “esta es mi casa y mi costumbre”; casa en la que un día se quedó una estancia vacía por la traumática y dolorosa muerte de Juan, el hermano querido, el mejor amigo, cuyo recuerdo  pesaba a Leopoldo ‘en la fosca penumbra del jardín’ donde, a veces borboteaba la que fue ‘fuente seca’ de José María Valverde. Era el paisaje entrañable y familiar de Panero en la recóndita calle que en un lejano pasado se llamara  de la Judería’.

 

Allí, en su cuarto solitario, murado y silencioso, Panero, con solo alzar la vista, buscaba  a Dios en la Catedral de Astorga, tan cercana a su retiro que “toda el alma se me  vuelve hacia ti”.

 

Desde aquella altura rematada por una veleta en la que se pueden adivinar símbolos masónicos del tío Leoncio, otea y adivina Leopoldo aquella ‘fuente casi feliz’, la Fuenteencalada de su niñez y juventud; de la que tiene “dulce memoria venturosa”, bien ligada a aquellos negrillos que escoltaban la bajada de los Bolos, camino de la mínima vega del Jerga. Es su ‘visión de Astorga’.

 

Canta Leopoldo, también, a los campos de Astorga; campos que a sus pies se extienden cuando busca solaz, descanso y meditación, en el Jardín o en Paseo de la Muralla; campos a los que, creo que acertadamente, califica de ‘tristes y grises’ pero para él “siempre alegres detrás de mi recuerdo”. Y mantiene perenne, al paso de los años, su visión de Astorga, lugar que, premonitoriamente, calificó como “para morir despacio”. Un lugar que ofrecía al poeta sus calles recónditas y siempre silenciosas; una Plaza Mayor bulliciosa y mercadera donde Macaria vendía sus castañas; un paseo reconfortante sobre el adarve de la muralla; y un barrio, el de Puerta de Rey, al que Leopoldo y muchos más decían 'de la Estación'. Barrio en el que vivió antes de pasar a ocupar el palacete del tío, frontero al monasterio de Sancti Spiritus, paredaño al colegio de La Milagrosa y vigilado de cerca por las torres Catedralicias. Era el barrio de la estación –después de un siglo no lo es– un barrio “lleno de viajeros... de vagones enganchados a tope... viajando siempre, resbalando siempre”.

 

Al fondo, el Teleno.

El Teleno, un monte que es talismán para los astorganos, para los maragatos, para todos los de la contorna. También para Leopoldo, y sus amigos–hermanos de la 'Escuela de Astorga': Juan, Luis, Ricardo, era el símbolo de sus ancestros; el monte sagrado que da cobijo a la comarca; al que Luis en sus arrebatos de exaltación patriótica y comarcal llegó a denominar ‘el Fujiyama maragato’. Amor a la tierra.

 

Ancestral, mitológica, especial era la llamada que el Teleno hacía sobre Leopoldo. Es él el telón de fondo para que en la poesía de nuestro vate, Astorga relumbre atenazada en sus murallas “mientras medio planeta se ensombrece en las laderas del Teleno”. Es él el monte presente siempre, que ‘mi memoria acompaña’. Algo intangible, lejano e inmerso en la mente como una ‘ilusa mole azul ‘ se hace tangible cuando toco la nieve helada de tu cumbre.

 

 

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Castrillo de las Piedras y las encinas.

La finca de Villa Odila, en el monte de Castrillo de las Piedras, era la 'Campania' de Leopoldo; allí se retiraba para evadirse del fragor de la gran ciudad, para meditar, pensar, escribir y pasear.

 

El abuelo Quirino, en cuya biblioteca se nutrió la niñez y adolescencia de Panero, junto a Juan, había conseguido un pequeño oasis en el secarral sequedano. Al borde del encinar levantó morada, cuadras y palomar, encauzó aguas, y florecieron azaleas, rosales, y madreselvas donde habían campado los piornos, escobas y zarzales.

 

Villa Odila fue el destierro, temporal y juvenil de Juan y Leopoldo, cuando en el verano de 1925, en su revistilla Humo, ofendieron –también entre comillas– a socios del Casino astorgano. Allí, más tarde, Leopoldo se impregnó del campo, de las mieses, de la siega y la trilla; oía el sonsonete de las norias en los amaneceres y los atardeceres; vigilaba el vuelo de gorriones y milanos, mientras las 'pegas' (urracas) graznaban en el encinar.

 

Y allí nacieron, con toda seguridad, dos poemas que los de estas tierras, que eran las suyas, tenemos por los más queridos: ‘El peso del mundo’ y ‘Pequeño canto a La Sequeda’.

 

Arraigado al encinar, cerca de las pedreras de donde se sacaban los cristales o piedras lucientes que un día de febrero de 1083 María Muñiz donó al obispo Osmundo, compuso ‘El peso del mundo’. 

 

Arraigo suyo al paisaje y al paisanaje, arraigo profundo que le llevó a dedicar el poema a un habitante de Castrillo; a Juan Pintor, en quien Leopoldo intuyó la sabiduría y la bonhomía  de los hombres de la tierra. Juan Pintor, berciano que un día apareció por Castrillo, donde asentó sus reales para dedicarse a la molienda, cuidando caz y muelas en el molino del señor Miguel; y dedicando el tiempo libre del molino a encauzar el agua en los surcos de patatas, el cuidado de los predios de lino o a la trilla de las mieses en las cercanías de Villa Odila. Y a conversar, largo y tendido con el poeta Leopoldo que vagaba por los alrededores, escuchándose con atención mutuamente.

 

Como ha escrito Dámaso Alonso, Castrillo de las Piedras, “que justifica el nombre por lo diminuto y por lo seco, se eleva como centro de un pensamiento  universal; a capital de un mundo poético”; porque lo asevera Leopoldo: “sobre Castrillo y Nistal descansa el peso del mundo”.

 

Desde su ventana, en aquella mansión, casi romántica, que había edificado el abuelo, entre las encinas divisaba Panero la paramera sequedana, Valderrey, Bustos, Tejadinos y Matanza; adivinaba los navales de la escondida Cuevas; tal vez la sequía estival, segura, del río Turienzo y más allá las escondidas Penilla y Piedralba, también Curillas; bien de mañana, a  mediodía y por la tarde tenía en su retina el querido paisaje de la Sequeda como si lo ansiase “ayer, hoy y mañana”, palabras que Leopoldo repite una y otra vez en sus poemas.

 

Un día, 26 de agosto de 1962, un día antes de su repentino fallecimiento, dejó manuscrito su ‘Pequeño canto a la Sequeda’, su oración a  estos pueblos que hemos citado. Fue el canto del cisne, dedicado a la tierra nutricia de su poesía, donde arraigó su númen; porque si en ‘La estancia vacía’ nos hablaba de “su casa y su costumbre”, La Sequeda es también una costumbre del alma. La tierra donde dejó su vida enamorada.

 

Panero con la encina

El Teleno era el monte sagrado de Leopoldo; Astorga y La Sequeda su casa, su costumbre; y su árbol totémico la encina. ¿Cuántas veces, en cuántos poemas, la cita? Completo dedica uno de ellos a los ‘Encinares en primavera’ que él tocaba con la mano desde su ventana y le daban cobijo en sus paseos. Acude a la imagen de la encina para destacar la bondad del hermano Juan en ‘Adolescente en sombra’. Canta a la soledad de la encina y su perennidad; ofrece al  amigo Eduardo Carranza su ‘savia de encina’. Y compone sus versos ‘a la sombra de un encinar’. El encinar, escaso en extensión, de Castrillo de las Piedras.

 

En algún sitio he dejado escrito que un día de verano, no muchos antes del de su fallecimiento, más que tropezar, aunque hubo saludo, vislumbré a Panero en ese encinar de Castrillo; libro en mano y alpargatas de esparto, iba madurando su vida y quizás dando forma a algún poema.

 

Y en su tierra, nuestra tierra, reposa Leopoldo Panero, “ a dos metros de la nieve” como era su deseo, después de haber madurado su vida “bajo el silencio de una encina”.   Allí descansa, en el cementerio de Astorga, al lado de su querido hermano Juan, bajo una losa que algún día debería tener grabado aquel ‘Epitafio’ que él soñó, y no fue:

 

Ha muerto
acribillado por los besos de sus hijos,
absuelto por los ojos más dulcemente azules
y con el corazón más tranquilo que otros días,
el poeta Leopoldo Panero,
que nació en la ciudad de Astorga
y maduró su vida bajo el silencio de una encina.
Que amó mucho,
bebió mucho, y ahora,
vendados sus ojos,
espera la resurrección de la carne
aquí, bajo esta piedra.

 

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