Sábado, 23 de Marzo de 2013

El día en que aquellos chicos rojos empezarona a gobernar Astorga

JUAN JOSÉ ALONSO PERANDONES /

A  las once horas del día 23 de mayo de 1983 el Salón de Sesiones municipal estaba abarrotado, con gran expectación por la elección de un nuevo alcalde; entre el público,  un nutrido grupo de antiguos militantes socialistas, que habían sobrevivido a aquella persecución feroz, que acabó con la Casa del Pueblo y el fusilamiento del alcalde socialista Miguel Carro Verdejo, del médico Cortés Rivas, y de otros astorganos que, como antesala de la muerte, sufrieron la agonía de un proceso  sin garantía jurídica alguna (entre ellos el hijo de uno de ellos aún hoy vivo); entre el público, allí estaban, como si aquel acto, por contradictorio que pareciese, fuese una postrera reparación. Algunos te abrazaban con lágrimas  en los ojos. 

Sin duda, pasar de dos a seis concejales socialistas en Astorga, en aquel momento, era un éxito. Para que nos hagamos una idea de qué suponía socialmente en nuestra ciudad denominarte “rojo”, os contaré un suceso. Poco antes  de abandonar el cargo, el alcalde anterior, señor Luis González, atendiendo una reiterada petición de algunos astorganos, especialmente de Atanasio Carro, elevó al Pleno la aprobación de sendas calles para el doctor Redondo Flores y el alcalde Carro Verdejo. Unos pocos socialistas, muy pocos, acudimos al acto del descubrimiento de las respectivas placas, pero para mi sorpresa mientras todos (un numeroso público)  fuimos a la nueva calle del doctor Redondo, solo algunos  nos acercamos, con el alcalde, hasta la nueva nominación en la que rezaba el nombre de Carro Verdejo; faltaban pocos días para las elecciones, me hubiera gustado intervenir con unas palabras y con unos versos inéditos pero no fue posible. No se me olvida: la mayoría del público se había quedado  lejos, intencionadamente rezagado. Abandonamos, con amargura, aquella calle que era un barrizal;  gran parte de Astorga era eso, un gran  barrizal: Chapín, Santa Clara, Puerta del Sol, Mesón, Cristo, Bastión, los márgenes de las arterias que abocan a la ciudad, los pueblos del municipio... Barro en las calles y barro en los grifos. Y barro enlodado de intolerancia, sobre todo, en parte de aquella sociedad acomodada en el franquismo. 

La idea de llegar a un acuerdo había sido de Delio Díguele, y a mí, y a mis compañeros, sobre quienes descansaba la responsabilidad de gobernar con un pacto aparentemente irreconciliable, nos supuso un reto difícil;  para mí, francamente,  titánico. Estaba Recaredo, temperamental y con una idea de la política ajena a la nuestra,  cierto es, pero también con algo tan fundamental como nobles sentimientos. Se había presentado con una lista independiente, por despecho, junto a dos concejales a los que también siempre estaré reconocido, Daniel Gallego, que se nos acaba de ir, y Pablo de las Heras. Nadie tenía condena ruin, tampoco financiaciones impropias o cosas semejantes; la comparación de Abel Aparicio me parece, pues, excesivamente forzada, propia de alguien que quiere ajustar cuentas con el partido socialista en nuestras espaldas. 

A las ocho de la mañana del 24, antes de ir para mi trabajo en el Instituto Ricardo Gullón, me personé en el ayuntamiento para tomar las primeras decisiones. El primer documento que solicité fue el correspondiente a la gasolinera que había en Puerta Rey, en Porfirio López;  las protestas por esta instalación  habían sido constantes; urgía su desaparición, pero no iba a ser  tan fácil como podíamos suponer, como ocurriría con casi todo.  Sobre mis espaldas, con total inexperiencia, recaía una gran responsabilidad en el gobierno de la ciudad. Empezaba una nueva época, con una ciudad conmocionada; “¿dónde van estos chicos?”, decían, y en el kiosco de madera de Toño, aledaño a los taxis, se oían frases duras en alta voz, despectivas, porque Recaredo había pactado con los rojos;  para muchos de ellos  aquello era una traición. 

Nuestra legitimidad (quizás mejor que aludir a  carácter institucional),  Jáñez, está en las urnas y en nuestro trabajo, honesto y desinteresado, y ha sido  ganada a pulso, año tras año. En otro momento, si procede, tendremos que discutir qué es esa afirmación, mencionada en un comentario, de gobernar preferentemente para la iglesia o para un sector empresarial. De momento, en 1983, lo que la ciudad tenía era escombros en el entorno del ábside de la catedral, la Eragudina totalmente marchita, sin parques, sin agua, con parte de las murallas en ruinas, y con graves infracciones urbanísticas que, de seguir, hubieran convertido a Astorga en un lugar horrendo.  También había un yeep en el que subían a clorar el agua manualmente y  barro, mucho barro. 

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Fotografías de recortes del periódico El Faro de la época.

   

   

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