El anillo de Giges
Platón en la República cuenta el mito de Giges. Lo pone en boca de su hermano Glaucón, uno de los interlocutores de Sócrates. Glaucón, para convencer a Sócrates de que “los que cultivan la justicia no la cultivan voluntariamente sino por impotencia de cometer injusticias”, le narra lo que le ocurrió a Giges. Giges es uno de los pastores del rey de Lidia. Un día, cuando estaba pastoreando el ganado, se desató una tormenta y sobrevino un terremoto que abrió la tierra muy cerca de donde él se encontraba. Asombrado por este suceso, descendió por la hendidura hasta el fondo, donde encontró un caballo de bronce, en cuyo vientre había unas pequeñas puertas abiertas. Se asomó por estas puertas y vio dentro del animal un cadáver desnudo de talla mayor que la de un hombre, que tenía en el dedo de una mano un anillo de oro con una piedra preciosa engastada. Giges le quitó el anillo y salió de aquella hendidura.
Posteriormente, cuando al cabo de un mes los pastores se reunieron como de costumbre para informar al rey del estado de sus ganados, acudió a la reunión con el anillo en el dedo. Por casualidad, la sortija del anillo se le volvió hacia el interior de su mano y al momento se hizo invisible. Notó que los otros pastores no lo veían porque hablaban de él como si estuviera ausente. Sorprendido, se quedó un instante mirando el anillo; luego, volvió la piedra hacia afuera y tornó a hacerse visible. Experimentó varias veces con el anillo y comprobó que cuando giraba la piedra hacia adentro, se hacía invisible, y, cuando la volvía hacia afuera, se hacía visible. Una vez que estuvo seguro de esta virtud del anillo, maquinó el modo de formar parte del grupo que debía de ir a rendir cuentas al rey. Ya en el palacio, sedujo a la reina, y con su ayuda mató a al rey y se apoderó del trono.
Ante los últimos casos de corrupción política, conocidos recientemente a través de los medios de comunicación, cada uno de los políticos implicados se me figura un Giges, un Giges que, habiendo perdido su anillo mágico, u olvidado –tal vez por un exceso de confianza– girar el engaste de ese anillo hacia el interior de la mano, ha sido descubierto cometiendo injusticias, haciendo cosas malas; haciendo cosas malas, como robar el dinero que es de todos, vender cargos públicos o cobrar comisiones millonarias. Son políticos corruptos. Hay gente que se sorprende de que haya políticos así, ladrones, estafadores, mafiosos, mas lo que realmente sorprende es que haya gente que se sorprenda de esto. ¿Qué pensará la gente que son los políticos? Los políticos no son extraterrestres, no vienen de otro planeta, no son seres hechos de otra pasta, sino que son como nosotros; salen de entre nosotros, pues de entre nosotros, nosotros mismos los elegimos. Nuestros políticos son un reflejo de lo que nosotros somos, como en la antigua Grecia lo eran de los griegos los dioses del Olimpo. ¿Cómo somos nosotros? Algunos de nosotros, bastantes, a la menor oportunidad nos escaqueamos en el trabajo; más de una vez le quitamos cosas a la empresa; nos las arreglamos para coger bajas médicas injustificadas; hacemos trampas en la declaración de la renta; y también, cuando llevamos el coche al taller o encargamos una obra en casa, si podemos, no pagamos el IVA. ¿No es esto corrupción?
Todavía somos en parte un país de pícaros, tramposos y gandules. ¿Qué pasaría si un día nosotros, ciudadanos normales y corrientes, encontrásemos, como Giges, como nuestros políticos, ese anillo mágico y de pronto nos volviésemos invisibles, impunes? Me he hecho esta pregunta muchas veces, y me asusta la respuesta. Me da pavor pensar que muchos, más todavía de los que imagino –que yo mismo–, podrían hacer otro tanto. Glaucón, convencido de que lo injusto es mejor que lo justo, cuando termina de relatar este mito, añade que si existieran dos anillos como el que encontró Giges y se diera uno a un hombre justo y otro a uno injusto, ninguno de los dos hombres preservaría en la justicia, ambos robarían los bienes ajenos e incurrirían en otras injusticias, como si fuesen dioses entre los hombres. Entonces, de qué nos sorprendemos, de qué nos escandalizamos, si unos cuantos de nosotros en las mismas circunstancias que los políticos haríamos seguramente lo mismo que ellos.
Pero, ¿por qué tantos políticos son corruptos, por qué tantos de nosotros, aunque en menor medida, también los somos y por qué, si pudiéramos, probablemente lo seríamos aún más? La causa está en nuestras conciencias; son nuestros pensamientos los que están podridos, podridos de individualismo y egoísmo, de materialismo y de relativismo. No pensamos nada más que en nosotros, en nuestros intereses, sobre todo en los intereses económicos, y para conseguir lo que nos interesa somos capaces casi de cualquier cosa, amparados en el relativismo moral, que ha desprestigiado los viejos valores, como la honradez, con los cuales seguramente no habría corrupción, no tanta al menos. Esto nos lleva a ver bien, en el fondo, que cada uno vaya a lo suyo, y a creer, también en el fondo, que si una persona, por preservar su integridad, su honradez, pudiendo beneficiarse, no lo hace, es una estúpida, aunque luego cuando hablemos con los demás se nos llene la boca con palabras tan pomposas como justicia, solidaridad o altruismo. Se trata de la misma hipocresía que, según Glaucón, ya practicaban los griegos en la época de Sócrates, donde si alguien dotado de poder no quería cometer injusticias ni robar a los demás, era considerado por los que lo veían como un tonto, aunque lo elogiaran en público.
Urge regenerar nuestras conciencias, cambiar nuestras ideas, y para ello no hay otro camino que la educación, la educación ética. Sí, la ética. La ética es la solución, esa rama de la filosofía que los políticos de turno han dejado tan mermada en el sistema educativo. La ética, la filosofía, esa cosa inútil, ahora en tiempos de naufragio moral resulta que nos puede servir para salir a flote. Porque no basta con formar excelentes ingenieros, médicos, economistas, jueces y políticos, se necesita también que esos ingenieros, médicos, economistas, jueces y políticos sean honrados, buenas personas, que no se corrompan. ¿No es así?
Platón en la República cuenta el mito de Giges. Lo pone en boca de su hermano Glaucón, uno de los interlocutores de Sócrates. Glaucón, para convencer a Sócrates de que “los que cultivan la justicia no la cultivan voluntariamente sino por impotencia de cometer injusticias”, le narra lo que le ocurrió a Giges. Giges es uno de los pastores del rey de Lidia. Un día, cuando estaba pastoreando el ganado, se desató una tormenta y sobrevino un terremoto que abrió la tierra muy cerca de donde él se encontraba. Asombrado por este suceso, descendió por la hendidura hasta el fondo, donde encontró un caballo de bronce, en cuyo vientre había unas pequeñas puertas abiertas. Se asomó por estas puertas y vio dentro del animal un cadáver desnudo de talla mayor que la de un hombre, que tenía en el dedo de una mano un anillo de oro con una piedra preciosa engastada. Giges le quitó el anillo y salió de aquella hendidura.
Posteriormente, cuando al cabo de un mes los pastores se reunieron como de costumbre para informar al rey del estado de sus ganados, acudió a la reunión con el anillo en el dedo. Por casualidad, la sortija del anillo se le volvió hacia el interior de su mano y al momento se hizo invisible. Notó que los otros pastores no lo veían porque hablaban de él como si estuviera ausente. Sorprendido, se quedó un instante mirando el anillo; luego, volvió la piedra hacia afuera y tornó a hacerse visible. Experimentó varias veces con el anillo y comprobó que cuando giraba la piedra hacia adentro, se hacía invisible, y, cuando la volvía hacia afuera, se hacía visible. Una vez que estuvo seguro de esta virtud del anillo, maquinó el modo de formar parte del grupo que debía de ir a rendir cuentas al rey. Ya en el palacio, sedujo a la reina, y con su ayuda mató a al rey y se apoderó del trono.
Ante los últimos casos de corrupción política, conocidos recientemente a través de los medios de comunicación, cada uno de los políticos implicados se me figura un Giges, un Giges que, habiendo perdido su anillo mágico, u olvidado –tal vez por un exceso de confianza– girar el engaste de ese anillo hacia el interior de la mano, ha sido descubierto cometiendo injusticias, haciendo cosas malas; haciendo cosas malas, como robar el dinero que es de todos, vender cargos públicos o cobrar comisiones millonarias. Son políticos corruptos. Hay gente que se sorprende de que haya políticos así, ladrones, estafadores, mafiosos, mas lo que realmente sorprende es que haya gente que se sorprenda de esto. ¿Qué pensará la gente que son los políticos? Los políticos no son extraterrestres, no vienen de otro planeta, no son seres hechos de otra pasta, sino que son como nosotros; salen de entre nosotros, pues de entre nosotros, nosotros mismos los elegimos. Nuestros políticos son un reflejo de lo que nosotros somos, como en la antigua Grecia lo eran de los griegos los dioses del Olimpo. ¿Cómo somos nosotros? Algunos de nosotros, bastantes, a la menor oportunidad nos escaqueamos en el trabajo; más de una vez le quitamos cosas a la empresa; nos las arreglamos para coger bajas médicas injustificadas; hacemos trampas en la declaración de la renta; y también, cuando llevamos el coche al taller o encargamos una obra en casa, si podemos, no pagamos el IVA. ¿No es esto corrupción?
Todavía somos en parte un país de pícaros, tramposos y gandules. ¿Qué pasaría si un día nosotros, ciudadanos normales y corrientes, encontrásemos, como Giges, como nuestros políticos, ese anillo mágico y de pronto nos volviésemos invisibles, impunes? Me he hecho esta pregunta muchas veces, y me asusta la respuesta. Me da pavor pensar que muchos, más todavía de los que imagino –que yo mismo–, podrían hacer otro tanto. Glaucón, convencido de que lo injusto es mejor que lo justo, cuando termina de relatar este mito, añade que si existieran dos anillos como el que encontró Giges y se diera uno a un hombre justo y otro a uno injusto, ninguno de los dos hombres preservaría en la justicia, ambos robarían los bienes ajenos e incurrirían en otras injusticias, como si fuesen dioses entre los hombres. Entonces, de qué nos sorprendemos, de qué nos escandalizamos, si unos cuantos de nosotros en las mismas circunstancias que los políticos haríamos seguramente lo mismo que ellos.
Pero, ¿por qué tantos políticos son corruptos, por qué tantos de nosotros, aunque en menor medida, también los somos y por qué, si pudiéramos, probablemente lo seríamos aún más? La causa está en nuestras conciencias; son nuestros pensamientos los que están podridos, podridos de individualismo y egoísmo, de materialismo y de relativismo. No pensamos nada más que en nosotros, en nuestros intereses, sobre todo en los intereses económicos, y para conseguir lo que nos interesa somos capaces casi de cualquier cosa, amparados en el relativismo moral, que ha desprestigiado los viejos valores, como la honradez, con los cuales seguramente no habría corrupción, no tanta al menos. Esto nos lleva a ver bien, en el fondo, que cada uno vaya a lo suyo, y a creer, también en el fondo, que si una persona, por preservar su integridad, su honradez, pudiendo beneficiarse, no lo hace, es una estúpida, aunque luego cuando hablemos con los demás se nos llene la boca con palabras tan pomposas como justicia, solidaridad o altruismo. Se trata de la misma hipocresía que, según Glaucón, ya practicaban los griegos en la época de Sócrates, donde si alguien dotado de poder no quería cometer injusticias ni robar a los demás, era considerado por los que lo veían como un tonto, aunque lo elogiaran en público.
Urge regenerar nuestras conciencias, cambiar nuestras ideas, y para ello no hay otro camino que la educación, la educación ética. Sí, la ética. La ética es la solución, esa rama de la filosofía que los políticos de turno han dejado tan mermada en el sistema educativo. La ética, la filosofía, esa cosa inútil, ahora en tiempos de naufragio moral resulta que nos puede servir para salir a flote. Porque no basta con formar excelentes ingenieros, médicos, economistas, jueces y políticos, se necesita también que esos ingenieros, médicos, economistas, jueces y políticos sean honrados, buenas personas, que no se corrompan. ¿No es así?




