Inés Abellaneda
Domingo, 29 de Marzo de 2015

Llamada

Nuestra colaboradora de Carrizo sigue ahondando en el dolor que causan los afectos y los desafectos en las relaciones familiares.

 

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Desbloqueó el móvil y se quedó irresoluto mirando la pantalla iluminada, los iconos alineados en la parte inferior. No sabía qué hacer: si mandarle un WhatsApp o llamarla. Sabía que el WhatsApp era lo más fácil; bastaba con escribir, enviar, y fuera, ya estaba, a esperar la respuesta. Fácil, sí; pero demasiado indirecto, demasiado frío, para un asunto como este, pensó. Llamarla, tenía que llamarla y decírselo directamente, no quedaba otra, al fin resolvió. Entonces, entró en “Contactos”, y en “Buscar” tecleó “mamá”. Al instante, apareció en la pantalla un número, su número. Solo quedaba presionar la tecla verde y esperar: primero sonarían los tonos, uno, dos, tres, cuatro a lo sumo, y luego ya se escucharía su voz. Pero no se atrevía a hacerlo, tenía miedo. Temía notar en su voz, después de decírselo, que le daba igual, o, lo contrario, que se quedaba preocupada, incluso triste.

 

Indiferencia, tristeza. Con ninguno de estos sentimientos quería dejar a su madre, ambos le parecían malos, aunque no tenía ni idea de cuál de ellos podría producirle eso que le tenía que decir. Hacía mucho tiempo que no hablaba con ella de su padre. La última vez, el verano del primer curso de la universidad, discutieron, ya no veían las cosas igual, y desde entonces…


Lo pensó otra vez y se dijo: voy a esperar, la llamaré más tarde. Fue decirlo, y empezar a sentirse mejor, aliviado, igual que si le hubieran quitado un peso de encima. Le dio a la tecla roja y adiós al número. De nuevo la pantalla iluminada con los iconos alineados. Bloqueó el teléfono y lo guardó en el bolsillo delantero del vaquero. Luego, se fue pensativo hacia la ventana.


Se había quedado solo. Sus hermanos se habían ido, él les había mandado marchar; allí ya no hacían nada, estaban mejor en casa, descansando. Además, quería estar a solas con su padre, sin que nadie lo viera cómo lo miraba, cómo le cogía la mano, esa mano grande, fuerte, que alguna vez lo abofeteó, que muchas acarició su cara de niño, y también de mayor, sobre todo cuando le iba con algún pesar. Quería hablarle, decirle cosas, aunque no le contestara, o ni tan siquiera le oyera. 


Estaba hablándole, cuando entraron las chicas de la limpieza. Tuvo que salirse y dejarlo solo.


En la sala de espera, con la cara casi pegada al cristal, miraba a lo lejos, por encima de la ciudad, de las torres de la catedral, hacia las montañas. Eran unas montañas redondeadas, poco abruptas, que daban la impresión de que por el oeste cerraban el mundo, como si más allá de ellas ya no hubiera nada. En ellas, ligeramente destacaba, envuelto en la bruma, el monte más alto de la provincia: dos mil ciento ochenta y ocho metros. Eso lo sabía desde niño, se lo había enseñando su padre. Se lo había enseñado un día que, mientras se acababa de hacer la comida, estaba mirando con él, entretenido, el mapa de España que había dibujado en el hule de la mesa de la cocina. Su padre, ese hombre, que ahora yacía en una cama de este hospital, sin hablar, sin moverse. Que solo respiraba.

 

Es el mismo hombre que un día, hace ya tiempo, se fue de casa y los dejó solos, abandonados. Todo ocurrió una noche oscura, sin luna, sin estrellas, ya al final del invierno. Discutieron. Sus padres discutieron. No era la primera vez que discutían, últimamente discutían muy a menudo, a veces por nimiedades. Pero ese día, esa noche infausta, discutieron más fuerte que otras veces. Se dijeron cosas terribles, cosas que no se olvidan de un día para otro, que cuesta perdonar. Mientras se peleaban, él y sus hermanos permanecían en la habitación, cada uno en la suya, sin atreverse a salir y decirles que pararan ya, que no podían más. De hecho, el pequeño no pudo más y vino a su habitación y se le abrazó a la cintura. Al poco, llegó la niña y se abrazaron los tres. Así estaban, abrazados, cuando sintieron el portazo: un sonido seco, rotundo, que puso fin a todo. Después de un breve silencio, que aún daba más miedo, escucharon los sollozos ahogados de la madre en el baño. Sus hermanos, aún agarrados a su cuerpo, como si fueran náufragos, le preguntaban qué había pasado, qué estaba pasando, pues los pobres no entendían nada, y él, también desorientado, no sabía qué contestarles, qué decirles para consolarlos, para consolarse.

 

 

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Y es que, aunque esto no lo pillaba de nuevas, jamás se le había pasado por la cabeza un desenlace así, tan dramático. Lo cierto es que ya llevaba un tiempo notando que discutían y se enfadaban con frecuencia, y que los enfados cada vez eran más largos: ya estaban más tiempo enfadados que reconciliados. Cuando se enfadaban, ese silencio que se interponía entre los dos, durante días, en ocasiones semanas, le hacía sufrir, era para él como un frío extraño que se le metía en el cuerpo y le quemaba las entrañas. Por las ganas, más de una vez les hubiera dicho algo, los hubiera regañado como a niños, pero no se atrevía. Tenía miedo a verse envuelto en sus disputas, a tener que a tomar partido por alguno y a que las cosas entonces se enredaran aún más. Y no quería nada de eso. Para él, aunque mamá fuera mamá, los dos eran iguales, igual de cabezotas y de orgullosos. Solo deseaba que se quisieran. Añoraba aquel tiempo en que había complicidad entre ellos, cuando se hablaban con la mirada, se besaban con ternura, cuando él la abordaba furtivamente en el pasillo, y ella, para evitar ser sorprendidos por él o sus hermanos, se zafaba de sus brazos ahogando las risas y los gritos, abortando los besos. Que se quisieran, aunque después se aliaran para regañarlo y castigarlo. Prefería que se enfadaran con él a que se enfadaran entre ellos.

 

Esa noche su padre no durmió en casa. Nunca supo adónde había ido, ni con quién había estado. Es posible que no hubiera ido a ninguna parte, que hubiera pasado la noche solo, dando vueltas por la ciudad, deambulando por las calles, soportando la lluvia, el frío, la oscuridad, el dolor del final. Pero no lo sabía.


Regresó al día siguiente por la mañana, temprano, cuando él y sus hermanos aún estaban en la cama –era sábado– y su madre, probablemente insomne toda la noche, acababa de levantarse y se encontraba en la cocina, con la puerta cerrada, fregando los platos de la cena de anoche, más por combatir la congoja que porque sintiera que había que hacerlo. Entró sin saludar, sin decir nada, sin preguntar por nadie, y sin más se puso a recoger sus cosas, despacio, sin apenas hacer ruido, sereno, con el aplomo de quien ha tomado una decisión bien meditada. Primero se ocupó de la ropa, luego de los libros. Los libros los metió en cajas de cartón y los fue bajando poco a poco para una furgoneta blanca que había aparcado justo debajo. 


Él se dio cuenta de todo. Estaba despierto cuando sintió la puerta. No había dormido apenas, se había pasado la noche pendiente de su madre: notó cada una de las vueltas que dio en la cama, cada suspiro, cada sollozo. Cuando empezó con los libros, se levantó y fue hacia la ventana; a través de las rendijas de la persiana vio cómo metía las cajas en el vehículo, cómo las arrastraba hasta el fondo y cómo las apilaba. Cuando terminó, cuando se fue con la última caja, cerró la puerta con suavidad, y toda la casa se quedó en calma, callada, en silencio, otra vez dormida. Ese silencio, el mismo silencio frío, helador, insoportable, que se levantaba entre ellos cuando se enfadaban, aún lo tenía vivo en su memoria, y le dolía más que cualquier otro recuerdo, más incluso que el portazo de anoche. Después, colocó la caja en el asiento delantero, cerró las puertas traseras, montó y se fue. Se fue como si nada, como se hubiera ido un empleado de mudanzas, sin mirar atrás, sin mirar tan siquiera hacia arriba, hacia la ventana de su habitación. La furgoneta rodó hacia la rotonda y, tras circunvalarla ciento ochenta grados, se metió por la calle que descendía hacia la autovía, perdiéndose por entre la masa irregular de edificios. Pero no tardó en volver a verla por la carretera, allá a lo lejos, haciéndose cada vez más pequeña. Apenas era ya un punto blanco, cuando entró en la autovía. Luego, ya no la vio más, se la imaginó circulando por esa autovía, alejándose, alejándose hasta desaparecer en la línea difusa del horizonte. Y lloró, no pudo evitarlo. Lloró sin gimotear, en silencio, notando cómo las lágrimas rodaban por las mejillas y llegaban a la boca, cómo sabían saladas, amargas.


Aquel sábado no salió, se quedó en casa, en su habitación la mayor parte del tiempo, estudiando, mirando por la ventana, esperando. No quería ir a ningún sitio, no tenía ganas de ver a nadie, ni siquiera a Inés, que le habían dicho que ese sábado saldría. Desde su habitación sentía a sus hermanos en el salón jugando con la ‘wii’, menos alborotados que otras veces, y los pasos lentos, doloridos, de su madre por la casa, de acá para allá. Sentía cada movimiento de su madre, el roce de su ropa con la pared del pasillo, con la manilla de la puerta, con el radiador; la sentía inquieta, entrando y saliendo de las habitaciones, abriendo y cerrando puertas de los armarios, sacando y metiendo cajones, como si no pudiera parar. Le daba la impresión de que lo quería cambiar todo. 

 

 

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No era capaz de estudiar, le resultaba imposible concentrarse en los apuntes, y los ojos, sin querer, se le marchaban para la ventana. Afuera hacía sol, un buen día, casi de primavera. Parecía mentira que a una noche tan mala le hubiera sucedido un día tan bueno, tan hermoso. Los árboles de la avenida, a punto de estallar en flores malvas, tenían algunas ramas tronchadas, heridas que el viento y la lluvia de anoche les habían infligido sin piedad, injustamente. Muchos transeúntes iban de manga corta. Los más atrevidos, los jóvenes sobre todo, llevaban también pantalón corto. El parque era un hervidero de gente. Los ancianos habían salido a tomar el sol y estaban sentados en los bancos, encorvados, soportando todo el peso de su vida. Los niños pequeños correteaban por entre los arbustos, pillándose, dando patadas al balón, mientras las mamás parloteaban animadamente en pequeños grupos. Se veían muchos adolescentes tumbados en la hierba, sin importarles que aún pudiera estar un poco húmeda. Inés. Pensó en Inés y se preguntó si estaría también en el parque. No la veía, ni tampoco veía a sus amigas, pero eso no significaba que no estuvieran. Podrían estar en el otro extremo, junto a la muralla, detrás de los arbustos, donde se ponen los mayores, algunos para fumar, otros para besarse. El pensamiento de esa posibilidad, la posibilidad de que Inés pudiera estar allí, acaso flirteando con otro chico, incluso besándose con él, lo dejó impasible, con la misma frecuencia de latidos, ni uno más. Porque, después de todo, qué le importaba a él ya lo que hiciera esa chica.  


Todo ese sábado se lo pasó esperando. Esperaba un whatsapp, una llamada, el timbre de la puerta, algo, lo que fuera. Pero no llegó nada. De pronto, al final de la tarde, se acordó del correo electrónico. Corrió hacia el estudio y encendió el ordenador. Nada, no había ningún correo. Al agacharse, para cortar la corriente, encontró debajo de la mesa un libro. Enseguida lo reconoció. Era el último libro que su padre había estado leyendo. Ayer mismo, después de comer, lo había visto en el salón con ese libro, lo estaba releyendo, puede que ya por segunda vez. Era una novela. Debe ser muy buena –pensó– porque no paraba de recomendársela a mamá, a sus amigos, a todos aquellos con los que tenía confianza. A él en una ocasión también se la recomendó. Lo tomó en sus manos y, al desplegarlo, sus páginas desprendieron un olor que le pareció su olor, y fue entonces como si lo tuviera al lado y de un momento a otro le fuera a hablar, a decirle cualquier cosa. Fue como si todo esto lo hubiera imaginado y no fuera verdad que su padre se había ido, que ya no estaba en casa.


Empezó a leer la primera página. La leía ansioso, esperando quizá encontrar en el libro algo que su padre secretamente le hubiera dejado para él. Podría ser un mensaje oculto en una frase subrayada, o en una pequeña glosa, o en un dibujo. Algo que salvara ese abismo que se había abierto entre los dos. 


Había empezando la segunda página, cuando escuchó desde la cocina la voz de su madre que los llamaba para cenar. Entonces, sobresaltado, igual que si lo hubieran sorprendido haciendo algo indebido, plegó el libro de inmediato y lo dejó tumbado, de cualquier manera, como si se hubiera caído, en el extremo de la última balda, y rápidamente se fue a cenar. No quería hacer esperar.

 

 

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Tampoco a los pequeños hizo falta volver a llamarlos, enseguida llegaron a la cocina y se sentaron a la mesa, sin alborotar. Nunca en la mesa habían estado tan correctamente: cogían como es debido los cubiertos, masticaban con la boca cerrada y no bebían sin antes limpiarse con la servilleta, tal como se les enseñaba, como se les insistía cada día. Su madre, que tanto le preocupaban estos detalles, no les dijo nada, como si eso fuera normal. Lo cierto es que no se había dado ni cuenta. Se notaba que tenía el pensamiento en otra cosa. Comía despacio, sin levantar la cabeza, sin mirarlos, y parecía que le costaba tragar. En realidad no tenía hambre y comía por comer.


Después de cenar, no hubo tele, se fueron directamente a la cama, mientras su madre se quedaba a recoger la mesa.


Desde la cama, ya con la luz apagada, sentía a su madre trajinar en la cocina. La puerta del pasillo estaba cerrada, y aun así le llegaba el ruido de los vasos, de los platos, de los cubiertos, al chocar unas piezas con otras, bien en el momento de retirarlas de la mesa, bien cuando las depositaba en el lavavajillas. Era como si la estuviera viendo; viendo como presionaba con el índice el botón de inicio de la máquina, cómo limpiaba la mesa con la bayeta, y cómo se ocupaba luego de la encimera y, sobre todo, de la vitrocerámica. Tenía fijación con la vitrocerámica, le gustaba que estuviera siempre limpia. Y después, cuando cesaron los ruidos y la casa se quedó sosegada, se la imaginó tomando un café; un café, seguramente, más grande y más cargado que otras veces. Se la imaginó sola, con la mirada perdida, como ausente, y le dio pena, mucha pena.


Un poco más tarde, solo unos minutos, la puerta del pasillo se abrió, suavemente, y escuchó sus pasos. Notó cómo esos pasos lentos, sordos, entraban en la habitación de su hermano pequeño, y se la imaginó tapándolo y besándolo; el niño ya dormía. Luego, los pasos se encaminaron a la habitación de la niña y oyó un murmullo de palabras. Es casi seguro que la niña todavía estuviera despierta –tenía problemas con el sueño– y que al ir a besarla le hubiera susurrado algo cariñoso. Cuando llegó a su habitación, cerró los ojos y se hizo el dormido. Su madre tardaba en besarlo y supuso que lo estaba observando. Por un momento, pensó que no lo besaría, que se daría la vuelta y se iría sin más, como si ya le bastara con verlo, con saber que estaba. Lo besó. Fue un beso largo, cargado de temor, el temor a perderlo, quizá. Finalmente, esos pasos cansados se dirigieron a la habitación de sus padres y allí murieron. Entonces, abrió los ojos y vio el tenue resplandor de la luz de la lamparita de noche. Una vez más se la imaginó: se desvestía y se ponía el pijama, todo lentamente. Antes de acostarse, miró la habitación, el otro lado de la cama, y tuvo que sentarse, porque la cabeza se le iba y empezaba a sentirse liviana, flotando. Como pudo se metió en la cama y apagó la lamparita. Sola, en medio de la oscuridad y del silencio, del vacío más absoluto.


Un silencio y una oscuridad que a él lo oprimían, que parecía que le quitaban el aire y no lo dejaban respirar. El estómago se le llenó de angustia y, no pudiendo más, se levantó y se fue a la habitación de su madre. De pie, bajo el umbral de la puerta, sin atreverse a avanzar, casi avergonzado, dijo con la voz ahogada, como si le hablara a la nada: mamá, no sé qué me pasa, que no puedo dormir. Métete aquí conmigo, le respondió la voz de su madre, una voz clara, entera, llena de fuerza.


Se metió en la cama, en el sitio de su padre, y su madre lo abrazó. Sintió que lo abrazaba como si fuera un niño pequeño, aquel niño pequeño que, cuando su padre no estaba, al despertarse por las mañanas, corría junto a su madre y se metía con ella en la cama, encajando su cuerpo menudo en el suyo. Era casi igual que estar dentro de su vientre, en su útero. El tic-tac del reloj penetraba el silencio y le llegaba nítido. Entonces, su corazón se fue desacelerando, acomodando sus latidos a ese tic-tac, y le vino el sosiego, la paz. Se agarró a la mano de su madre y se dejó llevar confiadamente por el tic-tac del reloj a través de la oscuridad. Y se durmió. Se durmió como si nada de esto hubiera ocurrido, como si su padre se hubiera ido a trabajar y regresara dentro de cuatro días, con bolsitas de golosinas o palmeras de chocolate, igual que otras veces, y como si este fin de semana Inés no hubiera salido y se hubiera quedado en casa, como él, estudiando.

 

Reunió fuerzas y llamó a su madre. Antes del cuarto tono, ya escuchó su voz, que le llegó diferente, no tan poderoso como otras veces, como la última vez que habló con ella, y estuvo a punto de desistir, pero no lo hizo, se lo dijo, agarrándose fuerte al teléfono. Luego, el silencio, ese silencio de siempre, tan doloroso.

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