Yo no me llamo Vincennes III
Donde se cuentan los antecedentes del ciego Vincennes y un atraco que sufrió cuando quería comprar hachís.
![[Img #18412]](upload/img/periodico/img_18412.jpg)
Ha corrido tanto la carta que nos olvidamos que le estaba comentando la dificultad de dar orden a los materiales fragmentarios de su narración. El primero de los cuales era la carta de ‘El País’; luego unos apuntes en hábito de cuento urbano en los que describe el ‘pseudoatraco’ que sufre Vincennes al intentar proveerse de hachis. Me dice usted que a lo largo del último medio año, sobre todo desde la muerte de su abuelo, venía abusando del canuto. Para abastecerse del material y dado su escaso poder adquisitivo, había ido contactando con el tráfico más ruin y miserable, junkies que intermediaban para proveerse de su pico. Así que introduce en la historia del ciego este episodio tal y como le sucedió. Además a estas alturas de su narración ya ha tomado conciencia del significado metafórico de la ceguera, lo que le permite identificarse completamente con su personaje y manda de vacaciones a los perros. El ciego es por ello usted mismo, alguien real entresacado de un breve de 'El País' y alguien ficticio que tiene mucho del autor de esa ficción.
Se lee en esos apuntes suyos: “La afición que mantenía oculta, me obligaba a contactar con los ambientes donde se movía la cosa. La calle Panamá, una calle en cuesta, pequeña y angostada que desemboca en la calle de abajo por dos tramos de escaleras, que dejaban entre ellas una amplia terraza con mirador que facilita el control de quien quiera pasar por allí. Aquí no hay disimulo de lo que se trafica. Aquí en el mirador habita la barahúnda de mafiosos que espera al incauto, marchándose si puede con el dinero, o birlándole la mitad de la postura por tan sólo mediar con el que en realidad vende y al que si no has pasado la prueba no tendrías acceso; pues habitualmente estará un poco más a resguardo, agazapado y bebiendo una cerveza en algún bar de la zona.
No soy un paranoico, pero llegué a creerme objeto de alguna persecución. Pudiera ser también que lo que me llevara a tal desconfianza fuera el cúmulo de improbables coincidencias que llegaron a darse.
Al principio, durante mi noviciado, solía husmear desde arriba el ambiente de la calle, luego no lo consideraba necesario y descendía sin más, de manera más natural y suicida. Conocía a un par de ‘enlaces’ que me voceaban la mercancía. Yo les respondía: Sí, un talego; cien duritos etc. Más tarde aprendí a entrar en los bares sin causar desconfianza y tratar directamente con ‘el camello’. Ya sólo acudía a 'los callejeros' en días de escasez.
Fue uno de esos días de penuria, bajaba la calle golpeteando con el bastón, para anunciarme y sortear cualquier nuevo obstáculo, ya dije que poseo buena memoria, pero nadie piensa en los ciegos ni en su fiel recuerdo y modifican continuamente la calle con sus basuras, con sus neveras viejas o inocentes bicicletas dejadas junto a la pared. ¡Asco de memoria!....Aquí una voz conocida y sospechosa me ataja y me susurra:
-Quieres un buen chocolate. ¿Cuánto?
-Medio talego, sí, le digo.
-Venga, enróllate y llévate uno entero, ando muy jodido y me arreglarías un pico.
-No puedo, quiero controlarme un poco, además sólo traigo aquí cien duros, para medio.
-Está bien, me dice, espérame ahí abajo, prepara el dinero.
Por supuesto que el chocolate iba a pedirlo prestado y ya se encargaría él mismo de cobrarse bien los portes, a veces aún tenía la geta de pedirte una china o de que te fumases un peta en compañía suya.
![[Img #18429]](upload/img/periodico/img_18429.jpg)
Bajé las escaleras todas y me acomodé en el chaflán que daba a la calle de abajo, como si estuviera esperando por alguien. Un sujeto bajaba apresurado, debía de ser él, algo lo cegaba pues no me vio. Le llamé. -¡Eh!, adónde vas. Estoy aquí.
Me parecía más derrotado que yo, como habitantes de la misma pesadilla que por una vez se cruzasen. Olía a sudor rancio y temblón.
Me dijo: -Aquí no, vamos al callejón.
El callejón, ciega palabra que me recordaba todos los negocios clandestinos y sucios, toda la violencia de los apartes.
-Está bien, llévame. Dócil me dio la mano como si fuera de mujer. Me revolví ante la ternura. Lo empuje para un lado. Así que me agarró del codo y empezó a conducirme abrazándome la espalda hacia la callejuela.
Quise preguntarle si le pasaba algo, pero no tenía ganas de hablar. Quería acabar cuanto antes con el asunto y marcharme a casa para fumar con ansiedad, así es que nada le pregunté.
Resultaba excesivo el cuidado que ponía para pasarme tan sólo medio talego, y aunque ya sabía que el individuo en cuestión era muy teatrero, me sentí tímido y desconfiado. No quise dar marcha atrás, un poco por delicadeza, otro poco para que no se percatase de mi cobardía. Me decía a mi mismo: –Ya lo conoces de otras veces, son estas sus rarezas. Ahora había pasado delante de mí, iba rápido, callado. Temía ir a parar al Pub heavy al final del callejón, donde no quería encontrarme en tales circunstancias con alumnos míos.
En esto, protestó: –Tú siempre a medios talegos.
-A estas alturas del mes no tengo más dinero, dije disculpándome. Mi cobardía presentía la violencia y me intimidaba más. Me era absolutamente imposible volverme, dar un grito. Era como saber la verdad del destino y no poder rebelarse ante él. Pero he dicho “como si”. No, no lo he dicho, pero es lo que quería decir. Predicción de lo que iba a pasar y miedo a que quién me las iba a hacer pasar no se percatara de mi descubrimiento. Así no habría remedio.
Llegamos a un lugar del callejón en el cual hay una entrada a una ruina de una antigua casa. Cuando me percaté que quería que entráramos allí, me dije. –¡Vincen, ya has caído en el garlito! Y encima va a creer que eres idiota. Decidí pensar que no, que aquello era un gesto más del ritual exacerbado de los miserables ante una improbable aparición policial. ¡Cómo me equivocaba! ¡Qué bien lo sabía!
Entré por delante, para que así me tapase toda posible retirada, no quería despeñarme ni tampoco tenía el espíritu como para dar gritos. Me pidió el dinero sin darme nada a cambio. –Es para apoyar el corte sin que se ensucie. Se lo entregué convencido ya de que si estábamos en el escenario de un atraco, no sería a mano armada. Se trataba de dos monedas de doscientas y una de veinte duros.
-¡Me lo das en chapas!, exclamó molesto. Me empujó un poco más hacia dentro, mientras él se quedaba acezando la salida. –Lo siento tío, me espetó, tengo que hacerlo, ando colgado y necesito un pico. Lo siento pero tengo que hacérmelo así, me hace falta otro talego. ¿Dónde tienes los perros?
-Pero no tengo nada más, le dije yo.
![[Img #18431]](upload/img/periodico/img_18431.jpg)
Estaba frente a mí obstruyendo la salida, no me tenía sujeto, pero suponía que tendría una navaja, o tal vez una jeringuilla infectada de sida. No lo podía saber, pero el caso es que me apretaba el costado con algo punzante del que sentía su dureza, sin que llegara a pincharme.
-Lo siento, volvió a decirme, pero tengo que montármelo así. Necesito mil quinientas pelas y tengo que conseguirlas como sea, se las quitaría a mi madre si no se las hubiera quitado ya. ¿Dónde has dejado los perros?
El lugar carecía de techo y olía a humazo de hoguera, por el suelo bailoteaban papeles y bolsas de plástico.
-Puedo entender tu situación, le dije más calmado.
Trataba de que estuviera tranquilo. –No tengo nada, de verdad. Si lo tuviera en estas circunstancias te lo daría. No merece la pena arriesgar el pellejo por unos pocos miles de pelas. En serio que no tengo nada más.
Era lógico que dudase. Mi aspecto, aunque descuidado, denotaba cierto acomodo. Del pub heavy se oía una estridencia distante. Me metió la mano en el bolsillo derecho del pantalón, palpó un bolígrafo y oyó retiñido metálico, lo que le hizo exclamar: -Ajá, ¿qué es lo que hay aquí?
Te he dicho que no llevaba más que ese dinero. Son las llaves de mi casa. Le mostré el bolsillo izquierdo donde tan sólo había un pañuelo. A continuación me palpó la cazadora, los bolsillos laterales y abrió la cremallera del superior. Medio se convenció de que allí no había nada más y volvió a justificarme su actuación. Así que me mostré comprensivo con la esperanza de que acabara de una vez y me dejase tranquilo. Le llegué a decir: -Lo entiendo, colega, entiendo la situación; pero joder, te pasas un pelo, y además me conoces de otras veces. Soy cliente tuyo y ahora me vienes con esta pejiguera. No parece demasiado legal, ¿no? El pavo ya no razonaba. No hacía sino repetir que necesitaba dinero como fuera y que no tenía otra manera de obtenerlo, que no le quedaba más remedio que hacerlo así. Le pedí, el temor me había abandonado, que me pasara al menos una ‘china’. Pero no, no podía ser. –Es lo único que tengo y lo necesito para mi pico. Otro día que tenga un buen chocolate te lo regalo, pero hoy me lo tengo que hacer así.
Salió al callejón y comenzó a ascender. Yo opté por irme hacia abajo; hacia las voces que provenían del pub heavy. No pedí auxilio, no pataleé.
![[Img #18408]](upload/img/periodico/img_18408.jpg)
Usted pudo ver lo que en su cuento el ciego tan sólo intuye: esa navaja ocultada tras la gabardina, esa jeringa impregnada de Sida, esos gestos de incredulidad o de asombro al retiñir las llaves al no encontrar ningún dinero, que la pregunta por los perros era solamente de cortesía.
![[Img #18412]](upload/img/periodico/img_18412.jpg)
Ha corrido tanto la carta que nos olvidamos que le estaba comentando la dificultad de dar orden a los materiales fragmentarios de su narración. El primero de los cuales era la carta de ‘El País’; luego unos apuntes en hábito de cuento urbano en los que describe el ‘pseudoatraco’ que sufre Vincennes al intentar proveerse de hachis. Me dice usted que a lo largo del último medio año, sobre todo desde la muerte de su abuelo, venía abusando del canuto. Para abastecerse del material y dado su escaso poder adquisitivo, había ido contactando con el tráfico más ruin y miserable, junkies que intermediaban para proveerse de su pico. Así que introduce en la historia del ciego este episodio tal y como le sucedió. Además a estas alturas de su narración ya ha tomado conciencia del significado metafórico de la ceguera, lo que le permite identificarse completamente con su personaje y manda de vacaciones a los perros. El ciego es por ello usted mismo, alguien real entresacado de un breve de 'El País' y alguien ficticio que tiene mucho del autor de esa ficción.
Se lee en esos apuntes suyos: “La afición que mantenía oculta, me obligaba a contactar con los ambientes donde se movía la cosa. La calle Panamá, una calle en cuesta, pequeña y angostada que desemboca en la calle de abajo por dos tramos de escaleras, que dejaban entre ellas una amplia terraza con mirador que facilita el control de quien quiera pasar por allí. Aquí no hay disimulo de lo que se trafica. Aquí en el mirador habita la barahúnda de mafiosos que espera al incauto, marchándose si puede con el dinero, o birlándole la mitad de la postura por tan sólo mediar con el que en realidad vende y al que si no has pasado la prueba no tendrías acceso; pues habitualmente estará un poco más a resguardo, agazapado y bebiendo una cerveza en algún bar de la zona.
No soy un paranoico, pero llegué a creerme objeto de alguna persecución. Pudiera ser también que lo que me llevara a tal desconfianza fuera el cúmulo de improbables coincidencias que llegaron a darse.
Al principio, durante mi noviciado, solía husmear desde arriba el ambiente de la calle, luego no lo consideraba necesario y descendía sin más, de manera más natural y suicida. Conocía a un par de ‘enlaces’ que me voceaban la mercancía. Yo les respondía: Sí, un talego; cien duritos etc. Más tarde aprendí a entrar en los bares sin causar desconfianza y tratar directamente con ‘el camello’. Ya sólo acudía a 'los callejeros' en días de escasez.
Fue uno de esos días de penuria, bajaba la calle golpeteando con el bastón, para anunciarme y sortear cualquier nuevo obstáculo, ya dije que poseo buena memoria, pero nadie piensa en los ciegos ni en su fiel recuerdo y modifican continuamente la calle con sus basuras, con sus neveras viejas o inocentes bicicletas dejadas junto a la pared. ¡Asco de memoria!....Aquí una voz conocida y sospechosa me ataja y me susurra:
-Quieres un buen chocolate. ¿Cuánto?
-Medio talego, sí, le digo.
-Venga, enróllate y llévate uno entero, ando muy jodido y me arreglarías un pico.
-No puedo, quiero controlarme un poco, además sólo traigo aquí cien duros, para medio.
-Está bien, me dice, espérame ahí abajo, prepara el dinero.
Por supuesto que el chocolate iba a pedirlo prestado y ya se encargaría él mismo de cobrarse bien los portes, a veces aún tenía la geta de pedirte una china o de que te fumases un peta en compañía suya.
![[Img #18429]](upload/img/periodico/img_18429.jpg)
Bajé las escaleras todas y me acomodé en el chaflán que daba a la calle de abajo, como si estuviera esperando por alguien. Un sujeto bajaba apresurado, debía de ser él, algo lo cegaba pues no me vio. Le llamé. -¡Eh!, adónde vas. Estoy aquí.
Me parecía más derrotado que yo, como habitantes de la misma pesadilla que por una vez se cruzasen. Olía a sudor rancio y temblón.
Me dijo: -Aquí no, vamos al callejón.
El callejón, ciega palabra que me recordaba todos los negocios clandestinos y sucios, toda la violencia de los apartes.
-Está bien, llévame. Dócil me dio la mano como si fuera de mujer. Me revolví ante la ternura. Lo empuje para un lado. Así que me agarró del codo y empezó a conducirme abrazándome la espalda hacia la callejuela.
Quise preguntarle si le pasaba algo, pero no tenía ganas de hablar. Quería acabar cuanto antes con el asunto y marcharme a casa para fumar con ansiedad, así es que nada le pregunté.
Resultaba excesivo el cuidado que ponía para pasarme tan sólo medio talego, y aunque ya sabía que el individuo en cuestión era muy teatrero, me sentí tímido y desconfiado. No quise dar marcha atrás, un poco por delicadeza, otro poco para que no se percatase de mi cobardía. Me decía a mi mismo: –Ya lo conoces de otras veces, son estas sus rarezas. Ahora había pasado delante de mí, iba rápido, callado. Temía ir a parar al Pub heavy al final del callejón, donde no quería encontrarme en tales circunstancias con alumnos míos.
En esto, protestó: –Tú siempre a medios talegos.
-A estas alturas del mes no tengo más dinero, dije disculpándome. Mi cobardía presentía la violencia y me intimidaba más. Me era absolutamente imposible volverme, dar un grito. Era como saber la verdad del destino y no poder rebelarse ante él. Pero he dicho “como si”. No, no lo he dicho, pero es lo que quería decir. Predicción de lo que iba a pasar y miedo a que quién me las iba a hacer pasar no se percatara de mi descubrimiento. Así no habría remedio.
Llegamos a un lugar del callejón en el cual hay una entrada a una ruina de una antigua casa. Cuando me percaté que quería que entráramos allí, me dije. –¡Vincen, ya has caído en el garlito! Y encima va a creer que eres idiota. Decidí pensar que no, que aquello era un gesto más del ritual exacerbado de los miserables ante una improbable aparición policial. ¡Cómo me equivocaba! ¡Qué bien lo sabía!
Entré por delante, para que así me tapase toda posible retirada, no quería despeñarme ni tampoco tenía el espíritu como para dar gritos. Me pidió el dinero sin darme nada a cambio. –Es para apoyar el corte sin que se ensucie. Se lo entregué convencido ya de que si estábamos en el escenario de un atraco, no sería a mano armada. Se trataba de dos monedas de doscientas y una de veinte duros.
-¡Me lo das en chapas!, exclamó molesto. Me empujó un poco más hacia dentro, mientras él se quedaba acezando la salida. –Lo siento tío, me espetó, tengo que hacerlo, ando colgado y necesito un pico. Lo siento pero tengo que hacérmelo así, me hace falta otro talego. ¿Dónde tienes los perros?
-Pero no tengo nada más, le dije yo.
![[Img #18431]](upload/img/periodico/img_18431.jpg)
Estaba frente a mí obstruyendo la salida, no me tenía sujeto, pero suponía que tendría una navaja, o tal vez una jeringuilla infectada de sida. No lo podía saber, pero el caso es que me apretaba el costado con algo punzante del que sentía su dureza, sin que llegara a pincharme.
-Lo siento, volvió a decirme, pero tengo que montármelo así. Necesito mil quinientas pelas y tengo que conseguirlas como sea, se las quitaría a mi madre si no se las hubiera quitado ya. ¿Dónde has dejado los perros?
El lugar carecía de techo y olía a humazo de hoguera, por el suelo bailoteaban papeles y bolsas de plástico.
-Puedo entender tu situación, le dije más calmado.
Trataba de que estuviera tranquilo. –No tengo nada, de verdad. Si lo tuviera en estas circunstancias te lo daría. No merece la pena arriesgar el pellejo por unos pocos miles de pelas. En serio que no tengo nada más.
Era lógico que dudase. Mi aspecto, aunque descuidado, denotaba cierto acomodo. Del pub heavy se oía una estridencia distante. Me metió la mano en el bolsillo derecho del pantalón, palpó un bolígrafo y oyó retiñido metálico, lo que le hizo exclamar: -Ajá, ¿qué es lo que hay aquí?
Te he dicho que no llevaba más que ese dinero. Son las llaves de mi casa. Le mostré el bolsillo izquierdo donde tan sólo había un pañuelo. A continuación me palpó la cazadora, los bolsillos laterales y abrió la cremallera del superior. Medio se convenció de que allí no había nada más y volvió a justificarme su actuación. Así que me mostré comprensivo con la esperanza de que acabara de una vez y me dejase tranquilo. Le llegué a decir: -Lo entiendo, colega, entiendo la situación; pero joder, te pasas un pelo, y además me conoces de otras veces. Soy cliente tuyo y ahora me vienes con esta pejiguera. No parece demasiado legal, ¿no? El pavo ya no razonaba. No hacía sino repetir que necesitaba dinero como fuera y que no tenía otra manera de obtenerlo, que no le quedaba más remedio que hacerlo así. Le pedí, el temor me había abandonado, que me pasara al menos una ‘china’. Pero no, no podía ser. –Es lo único que tengo y lo necesito para mi pico. Otro día que tenga un buen chocolate te lo regalo, pero hoy me lo tengo que hacer así.
Salió al callejón y comenzó a ascender. Yo opté por irme hacia abajo; hacia las voces que provenían del pub heavy. No pedí auxilio, no pataleé.
![[Img #18408]](upload/img/periodico/img_18408.jpg)
Usted pudo ver lo que en su cuento el ciego tan sólo intuye: esa navaja ocultada tras la gabardina, esa jeringa impregnada de Sida, esos gestos de incredulidad o de asombro al retiñir las llaves al no encontrar ningún dinero, que la pregunta por los perros era solamente de cortesía.







