Llegada
Va llegando a su fin el Puzzle de Inés Abellaneda. Sólo cabe ya esperar la memoria viva de quienes un poco más permanecen
![[Img #18561]](upload/img/periodico/img_18561.jpg)
Desde que la primera luz de la mañana, tamizada por sus párpados, le llegó a los ojos, ya débiles, como los demás órganos, supo que sería ese día. Lo supo sin saber cómo lo había sabido, pues hay cosas que las sabemos sin saber por qué las sabemos. Lo vemos, sin más. Y él lo había visto. En ningún momento dudó. Ni siquiera dudó cuando, ya avanzado el día, la luz blanca empezó a tornarse gris. Lo cierto es que no se había equivocado, porque, antes de que todo se le volviera negro, sintió sus pasos por la habitación, su perfume de siempre y hasta la ola de aire que levantaba su cuerpo al desplazarse. Sintió también, un poco más fuertes, en su pecho y en sus sienes los latidos desacompasados de su corazón, ya cansado de resistir.
Enseguida la notó a su lado, a su cabecera: la respiración, ligeramente entrecortada, la delataba. Y supuso que ya lo había besado, quizá en los labios, levemente. Le hubiera gustado sentir su beso: notar primero su aliento cálido y dulce, y después el contacto suave de sus labios, no como un roce sino como un estallido. Como un estallido, aunque el estallido fuese mínimo, casi imperceptible.
Entonces, comenzó a hablarle, y, como no podía hacerlo con los labios, lo hizo con el pensamiento, consciente de que lo que le iba a decir no le llegaría, se diluiría como tantas otras cosas en la nada:
Sé que eres tú, que ya estás aquí, a mi lado; que por fin has venido; que has venido a verme. Todo este tiempo he estado esperándote y, mientras te esperaba, he pensado mucho en ti. Se podría decir que solo he pensado en ti.
La imaginación es maravillosa, le permite a uno hacer todo lo que quiere, todas aquellas cosas que no ha podido hacer, que nunca podrá hacer. Me ha permitido hacer contigo ese viaje que te prometí. Te he imaginado caminando conmigo por una ciudad desconocida. Caminabas contenta, muy guapa. Me turbaba lo guapa que estabas.
Tienes que perdonarme, porque me he tomado la licencia de imaginarte también haciendo cosas que nunca quisiste hacer. Perdóname. Te llevé al atardecer a dar un paseo por la orilla del río, por entre los chopos, y, mientras paseábamos, te recité un poema de amor –lo había aprendido de memoria esa misma tarde– y no dejé que me interrumpieras diciéndome lo de siempre: no me gustan los poemas y menos aún me gusta cómo los recitas tú. Sentados a la orilla, con los pies metidos en la corriente, te dije el último verso, el más hermoso, y tú me cogiste la mano y me la apretaste. Entonces, ni te imaginas lo feliz que fui. También hice que una tarde de invierno, fría y lluviosa, desapacible, vieras conmigo una película en el salón. Otra tarde, también de invierno, te puse a leer ese libro que tantas veces te recomendé y tú siempre te negaste, alegando que no tenías tiempo o que estabas demasiado cansada. Por favor, no te enfades por haber hecho que hicieras estas cosas conmigo, pues ¡deseaba tanto que las hicieras! ¡Deseaba tanto estar contigo!
¡Deseaba tanto contarte todo esto! que ahora, después de hacerlo, siento que ya no me queda nada por hacer y que ha llegado el momento de partir. Si he resistido hasta aquí, no ha sido sino para volver a estar contigo y hablarte, aunque sea de esta manera extraña; tan absurda, incluso. Solo una cosa más: cuando me haya ido, déjame vivir al menos alguna vez en tu memoria, aunque solo sea un instante. Déjame que aflore, cuando cruces la plaza y caigan las campanadas del reloj; cuando pasees por el parque, al lado de la fuente; cuando vayas a la arboleda a recoger agua; cuando veas ese libro, acaso en el expositor de la librería, o donde fuere. Pero no me olvides del todo. Del todo, tú no, por favor.
Se calló, y al callarse, todo se le empezó a desvanecer. Ya no le llegaban los sonidos, ni la luz tamizada. Incluso dejó de oír el murmullo del silencio y de ver la oscuridad. Era como si el muro que lo separaba de las cosas, de ella misma, se hubiera hecho más ancho y más denso, volviéndose completamente opaco. Se quedó solo, completamente solo, y de repente sitió que se volvía ingrávido y que un viento frío lo despegaba y lo llevaba volando, volando, volando. Volando hacia la nada.
![[Img #18563]](upload/img/periodico/img_18563.jpg)
Entró sola en la habitación. Los chicos prefirieron quedarse fuera. Cerró la puerta despacio, con cuidado, como si temiera despertarlo. Ahí estaba. Pero no sentado en la silla con un vendaje alrededor de la cabeza y sonriendo. Estaba echado en la cama, boca arriba y cubierto de cables, bajo una pantalla que registraba el hilo de su vida. Lo vio como una de aquellas hojas secas, caídas en el suelo, que pisaban o arrastraban con los pies, cuando paseaban por el parque aquel otoño que se hicieron novios. Como una hoja esperando a que el aire la levantara de la tierra y la llevara volando por encima de los tejados.
El miedo, que había brotado en su interior como un sarpullido al entrar en la estación, ahora se le hacía más intenso, y lo sentía en el estómago, en el pecho, en la garganta, como un nudo que le oprimía y le asfixiaba. Temblando, se inclinó para besarlo y, antes de hundir sus labios en los suyos, percibió su débil respiración entrecortándose. Besó también sus párpados, azulosos, casi trasparentes. El pecho, desnudo, le subía y le bajaba tensándose y aflojándose de manera irregular, como un acordeón estropeado.
Ella y él de nuevo solos, envueltos por el silencio, por esa blancura y ese olor a antisépticos, que a ella le embotaba la cabeza y acababa poniéndola mala. Le tomó la mano y se la acarició, como si con ello pudiera consolarlo, consolarse. Esa mano que tantas veces cogió la suya, que asió su cintura y la atrajo hacia sí con decisión para besarla, para quererla. Sobre esa mano, que ahora reposaba entre sus manos, cayó, sin poder evitarlo, una lágrima, que, al limpiarla con un beso, le dejó en la boca un gusto amargo.
El pitido de la máquina, un sonido estridente, le pinchó la burbuja de su ensimismamiento, y al levantar la cabeza vio que su pecho dejaba de palpitar y que en la pantalla se representaban otras líneas. Enseguida, un revuelo de batas, mariposas blancas, llenó la estancia, y una enfermera, con suma delicadeza, separó sus manos de su mano y, hablándole despacio, bajito, la sacó de la habitación. Instintivamente, se refugió en los fuertes brazos de su hijo mayor, que la acogieron con ternura, como si la estuvieran esperando desde hace tiempo. Con la cabeza metida en el pecho de su hijo, sintiendo las caricias de su mano en la espalda, escuchando sus palabras cariñosas, estuvo hasta que aquel batallón de soldados blancos salió de la habitación y uno de ellos se le acercó para decirle con el gesto serio pero tranquilo: no se ha podido hacer nada. Mientras el médico se alejaba por el largo pasillo, perdiéndose en los aleteos de las batas blancas, el eco de las palabras “no se ha podido hacer nada” le rebotaba en las paredes de su interior, una y otra vez, con tanta violencia que le pareció que toda ella iba a estallar de un momento a otro. Pero las caricias y las palabras de su hijo fueron conteniendo los golpes y el eco no tardó en disiparse. Poco a poco fue volviendo la serenidad.
![[Img #18564]](upload/img/periodico/img_18564.jpg)
Salió del hospital acompañada de sus hijos. Era ya de noche. Era una noche cálida, como corresponde a una noche de verano. En el cielo, un océano de aguas oscuras, flotaban las estrellas meciéndose suavemente. La luna, reventando de luz naranja, navegaba por detrás de una pequeña nube transparente que se había quedado enredada en las estrellas. El aire bajaba de la sierra y traía el olor de los pinos. A lo lejos, las luces de la ciudad refulgían como si se hubiera caído al suelo un trozo de cielo. Y ella tan triste y tan vacía.
![[Img #18561]](upload/img/periodico/img_18561.jpg)
Desde que la primera luz de la mañana, tamizada por sus párpados, le llegó a los ojos, ya débiles, como los demás órganos, supo que sería ese día. Lo supo sin saber cómo lo había sabido, pues hay cosas que las sabemos sin saber por qué las sabemos. Lo vemos, sin más. Y él lo había visto. En ningún momento dudó. Ni siquiera dudó cuando, ya avanzado el día, la luz blanca empezó a tornarse gris. Lo cierto es que no se había equivocado, porque, antes de que todo se le volviera negro, sintió sus pasos por la habitación, su perfume de siempre y hasta la ola de aire que levantaba su cuerpo al desplazarse. Sintió también, un poco más fuertes, en su pecho y en sus sienes los latidos desacompasados de su corazón, ya cansado de resistir.
Enseguida la notó a su lado, a su cabecera: la respiración, ligeramente entrecortada, la delataba. Y supuso que ya lo había besado, quizá en los labios, levemente. Le hubiera gustado sentir su beso: notar primero su aliento cálido y dulce, y después el contacto suave de sus labios, no como un roce sino como un estallido. Como un estallido, aunque el estallido fuese mínimo, casi imperceptible.
Entonces, comenzó a hablarle, y, como no podía hacerlo con los labios, lo hizo con el pensamiento, consciente de que lo que le iba a decir no le llegaría, se diluiría como tantas otras cosas en la nada:
Sé que eres tú, que ya estás aquí, a mi lado; que por fin has venido; que has venido a verme. Todo este tiempo he estado esperándote y, mientras te esperaba, he pensado mucho en ti. Se podría decir que solo he pensado en ti.
La imaginación es maravillosa, le permite a uno hacer todo lo que quiere, todas aquellas cosas que no ha podido hacer, que nunca podrá hacer. Me ha permitido hacer contigo ese viaje que te prometí. Te he imaginado caminando conmigo por una ciudad desconocida. Caminabas contenta, muy guapa. Me turbaba lo guapa que estabas.
Tienes que perdonarme, porque me he tomado la licencia de imaginarte también haciendo cosas que nunca quisiste hacer. Perdóname. Te llevé al atardecer a dar un paseo por la orilla del río, por entre los chopos, y, mientras paseábamos, te recité un poema de amor –lo había aprendido de memoria esa misma tarde– y no dejé que me interrumpieras diciéndome lo de siempre: no me gustan los poemas y menos aún me gusta cómo los recitas tú. Sentados a la orilla, con los pies metidos en la corriente, te dije el último verso, el más hermoso, y tú me cogiste la mano y me la apretaste. Entonces, ni te imaginas lo feliz que fui. También hice que una tarde de invierno, fría y lluviosa, desapacible, vieras conmigo una película en el salón. Otra tarde, también de invierno, te puse a leer ese libro que tantas veces te recomendé y tú siempre te negaste, alegando que no tenías tiempo o que estabas demasiado cansada. Por favor, no te enfades por haber hecho que hicieras estas cosas conmigo, pues ¡deseaba tanto que las hicieras! ¡Deseaba tanto estar contigo!
¡Deseaba tanto contarte todo esto! que ahora, después de hacerlo, siento que ya no me queda nada por hacer y que ha llegado el momento de partir. Si he resistido hasta aquí, no ha sido sino para volver a estar contigo y hablarte, aunque sea de esta manera extraña; tan absurda, incluso. Solo una cosa más: cuando me haya ido, déjame vivir al menos alguna vez en tu memoria, aunque solo sea un instante. Déjame que aflore, cuando cruces la plaza y caigan las campanadas del reloj; cuando pasees por el parque, al lado de la fuente; cuando vayas a la arboleda a recoger agua; cuando veas ese libro, acaso en el expositor de la librería, o donde fuere. Pero no me olvides del todo. Del todo, tú no, por favor.
Se calló, y al callarse, todo se le empezó a desvanecer. Ya no le llegaban los sonidos, ni la luz tamizada. Incluso dejó de oír el murmullo del silencio y de ver la oscuridad. Era como si el muro que lo separaba de las cosas, de ella misma, se hubiera hecho más ancho y más denso, volviéndose completamente opaco. Se quedó solo, completamente solo, y de repente sitió que se volvía ingrávido y que un viento frío lo despegaba y lo llevaba volando, volando, volando. Volando hacia la nada.
![[Img #18563]](upload/img/periodico/img_18563.jpg)
Entró sola en la habitación. Los chicos prefirieron quedarse fuera. Cerró la puerta despacio, con cuidado, como si temiera despertarlo. Ahí estaba. Pero no sentado en la silla con un vendaje alrededor de la cabeza y sonriendo. Estaba echado en la cama, boca arriba y cubierto de cables, bajo una pantalla que registraba el hilo de su vida. Lo vio como una de aquellas hojas secas, caídas en el suelo, que pisaban o arrastraban con los pies, cuando paseaban por el parque aquel otoño que se hicieron novios. Como una hoja esperando a que el aire la levantara de la tierra y la llevara volando por encima de los tejados.
El miedo, que había brotado en su interior como un sarpullido al entrar en la estación, ahora se le hacía más intenso, y lo sentía en el estómago, en el pecho, en la garganta, como un nudo que le oprimía y le asfixiaba. Temblando, se inclinó para besarlo y, antes de hundir sus labios en los suyos, percibió su débil respiración entrecortándose. Besó también sus párpados, azulosos, casi trasparentes. El pecho, desnudo, le subía y le bajaba tensándose y aflojándose de manera irregular, como un acordeón estropeado.
Ella y él de nuevo solos, envueltos por el silencio, por esa blancura y ese olor a antisépticos, que a ella le embotaba la cabeza y acababa poniéndola mala. Le tomó la mano y se la acarició, como si con ello pudiera consolarlo, consolarse. Esa mano que tantas veces cogió la suya, que asió su cintura y la atrajo hacia sí con decisión para besarla, para quererla. Sobre esa mano, que ahora reposaba entre sus manos, cayó, sin poder evitarlo, una lágrima, que, al limpiarla con un beso, le dejó en la boca un gusto amargo.
El pitido de la máquina, un sonido estridente, le pinchó la burbuja de su ensimismamiento, y al levantar la cabeza vio que su pecho dejaba de palpitar y que en la pantalla se representaban otras líneas. Enseguida, un revuelo de batas, mariposas blancas, llenó la estancia, y una enfermera, con suma delicadeza, separó sus manos de su mano y, hablándole despacio, bajito, la sacó de la habitación. Instintivamente, se refugió en los fuertes brazos de su hijo mayor, que la acogieron con ternura, como si la estuvieran esperando desde hace tiempo. Con la cabeza metida en el pecho de su hijo, sintiendo las caricias de su mano en la espalda, escuchando sus palabras cariñosas, estuvo hasta que aquel batallón de soldados blancos salió de la habitación y uno de ellos se le acercó para decirle con el gesto serio pero tranquilo: no se ha podido hacer nada. Mientras el médico se alejaba por el largo pasillo, perdiéndose en los aleteos de las batas blancas, el eco de las palabras “no se ha podido hacer nada” le rebotaba en las paredes de su interior, una y otra vez, con tanta violencia que le pareció que toda ella iba a estallar de un momento a otro. Pero las caricias y las palabras de su hijo fueron conteniendo los golpes y el eco no tardó en disiparse. Poco a poco fue volviendo la serenidad.
![[Img #18564]](upload/img/periodico/img_18564.jpg)
Salió del hospital acompañada de sus hijos. Era ya de noche. Era una noche cálida, como corresponde a una noche de verano. En el cielo, un océano de aguas oscuras, flotaban las estrellas meciéndose suavemente. La luna, reventando de luz naranja, navegaba por detrás de una pequeña nube transparente que se había quedado enredada en las estrellas. El aire bajaba de la sierra y traía el olor de los pinos. A lo lejos, las luces de la ciudad refulgían como si se hubiera caído al suelo un trozo de cielo. Y ella tan triste y tan vacía.






