Regreso
Inés Abellaneda, nuestra narradora de Carrizo de la Ribera, viene tramando un puzzle que termina en laberinto, al finalizar el puzle te habrás situado en mitad del laberinto, pero del tuyo propio, 'hipócrita lector', y sin GPS para dar con la salida. Tendrías que haber dejado marcas que no se las comieran los pájaros para salir al instante.
![[Img #19137]](upload/img/periodico/img_19137.jpg)
Se sentó en el borde de la cama, se quitó los zapatos y, vestida, tal como venía, se tumbó bocarriba encima del edredón. Estaba muerta. Estos días habían sido agotadores. Aunque lo peor de todo fue el viaje, que acabó de matarla. Por eso, lo que le convenía en ese momento era dormir y olvidarse de todo; al menos durante unas horas se libraría del dolor. Sin embargo, ella no estaba segura de querer desprenderse del dolor, pues desprenderse del dolor le parecía una traición. Solo pretendía relajarse y descansar. Descansar, pero sin dejar de sentir el dolor. Sentir ese dolor era como sentirlo a él.
Por las rendijas de la persiana se filtraba la luz blanca de la luna y la brisa de la noche. La habitación estaba fresca y en penumbra. Con solo levantar mínimamente la cabeza podía ver sobre la cómoda la urna, aunque con los contornos difusos; y si hacía otro pequeño esfuerzo y se incorporaba un poco más, alcanzaba también a ver a su lado el rectángulo de sombra del libro. Sabía que hablarle a la urna era una extravagancia, un sin sentido, pero no pudo evitarlo.
Te he traído conmigo. Nuestros hijos han querido que yo me hiciera cargo de ti. Has venido dentro de mi bolso, como un tesoro, para que nadie te viera; y el bolso lo he traído siempre encima de mí, sobre las rodillas o en el regazo, asido con mis manos, no se fuera a caer; en ningún momento lo he dejado en el suelo ni sobre el asiento de al lado, que venía libre. Siempre conmigo, pegado a mí, has venido. Dentro del bolso he traído también el libro que se te quedó olvidado cuando nos dejaste y que luego yo te devolví. ¿No te acuerdas? El libro que siempre quisiste que yo leyera. Ese mismo libro me lo dio nuestro hijo mayor esta mañana antes de subir al tren. Sabes, ya no estamos enfadados. Después de dármelo, me besó y a mí –¡qué tonta!– me pareció que eras tú quien me besaba. ¡Se parece tanto a ti!
![[Img #19139]](upload/img/periodico/img_19139.jpg)
No te enfades, pero aún no he leído el libro. Mira que me insististe, mira que estuvo tiempo en casa sobre la balda, que lo veía todos los días. Pues no, no me llamaba. En cambio, después de devolvértelo, me entraron ganas de leerlo y compré un ejemplar. Comencé a leerlo en el tren cuando fui a verte, pero no pasé de las primeras páginas. Quise leerlo como tú me decías que había que leer y no pude. No me preguntes por qué, que no lo sé. El caso es que no pude. Pero no te preocupes, que lo leeré y será como volver a estar contigo.
Lo que importa es que ya estás en casa, que ya estamos en casa. Estamos los dos en nuestra habitación. Te he puesto encima de la cómoda. Ya sé que estarías mejor sobre la mesilla. Sobre la mesilla estarías más cerca de mí. Pero no puede ser. Hay tantas cosas y tan desordenadas encima de la mesilla –ya me conoces– y tú eres tan grande, que no cabes, y menos aún con el libro, que es como a mí me gusta que estés, al menos por esta noche. Tienes razón, podría despejar la mesilla, incluso poner la lamparita en el suelo; pero ahora estoy muy cansada y no tengo fuerzas. ¿Me perdonas? Aunque, en realidad, mirándolo bien, no estamos tan distantes. Si me incorporo y alargo la mano, casi puedo tocarte. La verdad es que por las ganas te metería conmigo en la cama y te pondría junto a mí, y estaríamos como la última vez, uno al lado del otro, casi pegados. Pero eso ya me parece muy fuerte. Así estamos bien, pues podemos hablar hasta que nos venga el sueño como hicimos aquella noche.
Aquella noche lo hablaste tú casi todo, yo apenas dije nada. Esta noche me toca a mí. Déjame que yo te hable, tú solo escucha y no digas nada.
Cuando vengan los chicos en vacaciones, iremos a esparcirte. Otra vez volveré a meterte en mi bolso y a llevarte conmigo. Te llevaré por la calle como si tal cosa. El parque, donde traías a los niños a jugar cuando eran pequeños, será el primer sitio al que vayamos. Ellos esparcirán una parte de la ceniza por el suelo de corcho, donde están el columpio y el tobogán, y por la arena de la ‘tirolina’. Seguramente, la niña querrá echar unas briznas al pie de aquel árbol al que tú la aupabas cada vez que te lo pedía a pesar de tus dolores de espalda. ¡Qué complaciente eras con ella! Yo, en cambio, dejaré caer un puñado junto a la fuente. Y si los chicos me preguntan por qué en la fuente, inventaré cualquier excusa, pero no se lo diré. No les diré que fue junto a esa fuente donde por primera vez nos besamos. ¿Ya no te acuerdas? Pues eso, que solo sabemos tú y yo, ellos no lo sabrán nunca. Es nuestro secreto. Ocurrió hace ya mucho tiempo, pero yo aún lo recuerdo y creo que siempre lo recordaré. Lo recordé esa noche que, tras reencontrarnos en la plaza, entramos paseando en el parque. No me creerás, pero ahora mismo estoy viendo cómo nos acercamos a la fuente y cómo tú volviste a mojarme con el agua, y me parece –¡Dios mío!– que eso ocurrió esta misma noche, apenas hace un momento. Estoy segura de que también tú –no digas que no– te acordaste.
![[Img #19138]](upload/img/periodico/img_19138.jpg)
No me iré del parque sin esparcir otro puñado por entre los rosales. Y en la próxima primavera vendré a ver las rosas nuevas y tal vez me huelan a ti. Si así fuera, cuando nadie me vea, cortaré una y, oculta, quizá también dentro del bolso, la traeré a casa y la meteré en un jarrón con agua. El jarrón lo pondré encima de la mesa del salón y toda la casa se llenará de ti.
Después bajaremos a la arboleda, donde tú corrías. También allí aventaremos algunas cenizas. Unas, las echaremos en el sendero, frente al muro donde dejabas la ropa, y otras, las tiraremos en el cauce del río, que no traerá nada más que un hilo de agua. No sé si entonces podré evitar el recordarte corriendo.
Lo más seguro es que los chicos quieran llevarte también al pueblo y esparcirte por la casa. Primero, te tiraremos en el corral, junto a las parras, y después destaparemos el brocal del pozo y te dejaremos caer en su agujero. Las cenizas caerán meciéndose en la oscuridad y se posaran suavemente en el agua desdibujando apenas nuestras imágenes. Finalmente, saldremos a la huerta y yo les mandaré que te echen junto a los cerezos y las higueras. Ahora sí les diré por qué los cerezos y por qué las higueras, y sabrán que estos árboles los plantaste tú para ellos cuando aún no habían nacido. Entonces, se quedarán callados, en silencio, y probablemente les acuda a la memoria aquellos días de verano en los que siendo niños venían a estos árboles y le arrancaban la fruta y se la llevaban directamente a la boca. Yo también recordaré aquellos días felices y, como ellos, también me pondré triste.
Y antes de irnos, descuida, que también te esparciremos por las praderas que hay delante de la casa, por el camino que baja al pueblo y por la orilla del canal. Los chicos por pudor –no se los tomes a mal– no querrán entrar en el pueblo y echarte por la plaza, junto al caño, ni delante de la escuela, ni debajo de la torre. Pero yo sí iré, y puedes estar seguro que también estarás por allí. Estarás en todos los sitios en los que habrías querido estar.
Aun así, no esparciremos todas las cenizas. Yo guardaré un puñado, compraré una urna más pequeña y te meteré dentro. Entonces, ya podré ponerte encima de la mesilla y tenerte a mi lado. Podré incluso tocarte.
![[Img #19140]](upload/img/periodico/img_19140.jpg)
No quiero desprenderme del todo de ti, ahora que lo he dejado todo, que me he quedado sola. La parte de tu armario ya está otra vez vacía y en tu mesilla volverán a estar las fotos de los niños. Mañana, lo primero que haré, antes de cualquier otra cosa, será sacar de los cajones las fotos; les quitaré el polvo y las colocaré como tú las tenías cuando te fuiste. Que todo esté como si tú estuvieras.
No me lo digas, que ya lo sé: esto es un delirio. Un delirio que puede estancarme en el dolor, un dolor malsano, y hacerme languidecer. Entonces estaría perdida, porque quizá ni el tiempo, el mejor remedio natural, podría ya salvarme. No me riñas, pero no sé si quiero salvarme. Prefiero el dolor al olvido. En el dolor estás tú, te tengo, te siento. En el olvido…
La luz amarilla del sol se colaba a chorros por las rendijas de la persiana y llenaba la habitación de perfiles y de colores. Poco a poco los sonidos de la calle –el motor de un coche que arranca, la puerta de un garaje que sube, el chillido de los vencejos, los saludos de unos, las despedidas de otros– le fueron llegando, primero débiles y confusos, como amortiguados por algo, luego ya más fuertes, más nítidos. Abrió los ojos, pero enseguida los tuvo que cerrar: la intensidad de la luz la cegó. Aun así, pudo ver la urna y el libro sobre la cómoda, ambos ahora bien perfilados. Esa leve visión le despertó el dolor, que poco a poco empezó a arañar y a morder de nuevo las paredes de su interior. Mientras estudiaba cómo trabajaba el dolor, recordó que había prometido poner las fotos de los niños sobre la mesilla. Abrió los ojos y se levantó: había que cumplir lo prometido.
![[Img #19137]](upload/img/periodico/img_19137.jpg)
Se sentó en el borde de la cama, se quitó los zapatos y, vestida, tal como venía, se tumbó bocarriba encima del edredón. Estaba muerta. Estos días habían sido agotadores. Aunque lo peor de todo fue el viaje, que acabó de matarla. Por eso, lo que le convenía en ese momento era dormir y olvidarse de todo; al menos durante unas horas se libraría del dolor. Sin embargo, ella no estaba segura de querer desprenderse del dolor, pues desprenderse del dolor le parecía una traición. Solo pretendía relajarse y descansar. Descansar, pero sin dejar de sentir el dolor. Sentir ese dolor era como sentirlo a él.
Por las rendijas de la persiana se filtraba la luz blanca de la luna y la brisa de la noche. La habitación estaba fresca y en penumbra. Con solo levantar mínimamente la cabeza podía ver sobre la cómoda la urna, aunque con los contornos difusos; y si hacía otro pequeño esfuerzo y se incorporaba un poco más, alcanzaba también a ver a su lado el rectángulo de sombra del libro. Sabía que hablarle a la urna era una extravagancia, un sin sentido, pero no pudo evitarlo.
Te he traído conmigo. Nuestros hijos han querido que yo me hiciera cargo de ti. Has venido dentro de mi bolso, como un tesoro, para que nadie te viera; y el bolso lo he traído siempre encima de mí, sobre las rodillas o en el regazo, asido con mis manos, no se fuera a caer; en ningún momento lo he dejado en el suelo ni sobre el asiento de al lado, que venía libre. Siempre conmigo, pegado a mí, has venido. Dentro del bolso he traído también el libro que se te quedó olvidado cuando nos dejaste y que luego yo te devolví. ¿No te acuerdas? El libro que siempre quisiste que yo leyera. Ese mismo libro me lo dio nuestro hijo mayor esta mañana antes de subir al tren. Sabes, ya no estamos enfadados. Después de dármelo, me besó y a mí –¡qué tonta!– me pareció que eras tú quien me besaba. ¡Se parece tanto a ti!
![[Img #19139]](upload/img/periodico/img_19139.jpg)
No te enfades, pero aún no he leído el libro. Mira que me insististe, mira que estuvo tiempo en casa sobre la balda, que lo veía todos los días. Pues no, no me llamaba. En cambio, después de devolvértelo, me entraron ganas de leerlo y compré un ejemplar. Comencé a leerlo en el tren cuando fui a verte, pero no pasé de las primeras páginas. Quise leerlo como tú me decías que había que leer y no pude. No me preguntes por qué, que no lo sé. El caso es que no pude. Pero no te preocupes, que lo leeré y será como volver a estar contigo.
Lo que importa es que ya estás en casa, que ya estamos en casa. Estamos los dos en nuestra habitación. Te he puesto encima de la cómoda. Ya sé que estarías mejor sobre la mesilla. Sobre la mesilla estarías más cerca de mí. Pero no puede ser. Hay tantas cosas y tan desordenadas encima de la mesilla –ya me conoces– y tú eres tan grande, que no cabes, y menos aún con el libro, que es como a mí me gusta que estés, al menos por esta noche. Tienes razón, podría despejar la mesilla, incluso poner la lamparita en el suelo; pero ahora estoy muy cansada y no tengo fuerzas. ¿Me perdonas? Aunque, en realidad, mirándolo bien, no estamos tan distantes. Si me incorporo y alargo la mano, casi puedo tocarte. La verdad es que por las ganas te metería conmigo en la cama y te pondría junto a mí, y estaríamos como la última vez, uno al lado del otro, casi pegados. Pero eso ya me parece muy fuerte. Así estamos bien, pues podemos hablar hasta que nos venga el sueño como hicimos aquella noche.
Aquella noche lo hablaste tú casi todo, yo apenas dije nada. Esta noche me toca a mí. Déjame que yo te hable, tú solo escucha y no digas nada.
Cuando vengan los chicos en vacaciones, iremos a esparcirte. Otra vez volveré a meterte en mi bolso y a llevarte conmigo. Te llevaré por la calle como si tal cosa. El parque, donde traías a los niños a jugar cuando eran pequeños, será el primer sitio al que vayamos. Ellos esparcirán una parte de la ceniza por el suelo de corcho, donde están el columpio y el tobogán, y por la arena de la ‘tirolina’. Seguramente, la niña querrá echar unas briznas al pie de aquel árbol al que tú la aupabas cada vez que te lo pedía a pesar de tus dolores de espalda. ¡Qué complaciente eras con ella! Yo, en cambio, dejaré caer un puñado junto a la fuente. Y si los chicos me preguntan por qué en la fuente, inventaré cualquier excusa, pero no se lo diré. No les diré que fue junto a esa fuente donde por primera vez nos besamos. ¿Ya no te acuerdas? Pues eso, que solo sabemos tú y yo, ellos no lo sabrán nunca. Es nuestro secreto. Ocurrió hace ya mucho tiempo, pero yo aún lo recuerdo y creo que siempre lo recordaré. Lo recordé esa noche que, tras reencontrarnos en la plaza, entramos paseando en el parque. No me creerás, pero ahora mismo estoy viendo cómo nos acercamos a la fuente y cómo tú volviste a mojarme con el agua, y me parece –¡Dios mío!– que eso ocurrió esta misma noche, apenas hace un momento. Estoy segura de que también tú –no digas que no– te acordaste.
![[Img #19138]](upload/img/periodico/img_19138.jpg)
No me iré del parque sin esparcir otro puñado por entre los rosales. Y en la próxima primavera vendré a ver las rosas nuevas y tal vez me huelan a ti. Si así fuera, cuando nadie me vea, cortaré una y, oculta, quizá también dentro del bolso, la traeré a casa y la meteré en un jarrón con agua. El jarrón lo pondré encima de la mesa del salón y toda la casa se llenará de ti.
Después bajaremos a la arboleda, donde tú corrías. También allí aventaremos algunas cenizas. Unas, las echaremos en el sendero, frente al muro donde dejabas la ropa, y otras, las tiraremos en el cauce del río, que no traerá nada más que un hilo de agua. No sé si entonces podré evitar el recordarte corriendo.
Lo más seguro es que los chicos quieran llevarte también al pueblo y esparcirte por la casa. Primero, te tiraremos en el corral, junto a las parras, y después destaparemos el brocal del pozo y te dejaremos caer en su agujero. Las cenizas caerán meciéndose en la oscuridad y se posaran suavemente en el agua desdibujando apenas nuestras imágenes. Finalmente, saldremos a la huerta y yo les mandaré que te echen junto a los cerezos y las higueras. Ahora sí les diré por qué los cerezos y por qué las higueras, y sabrán que estos árboles los plantaste tú para ellos cuando aún no habían nacido. Entonces, se quedarán callados, en silencio, y probablemente les acuda a la memoria aquellos días de verano en los que siendo niños venían a estos árboles y le arrancaban la fruta y se la llevaban directamente a la boca. Yo también recordaré aquellos días felices y, como ellos, también me pondré triste.
Y antes de irnos, descuida, que también te esparciremos por las praderas que hay delante de la casa, por el camino que baja al pueblo y por la orilla del canal. Los chicos por pudor –no se los tomes a mal– no querrán entrar en el pueblo y echarte por la plaza, junto al caño, ni delante de la escuela, ni debajo de la torre. Pero yo sí iré, y puedes estar seguro que también estarás por allí. Estarás en todos los sitios en los que habrías querido estar.
Aun así, no esparciremos todas las cenizas. Yo guardaré un puñado, compraré una urna más pequeña y te meteré dentro. Entonces, ya podré ponerte encima de la mesilla y tenerte a mi lado. Podré incluso tocarte.
![[Img #19140]](upload/img/periodico/img_19140.jpg)
No quiero desprenderme del todo de ti, ahora que lo he dejado todo, que me he quedado sola. La parte de tu armario ya está otra vez vacía y en tu mesilla volverán a estar las fotos de los niños. Mañana, lo primero que haré, antes de cualquier otra cosa, será sacar de los cajones las fotos; les quitaré el polvo y las colocaré como tú las tenías cuando te fuiste. Que todo esté como si tú estuvieras.
No me lo digas, que ya lo sé: esto es un delirio. Un delirio que puede estancarme en el dolor, un dolor malsano, y hacerme languidecer. Entonces estaría perdida, porque quizá ni el tiempo, el mejor remedio natural, podría ya salvarme. No me riñas, pero no sé si quiero salvarme. Prefiero el dolor al olvido. En el dolor estás tú, te tengo, te siento. En el olvido…
La luz amarilla del sol se colaba a chorros por las rendijas de la persiana y llenaba la habitación de perfiles y de colores. Poco a poco los sonidos de la calle –el motor de un coche que arranca, la puerta de un garaje que sube, el chillido de los vencejos, los saludos de unos, las despedidas de otros– le fueron llegando, primero débiles y confusos, como amortiguados por algo, luego ya más fuertes, más nítidos. Abrió los ojos, pero enseguida los tuvo que cerrar: la intensidad de la luz la cegó. Aun así, pudo ver la urna y el libro sobre la cómoda, ambos ahora bien perfilados. Esa leve visión le despertó el dolor, que poco a poco empezó a arañar y a morder de nuevo las paredes de su interior. Mientras estudiaba cómo trabajaba el dolor, recordó que había prometido poner las fotos de los niños sobre la mesilla. Abrió los ojos y se levantó: había que cumplir lo prometido.






