José Luis Puerto
Sábado, 21 de Noviembre de 2015
Tres textos de 'La Casa del Alma' de José Luis Puerto

No hemos venido a ver, sino a no ver

Bajo la invocación de Bachelar viene este librito, 'La casa del alma', editado por Eolas. La entrada al mismo contiene el 'Elogio de la a', un manifiesto de lo que el mismo título del libro manifiesta: "Índice de la necesidad de poner en femenino todo lo que hay de envolvente y de dulce más allá de las designaciones demasiado simplemente masculinas de nuestros estados de alma".

 

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ELOGIO DE LA A

(entrada)


Las palabras más claras, también algunas de las más amadas, llevan en sus sílabas la letra a. Casa del alma, dos nombres que siempre me han servido de territorio, llevan la a. De niño, siempre nos mandaba nuestra madre con la cántara a buscar agua a la fuente del Repesón. El barro de la cántara ya desde mi origen acompaña mis pasos, lo mismo que la a de esa palabra mágica: ¡cántara! Cavidad para el reposo y el silencio del agua. Lo mismo que la magia del toque de las campanas. Nací la mañana de la festividad de San José y, según me ha contado siempre mi madre, lo hice en el momento en que en la torre estaban tocando las campanas. El silencio de la cántara, el sonido de las campanas, me acompañan desde mis primeros pasos. Como también la casa del alma. Y nada ha sido tan reconfortante y tan protector como las sábanas blancas, tan amigas del cuerpo, tan amigas del sueño. Qué sería de nosotros sin las sábanas blancas. ¿Te acuerdas, madre, de aquel vaso de leche que, en la noche delirante de la fiebre, me llevaste a la cama como un don? Sigue ahí suspendido en la memoria, con el hechizo transparente del cristal, con la blancura de las cabras. Y estos animales mediterráneos me llevan a las laderas de los montes, a las crestas encantadas de las montañas. Aurora pura de las cordilleras. Amanecer, alba, mañana. Siempre la a presente en la memoria, como agua que lava y purifica, como sonido que todo lo traspasa con su magia. Y aquí aparece otro nombre: Salamanca, la ciudad de las torres, la de las piedras doradas, mi ciudad primordial, Salamanca la blanca. Todo me lleva a esa nombradía decisiva en la que está la a, blanca, armoniosa, protectora, abierta, como gasa que se aplica a la herida, como venda benéfica que consuela y que calma. Purifícame, a, habita todas las palabras que amo y protege con tus sílabas blancas todo aquello que hay que preservar del mal del mundo, que todo salga indemne, que todo merezca habitar esta casa del alma.

 

 


SIMETRÍAS


Contrajo matrimonio en Alfranca Martín con Catalina. Y en una sucesión de años jóvenes el amor en alcobas encaladas y oscuras fue trayendo al mundo cuatro hijos, uno cada período regular de dos años: Pedro, Lucía, Blancaflor y Manuel. Pero el tiempo también, debido a la rigidez nacida de la convivencia con un pariente clérigo, fue desgastando un amor al que le surgieron tantas espinas que terminaron por hacer imposibles del todo los abrazos. Martín un día, de incógnito, partió hacia Buenos Aires, de donde nunca regresaría. Muy grande fue la conmoción surgida en Alfranca por aquel hecho tan desacostumbrado. Y allí, en aquellas antípodas de la capital del Plata, tan lejos y tan desconocido, Martín encontró otra Catalina (no aceptaba otro nombre) de la que enamorarse. Y tuvo con ella cuatro hijos, a los que puso, acaso por la nostalgia y el recuerdo de una vida anterior de la que nunca podría desprenderse, los cuatro mismos nombres: Pedro, Lucía, Blancaflor y Manuel. Y se fue todo lleno de zozobra. Moriría no pudiendo saber si aquello que le había tocado vivir habría sido cierto.

 

 

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EL ELOCUENTE


Llama a la radio de madrugada. Es un hombre mayor. Su palabra es muy clara y muy hermosa. Dice que sólo tiene estudios primarios. Pero habla como los ángeles. Precisión y fulgor. Defiende a las mujeres, frente a quienes se aprovechan de ellas. Sus sílabas vibrantes nos llevan a los territorios de la convicción. El hombre siempre pide más, indica; en el sexo, apostilla. Pero no se desprende ni un ápice de esa delgada línea de humanización, cuando habla. Como si en él fuera una sólida raíz. Frente a quienes la atacan, defiende también a la extranjería, como él la nombra, con ese sustantivo colectivo y tan abarcador. El elocuente. Con su voz de profeta. Erguida. Sosteniendo en su mano y apretada esa vara derecha de la verdad y de la convicción. No censura. Sólo traza un espacio que nos contenga a todos. Sobre todo, a quienes sufren la herida de la exclusión: las mujeres, la extranjería, en este caso. El hilo de su voz ocupa el espacio invisible de la noche. Y sostiene la luz. Y la transmite mediante la llama viva de la palabra. El elocuente. El que excluye de sus sílabas cualquier desprecio. El defensor de las mujeres y de la extranjería. La dignidad habita en su mensaje. El timbre de su voz encanta las entrañas de la noche.

 

 

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