Facebook, Whatsapp y otros medios más
Yo era un cavernícola, un troglodita. Vivía en la edad de piedra, según un compañero de trabajo. Y todo porque no sabía inglés, tenía un ladrillo de móvil que solo servía para llamadas y SMS, y en el uso del ordenador no pasaba del manejo del correo electrónico y de la búsqueda precaria de información en la red. Cansado de escuchar los mismos reproches, un día por fin decidí hacerme moderno. Entonces, bajo el asesoramiento entusiasta de algunos amigos y compañeros, me matriculé de inglés en la escuela de idiomas, cambié de móvil, puse whatsapp, facebook, tuenti; incluso twitter. Fueron días agotadores. Pero por fin, a través del tacto suave, casi divino, de mi dedo con la pantalla, pude enviar los primeros whatsapps y hacer los primeros amigos en Facebook. Un mundo nuevo de sensaciones, hasta entonces desconocido, se abrió ante mí, y supe lo que de verdad era estar en la onda. En pocos meses rompí mi aislamiento y me hice increíblemente sociable.
Llegué a tener ciento veinticinco amigos, que, aunque no eran tantos como los de mi cuñado, quien sobrepasaba los doscientos, y me quedaba a años luz de los cinco mil de mi sobrino, para mí, acostumbrado a los dos o tres amigos de siempre, eran muchísimos. Cultivar la amistad con todos ellos quizá no me hubiera sido posible sin la ayuda inestimable del Whatsapp. Como era gratis, 'whatsappeaba' constantemente, a todas horas. 'Whatsappeaba' mientras comía, viendo la tele, en el baño; incluso –a escondidas– en el trabajo. La mayor parte de las veces, simplemente para saludar a un amigo con un escueto 'hola', o para preguntarle a mi reciente novia –una morena bajita que no estaba mal–, por lo que estaba haciendo en ese momento y decirle, con el pertinente emoticono al lado, que la quería. Otras, para intercambiar vídeos divertidos –casi todos ellos de mal gusto– y fotografías; sobre todo, fotografías con mis compañeros de gimnasio en las que se nos veía correr en la cinta o en poses marcando músculos conseguidos a base de 'machacarnos' y 'machacarnos' durante años.
Lo cierto es que siempre estaba comunicándome, y no cabía duda de que mi pobre vida se había convertido, gracias a estas nuevas tecnologías, en una vida intensamente social, plena. Una vez, mi novia, al recibir uno de esos whatsapp en los que le decía que la amaba, me contestó –desde luego que por whatsapp– que prefería que se lo dijera en inglés. Yo, sinceramente, me quedé a cuadros, pues no entendía muy bien por qué le gustaba más que le dijera “I love you” que “te quiero”; sin embargo, no le di mayor importancia y a partir de entonces siempre le escribí “I love you”. Al fin y al cabo, –pensé– estoy practicando el inglés, y me quedé 'supertranquilo'. Menos tranquilo, en cambio, me quedé aquel día, que, como siempre, viniendo del gimnasio recién duchado, repeinado y perfumado, con mi mochila de marca colgando del hombro, me fijé, al pasar junto a la terraza de la cafetería Roma, en dos jóvenes que estaban sentados a la misma mesa sobre la que el camarero acababa de posar dos vasos que supuse de coca-cola. Aunque estaban juntos, apenas intercambiaban unas pocas palabras, de lo embelesados que estaban con sus respectivos móviles. Era un espectáculo verlos con las cabezas agachadas, concentrados en la pantalla y moviendo los pulgares a toda velocidad, y, sin embargo, ese cuadro –no sé por qué– me produjo desazón.
![[Img #2686]](upload/img/periodico/img_2686.jpg)
Esa misma noche tuve un sueño rarísimo, una pesadilla, que apenas me dejó descansar. Soñé que estaba en la calle y que miles de Samsung Star 3, Iphone 4 y BlackBerry Z 10 me perseguían. Yo intentaba correr, pero no podía, como si hubiera algo dentro de mí que no me dejara, y los móviles cada vez más cerca. Pedía ayuda a la gente, pero nadie me auxiliaba, cada cual iba a lo suyo; tal vez no me viera, no me escuchara nadie. Ya me iba a dar alcance una BlackBerry, cuando me desperté sobresaltado, sudando. Aunque luego lo intenté, me fue imposible dormir.
Al día siguiente, que era domingo, me levanté tarde, casi a la hora de comer, y mientras me afeitaba cogí el móvil para enviar un whatsapp, pero con tan mala suerte que se me resbaló de la mano y se me cayó en el agua del lavabo, hundiéndose hasta el fondo. Cuando lo saqué no funcionaba, se había muerto. Entonces, entré en estado de 'shock': hasta mañana por la tarde no podría comprar un nuevo móvil. Una vez repuesto de este estado, me pregunté, desarmado, cómo sobreviviría sin móvil un día entero, veinticuatro horas, más de mil minutos. Quizá no pueda aguantarlo, me respondí. A duras penas acabé de afeitarme. Luego, medio sonámbulo, me fui hacia la cocina con la intención de comer algo. Calenté en el microondas un paquete de comida precocinada. Mientras comía, eché de menos el sonido metálico que anunciaba la entrada del whatsapp, y me sentí profundamente desgraciado. Una vez que comí y metí el plato, el vaso y el tenedor en el lavavajillas, me encaminé hacia el estudio y conecté el ordenador. Pero como las desgracias nunca vienen solas, el ordenador no arrancaba, y no arrancaba, y no arrancaba. Hasta que me di cuenta de que no había luz. Quise morirme. Me había quedado solo, igual que un astronauta perdido en el espacio sideral. Tirado en el sofá, como un peluche olvidado, estuve largo tiempo, puede que más de dos horas, rumiando mi desdicha.
Finalmente, para rebajar el nivel de ansiedad, me decidí a salir de casa. Saldría a correr, y correría aunque no fuera por la cinta. Como todo ya me daba igual, me bastó con un una camiseta de algodón, un viejo pantalón de deporte y las zapatillas del gimnasio. Vestido así, sin tener en cuenta la combinación de los colores ni las marcas, sin cronómetro ni pulsómetro, marché corriendo calle abajo. Enseguida me salí de la ciudad y enfilé un camino que me llevó a campo abierto. Corría por un camino de tierra que iba paralelo a la carretera, y era una delicia sentir la brisa en la cara, en los brazos, en las piernas. Cruzando el monte, el aroma a tomillo y el trino de los pájaros penetraron en mi interior, y me sentí tomillo y pájaro, y nube. Tras remontar un montículo, un ancho campo de cultivos, como una vistosa alfombra, se extendió ante mí. Mil tonos de verde daban vida a esas tierras. El cielo parecía más ancho, quizá también más azul. El viento de repente se agitó nervioso y estremeció los trigales. Al fondo, la franja de los chopos que crecían en las orillas del río. Descendí, y el camino, serpenteando a través de los trigales, los maizales y las praderas, me condujo hasta el mismo borde del agua, donde, fatigado, me detuve. Una vez que recobré el resuello, me quité el calzado y me metí en el río, que debido al deshielo, venía crecido, arrollándolo todo. Me pareció que la corriente con su murmullo y los chopos con el rumor de sus hojas nuevas me hablaban, querían decirme algo, decirme lo mismo. Estuve escuchando a la naturaleza hasta que las piernas se me pusieron rojas y, tiritando, me salí del agua.
![[Img #2689]](upload/img/periodico/img_2689.jpg)
De vuelta, al llegar al cruce con la carretera, vi que un utilitario se detenía y que de él bajaba una chica. Era Laura, mi novia, que había salido a dar una vuelta en coche con sus amigos, harta de mandarme whatsapps y no recibir contestación. Les dijo a sus amigos que se fueran y se quedó conmigo. Hacía unos cuantos días que no la veía. Qué raro me pareció hablar con ella así, delante de mí, teniéndola tan cerca, pudiéndola tocar, oler. Paseando, como en los primeros días en que nos conocimos, regresamos a casa. Mientras ella me hablaba, yo estudié sus gestos, su sonrisa, su pelo, sus manos, su manera de andar, y luego le dije que la amaba; se lo dije –sin darme cuenta– en español, la lengua en la que yo lo sentía. Aunque no respondió nada, yo supe que la había hecho feliz. Y es que no hay palabras, ni emoticonos, que mejoren una mirada.
Al día siguiente, por la mañana, como siempre, me fui a trabajar, y por la tarde, llamé a mi compañía de teléfonos y di de baja el móvil. Dejé solo el fijo con conexión a Internet para poder seguir haciendo el máster. Ahora mis amigos saben que si quieren hablar conmigo tienen que llamarme al teléfono de casa. Tengo un amigo que, cuando le coincide pasar por mi calle, se acerca a visitarme y, si estoy en casa, sube y nos sentamos tranquilamente en el salón. Al lado de unas cuantas macetas bien cuidadas y al calor de los últimos rayos de sol que entran por la ventana, conversamos despacio, sin prisas, hasta que nuestras obligaciones nos lo permiten. Cuando se va, yo bajo con él y lo acompaño un buen trecho. Luego, lo dejo y voy a buscar al trabajo a Laura, mi mujer.
Yo era un cavernícola, un troglodita. Vivía en la edad de piedra, según un compañero de trabajo. Y todo porque no sabía inglés, tenía un ladrillo de móvil que solo servía para llamadas y SMS, y en el uso del ordenador no pasaba del manejo del correo electrónico y de la búsqueda precaria de información en la red. Cansado de escuchar los mismos reproches, un día por fin decidí hacerme moderno. Entonces, bajo el asesoramiento entusiasta de algunos amigos y compañeros, me matriculé de inglés en la escuela de idiomas, cambié de móvil, puse whatsapp, facebook, tuenti; incluso twitter. Fueron días agotadores. Pero por fin, a través del tacto suave, casi divino, de mi dedo con la pantalla, pude enviar los primeros whatsapps y hacer los primeros amigos en Facebook. Un mundo nuevo de sensaciones, hasta entonces desconocido, se abrió ante mí, y supe lo que de verdad era estar en la onda. En pocos meses rompí mi aislamiento y me hice increíblemente sociable.
Llegué a tener ciento veinticinco amigos, que, aunque no eran tantos como los de mi cuñado, quien sobrepasaba los doscientos, y me quedaba a años luz de los cinco mil de mi sobrino, para mí, acostumbrado a los dos o tres amigos de siempre, eran muchísimos. Cultivar la amistad con todos ellos quizá no me hubiera sido posible sin la ayuda inestimable del Whatsapp. Como era gratis, 'whatsappeaba' constantemente, a todas horas. 'Whatsappeaba' mientras comía, viendo la tele, en el baño; incluso –a escondidas– en el trabajo. La mayor parte de las veces, simplemente para saludar a un amigo con un escueto 'hola', o para preguntarle a mi reciente novia –una morena bajita que no estaba mal–, por lo que estaba haciendo en ese momento y decirle, con el pertinente emoticono al lado, que la quería. Otras, para intercambiar vídeos divertidos –casi todos ellos de mal gusto– y fotografías; sobre todo, fotografías con mis compañeros de gimnasio en las que se nos veía correr en la cinta o en poses marcando músculos conseguidos a base de 'machacarnos' y 'machacarnos' durante años.
Lo cierto es que siempre estaba comunicándome, y no cabía duda de que mi pobre vida se había convertido, gracias a estas nuevas tecnologías, en una vida intensamente social, plena. Una vez, mi novia, al recibir uno de esos whatsapp en los que le decía que la amaba, me contestó –desde luego que por whatsapp– que prefería que se lo dijera en inglés. Yo, sinceramente, me quedé a cuadros, pues no entendía muy bien por qué le gustaba más que le dijera “I love you” que “te quiero”; sin embargo, no le di mayor importancia y a partir de entonces siempre le escribí “I love you”. Al fin y al cabo, –pensé– estoy practicando el inglés, y me quedé 'supertranquilo'. Menos tranquilo, en cambio, me quedé aquel día, que, como siempre, viniendo del gimnasio recién duchado, repeinado y perfumado, con mi mochila de marca colgando del hombro, me fijé, al pasar junto a la terraza de la cafetería Roma, en dos jóvenes que estaban sentados a la misma mesa sobre la que el camarero acababa de posar dos vasos que supuse de coca-cola. Aunque estaban juntos, apenas intercambiaban unas pocas palabras, de lo embelesados que estaban con sus respectivos móviles. Era un espectáculo verlos con las cabezas agachadas, concentrados en la pantalla y moviendo los pulgares a toda velocidad, y, sin embargo, ese cuadro –no sé por qué– me produjo desazón.
Esa misma noche tuve un sueño rarísimo, una pesadilla, que apenas me dejó descansar. Soñé que estaba en la calle y que miles de Samsung Star 3, Iphone 4 y BlackBerry Z 10 me perseguían. Yo intentaba correr, pero no podía, como si hubiera algo dentro de mí que no me dejara, y los móviles cada vez más cerca. Pedía ayuda a la gente, pero nadie me auxiliaba, cada cual iba a lo suyo; tal vez no me viera, no me escuchara nadie. Ya me iba a dar alcance una BlackBerry, cuando me desperté sobresaltado, sudando. Aunque luego lo intenté, me fue imposible dormir.
Al día siguiente, que era domingo, me levanté tarde, casi a la hora de comer, y mientras me afeitaba cogí el móvil para enviar un whatsapp, pero con tan mala suerte que se me resbaló de la mano y se me cayó en el agua del lavabo, hundiéndose hasta el fondo. Cuando lo saqué no funcionaba, se había muerto. Entonces, entré en estado de 'shock': hasta mañana por la tarde no podría comprar un nuevo móvil. Una vez repuesto de este estado, me pregunté, desarmado, cómo sobreviviría sin móvil un día entero, veinticuatro horas, más de mil minutos. Quizá no pueda aguantarlo, me respondí. A duras penas acabé de afeitarme. Luego, medio sonámbulo, me fui hacia la cocina con la intención de comer algo. Calenté en el microondas un paquete de comida precocinada. Mientras comía, eché de menos el sonido metálico que anunciaba la entrada del whatsapp, y me sentí profundamente desgraciado. Una vez que comí y metí el plato, el vaso y el tenedor en el lavavajillas, me encaminé hacia el estudio y conecté el ordenador. Pero como las desgracias nunca vienen solas, el ordenador no arrancaba, y no arrancaba, y no arrancaba. Hasta que me di cuenta de que no había luz. Quise morirme. Me había quedado solo, igual que un astronauta perdido en el espacio sideral. Tirado en el sofá, como un peluche olvidado, estuve largo tiempo, puede que más de dos horas, rumiando mi desdicha.
Finalmente, para rebajar el nivel de ansiedad, me decidí a salir de casa. Saldría a correr, y correría aunque no fuera por la cinta. Como todo ya me daba igual, me bastó con un una camiseta de algodón, un viejo pantalón de deporte y las zapatillas del gimnasio. Vestido así, sin tener en cuenta la combinación de los colores ni las marcas, sin cronómetro ni pulsómetro, marché corriendo calle abajo. Enseguida me salí de la ciudad y enfilé un camino que me llevó a campo abierto. Corría por un camino de tierra que iba paralelo a la carretera, y era una delicia sentir la brisa en la cara, en los brazos, en las piernas. Cruzando el monte, el aroma a tomillo y el trino de los pájaros penetraron en mi interior, y me sentí tomillo y pájaro, y nube. Tras remontar un montículo, un ancho campo de cultivos, como una vistosa alfombra, se extendió ante mí. Mil tonos de verde daban vida a esas tierras. El cielo parecía más ancho, quizá también más azul. El viento de repente se agitó nervioso y estremeció los trigales. Al fondo, la franja de los chopos que crecían en las orillas del río. Descendí, y el camino, serpenteando a través de los trigales, los maizales y las praderas, me condujo hasta el mismo borde del agua, donde, fatigado, me detuve. Una vez que recobré el resuello, me quité el calzado y me metí en el río, que debido al deshielo, venía crecido, arrollándolo todo. Me pareció que la corriente con su murmullo y los chopos con el rumor de sus hojas nuevas me hablaban, querían decirme algo, decirme lo mismo. Estuve escuchando a la naturaleza hasta que las piernas se me pusieron rojas y, tiritando, me salí del agua.
De vuelta, al llegar al cruce con la carretera, vi que un utilitario se detenía y que de él bajaba una chica. Era Laura, mi novia, que había salido a dar una vuelta en coche con sus amigos, harta de mandarme whatsapps y no recibir contestación. Les dijo a sus amigos que se fueran y se quedó conmigo. Hacía unos cuantos días que no la veía. Qué raro me pareció hablar con ella así, delante de mí, teniéndola tan cerca, pudiéndola tocar, oler. Paseando, como en los primeros días en que nos conocimos, regresamos a casa. Mientras ella me hablaba, yo estudié sus gestos, su sonrisa, su pelo, sus manos, su manera de andar, y luego le dije que la amaba; se lo dije –sin darme cuenta– en español, la lengua en la que yo lo sentía. Aunque no respondió nada, yo supe que la había hecho feliz. Y es que no hay palabras, ni emoticonos, que mejoren una mirada.
Al día siguiente, por la mañana, como siempre, me fui a trabajar, y por la tarde, llamé a mi compañía de teléfonos y di de baja el móvil. Dejé solo el fijo con conexión a Internet para poder seguir haciendo el máster. Ahora mis amigos saben que si quieren hablar conmigo tienen que llamarme al teléfono de casa. Tengo un amigo que, cuando le coincide pasar por mi calle, se acerca a visitarme y, si estoy en casa, sube y nos sentamos tranquilamente en el salón. Al lado de unas cuantas macetas bien cuidadas y al calor de los últimos rayos de sol que entran por la ventana, conversamos despacio, sin prisas, hasta que nuestras obligaciones nos lo permiten. Cuando se va, yo bajo con él y lo acompaño un buen trecho. Luego, lo dejo y voy a buscar al trabajo a Laura, mi mujer.