Cajoncitos
Había pasado muchas veces por delante de esa droguería de principios del siglo pasado llamada Riesgo ubicada en un recodo de la Gran Vía madrileña en la que consumo de moda y sexo convergen a partes iguales, y el pasado martes por alguna razón que me es desconocida entré.
Nada más hacerlo me sorprendieron los más de cuatrocientos cajoncitos de madera que alcanzaban el techo y que, ilustrados con placas de porcelana, contenían los más insospechados productos químicos: mixtión, xileno, colágeno soluble, arcilla verde, azul ultramar, benjuí goma, aceite de amica, aceite de hígado de bacalao, manteca de Karité, glicerina, cera de abejas, almidón o sosa caústica son algunos ejemplos. Descubrir que existía un lugar así, un lugar tan del pasado, fue toda una revelación. Como no sabía que pedir, pedí rosa mosqueta primera presión, que un diligente empleado me mostró en un frasco marrón muy sobrio y que, sin demora, he empezado a usar pues dicen que es el elixir de la eterna juventud.
Pero no quiero hablar de juventud y menos eterna, ni hacer publicidad de ese museo de la alquimia que, no obstante, recomiendo visitar encarecidamente, sino poner de relieve que los humanos necesitamos estructurar nuestra mente en cajoncitos. Lo mismo ocurre con las relaciones sociales. Así, tenemos el cajón de los amigos, de la familia cercana, de la familia lejana, de las cajeras del supermercado, de los vecinos del barrio, de los amigos de la infancia, de los amigos del Facebook, de los compañeros de aficiones, de la gente indeseable.
A veces ocurre que personas en quienes confiábamos, nos decepcionan, o puede suceder que personas lejanas, poco a poco, pasen a formar parte de nuestro círculo de amigos. A unas y otras les tenemos que cambiar de cajoncito.
Hay personas tan importantes en nuestra vida que ellas solas ocupan un cajón propio, y cajones desastre en los que metemos a quienes no sabemos dónde meter o clasificar u otros olvidados que, al abrirlos, se convierten en cajones sorpresa.
En ocasiones, tenemos necesidad de ventilarlos para que entre en ellos el aire fresco y nuevo y renovado como una corriente con esencia a lavanda.
Noviembre, sábado, comienzo del curso de revelado de fotografía en b/n que, como todo lo nuevo, siempre provoca expectación. Mi sorpresa fue encontrar en el aula al vecino del quinto, un tipo con el que apenas había cruzado media docena de palabras. Él hizo su presentación, yo la mía, y durante el tiempo que duró la clase casi ni nos miramos. Volvimos a casa por separado para encontrarnos en el portal y subir juntos en el ascensor donde ya no pudimos seguir evitándonos. Hablamos de la clase, de nuestra afición común, fue cuando me dijo que me había visto hacer fotos en el patio interior, sí, es verdad, un día… Me hubiera gustado explicarle que la fotografía tiene para mí algo de batalla contra el tiempo, como la droguería Riesgo… pero al llegar a mi piso la conversación se interrumpió…, tal vez el próximo día tengamos ocasión de retomarla, y de la misma manera que a Juan, que así se llama, le he pasado de cajón de vecino antipático a cajón de compañero de hobby, puede que con el tiempo le vuelva a cambiar de cajoncito o tenga que abrirle un cajoncito nuevo.
Había pasado muchas veces por delante de esa droguería de principios del siglo pasado llamada Riesgo ubicada en un recodo de la Gran Vía madrileña en la que consumo de moda y sexo convergen a partes iguales, y el pasado martes por alguna razón que me es desconocida entré.
Nada más hacerlo me sorprendieron los más de cuatrocientos cajoncitos de madera que alcanzaban el techo y que, ilustrados con placas de porcelana, contenían los más insospechados productos químicos: mixtión, xileno, colágeno soluble, arcilla verde, azul ultramar, benjuí goma, aceite de amica, aceite de hígado de bacalao, manteca de Karité, glicerina, cera de abejas, almidón o sosa caústica son algunos ejemplos. Descubrir que existía un lugar así, un lugar tan del pasado, fue toda una revelación. Como no sabía que pedir, pedí rosa mosqueta primera presión, que un diligente empleado me mostró en un frasco marrón muy sobrio y que, sin demora, he empezado a usar pues dicen que es el elixir de la eterna juventud.
Pero no quiero hablar de juventud y menos eterna, ni hacer publicidad de ese museo de la alquimia que, no obstante, recomiendo visitar encarecidamente, sino poner de relieve que los humanos necesitamos estructurar nuestra mente en cajoncitos. Lo mismo ocurre con las relaciones sociales. Así, tenemos el cajón de los amigos, de la familia cercana, de la familia lejana, de las cajeras del supermercado, de los vecinos del barrio, de los amigos de la infancia, de los amigos del Facebook, de los compañeros de aficiones, de la gente indeseable.
A veces ocurre que personas en quienes confiábamos, nos decepcionan, o puede suceder que personas lejanas, poco a poco, pasen a formar parte de nuestro círculo de amigos. A unas y otras les tenemos que cambiar de cajoncito.
Hay personas tan importantes en nuestra vida que ellas solas ocupan un cajón propio, y cajones desastre en los que metemos a quienes no sabemos dónde meter o clasificar u otros olvidados que, al abrirlos, se convierten en cajones sorpresa.
En ocasiones, tenemos necesidad de ventilarlos para que entre en ellos el aire fresco y nuevo y renovado como una corriente con esencia a lavanda.
Noviembre, sábado, comienzo del curso de revelado de fotografía en b/n que, como todo lo nuevo, siempre provoca expectación. Mi sorpresa fue encontrar en el aula al vecino del quinto, un tipo con el que apenas había cruzado media docena de palabras. Él hizo su presentación, yo la mía, y durante el tiempo que duró la clase casi ni nos miramos. Volvimos a casa por separado para encontrarnos en el portal y subir juntos en el ascensor donde ya no pudimos seguir evitándonos. Hablamos de la clase, de nuestra afición común, fue cuando me dijo que me había visto hacer fotos en el patio interior, sí, es verdad, un día… Me hubiera gustado explicarle que la fotografía tiene para mí algo de batalla contra el tiempo, como la droguería Riesgo… pero al llegar a mi piso la conversación se interrumpió…, tal vez el próximo día tengamos ocasión de retomarla, y de la misma manera que a Juan, que así se llama, le he pasado de cajón de vecino antipático a cajón de compañero de hobby, puede que con el tiempo le vuelva a cambiar de cajoncito o tenga que abrirle un cajoncito nuevo.