Regreso al futuro
En los últimos años el futuro se ha ido desdibujando ante nuestros ojos hasta desvanecerse, y lo poco que ha quedado de él se ha vuelto material, tangible, como una cosa extremadamente frágil que fuera a quebrarse con tan sólo acercarnos. Se ha acortado la distancia al horizonte y este es un telón al alcance de la mano que podemos descorrer para ver la tramoya que apuntalaba una realidad que era toda entera mentira.
Mirar a nuestro pasado reciente es como ver aquella película, El Show de Truman, en la que todo era falso, un experimento grabado a tiempo real que un hombre vivía con ingenuo entusiasmo ajeno a la verdad. En un momento dado el protagonista llega al fin de su mundo. La proa del pequeño velero en el que navega se clava en el cielo y, lentamente, toca con la mano las nubes que están pintadas en el límite de su vida ideal. El realizador de aquella descomunal falsificación le asegura en el último momento, ante el hueco negro que da paso al mundo real, que afuera no hay nada especial y que la diferencia está en que dentro nada malo le puede ocurrir.
Nosotros hemos sido de alguna forma Truman y tal vez lo sigamos siendo. Continuamos invocando al fantasma de los felices años noventa y afirmando que la riqueza se volverá a materializar por arte de magia. Ahora se nos asegura que se está acabando la crisis y hasta es posible que sea cierto y a cualquiera le entran ganas de creérselo y de entrar de nuevo en el ideal mundo de Truman.
Estamos en la encrucijada entre fetichizar el pasado o demonizarlo. Por un lado nos sigue fascinando aquella fiesta que prometía no acabar nunca, que prometía que el futuro siempre sería mejor, y por otro, la vemos culpable de todo los males presentes. Da la sensación de que los españoles estamos divididos entre los que piensan que todo puede volver a ser como antes y los que creen que nada será igual. Efectivamente, esa cuestión se torna fundamental. Los primeros intuyen que la crisis pudiera ser una cosa pasajera, sin lógica, una especie de enfermedad viral que se extingue sola y que el tiempo nos devolverá al punto de partida. A los segundos, sin embargo, les parece que la crisis es incluso algo premeditado que pretende cambiar el mundo y permitir que nuevas perversiones de los poderosos se instalen entre nosotros para mucho tiempo.
Quizás esa polarización sea la versión actual de las dos ‘españas’ que se renuevan desde el carlismo y perduran. Las dos de las que pedía Machado a Dios que guardase al españolito que venía al mundo porque una de las dos habría de helarle el corazón. Las ‘españas’ incapaces de unirse en el proyecto del bien común. Posiblemente necesitemos una tercera, la que debería protagonizar el futuro.
La crisis ha sido las dos cosas, algo pasajero y algo que se queda, algo que se cura y que deja secuela. Lo que venga no puede ya ser igual a lo pasado. Habrá que actuar de una forma distinta para seguir adelante, como en aquella otra película, en la que un solitario científico manipulaba un automóvil que devolvía a un muchacho de regreso al futuro.
En los últimos años el futuro se ha ido desdibujando ante nuestros ojos hasta desvanecerse, y lo poco que ha quedado de él se ha vuelto material, tangible, como una cosa extremadamente frágil que fuera a quebrarse con tan sólo acercarnos. Se ha acortado la distancia al horizonte y este es un telón al alcance de la mano que podemos descorrer para ver la tramoya que apuntalaba una realidad que era toda entera mentira.
Mirar a nuestro pasado reciente es como ver aquella película, El Show de Truman, en la que todo era falso, un experimento grabado a tiempo real que un hombre vivía con ingenuo entusiasmo ajeno a la verdad. En un momento dado el protagonista llega al fin de su mundo. La proa del pequeño velero en el que navega se clava en el cielo y, lentamente, toca con la mano las nubes que están pintadas en el límite de su vida ideal. El realizador de aquella descomunal falsificación le asegura en el último momento, ante el hueco negro que da paso al mundo real, que afuera no hay nada especial y que la diferencia está en que dentro nada malo le puede ocurrir.
Nosotros hemos sido de alguna forma Truman y tal vez lo sigamos siendo. Continuamos invocando al fantasma de los felices años noventa y afirmando que la riqueza se volverá a materializar por arte de magia. Ahora se nos asegura que se está acabando la crisis y hasta es posible que sea cierto y a cualquiera le entran ganas de creérselo y de entrar de nuevo en el ideal mundo de Truman.
Estamos en la encrucijada entre fetichizar el pasado o demonizarlo. Por un lado nos sigue fascinando aquella fiesta que prometía no acabar nunca, que prometía que el futuro siempre sería mejor, y por otro, la vemos culpable de todo los males presentes. Da la sensación de que los españoles estamos divididos entre los que piensan que todo puede volver a ser como antes y los que creen que nada será igual. Efectivamente, esa cuestión se torna fundamental. Los primeros intuyen que la crisis pudiera ser una cosa pasajera, sin lógica, una especie de enfermedad viral que se extingue sola y que el tiempo nos devolverá al punto de partida. A los segundos, sin embargo, les parece que la crisis es incluso algo premeditado que pretende cambiar el mundo y permitir que nuevas perversiones de los poderosos se instalen entre nosotros para mucho tiempo.
Quizás esa polarización sea la versión actual de las dos ‘españas’ que se renuevan desde el carlismo y perduran. Las dos de las que pedía Machado a Dios que guardase al españolito que venía al mundo porque una de las dos habría de helarle el corazón. Las ‘españas’ incapaces de unirse en el proyecto del bien común. Posiblemente necesitemos una tercera, la que debería protagonizar el futuro.
La crisis ha sido las dos cosas, algo pasajero y algo que se queda, algo que se cura y que deja secuela. Lo que venga no puede ya ser igual a lo pasado. Habrá que actuar de una forma distinta para seguir adelante, como en aquella otra película, en la que un solitario científico manipulaba un automóvil que devolvía a un muchacho de regreso al futuro.