Javier Huerta
Martes, 01 de Diciembre de 2015

Historia de una placa, o la maldición de los Panero (Folletón por entregas)

la caterva infiel de los Panero…

(Pablo Neruda)

 

Madrid es una ciudad ruidosa, sucia, y hostil en muchos aspectos, sobre todo para quienes tienen que coger todos los días el coche. No tanto para los paseantes, que pueden disfrutar perdiéndose por sus calles más pequeñas, es decir, callejeando. Uno de los placeres de ese callejeo es contemplar las placas conmemorativas —los famosos rombos— que de personajes ilustres nacidos en la ciudad o vinculados a ella lucen en las fachadas de algunas casas. Confieso que, desde hace años, soy asiduo contemplador/lector de esas placas. Funcionan, al menos para mí, como recordatorios de un pasado brillante que fue y sin el cual hoy no seríamos, o seríamos peores y más primitivos.

 

Antonio Maura, nieto del célebre estadista y perteneciente, por ello, a una ilustre saga familiar donde hay políticos, periodistas, escritores, actrices, cineastas, etc., es alto funcionario de cultura del Ayuntamiento de Madrid. Se ocupa, en especial, del llamado Plan Memoria de Madrid, encargado precisamente de la promoción y colocación de estos rombos. Hace ya tiempo —tal vez tres años— que se puso en contacto conmigo, pues en el Ayuntamiento de Astorga le habían remitido amablemente a mí. La cuestión era la siguiente: a su despacho había llegado una propuesta para colocar una placa conmemorativa en la casa —sita en la calle de Ibiza, 35— donde viviera el poeta astorgano, nuestro poeta, Leopoldo Panero, desde 1941 hasta su muerte en 1962.

 

Situada en el barrio de Salamanca, Ibiza es una calle amplia, con el encanto de un arbolado y alegre bulevar que une el Madrid más moderno y populoso, al otro lado de Doctor Esquerdo, con ese oasis de silencio y verde que es el Retiro. Durante mis años de estudiante viví en una de sus calles transversales, Máiquez, y de cuando en cuando, sobre todo a altas horas de la noche, solía encontrarme con el segundo hijo del poeta, Leopoldo María Panero, que para los jóvenes de entonces era ya un mito, el último poeta maldito, como se ha repetido hasta la saciedad. Nunca me atreví a saludarlo. Confieso que no por falta de ganas ?siempre he admirado su personalísima poesía? sino porque literalmente me daba miedo. Sabía por algunos amigos de las reacciones imprevisibles de Leopoldo María, no poco violentas en ocasiones, siempre embarazosas. Así es que, como de natural soy poco dado a la aventura, preferí no acercarme nunca a él y, a cambio, seguir leyendo sus libros, que ni escupen, ni insultan, ni agreden. Por el contrario, están llenos de belleza, de una belleza atribulada, siniestra a veces —como flores del mal—, inquietante siempre, pero belleza al fin y al cabo; la belleza, lo único que no puede faltarle al arte, a la literatura.

(Continuará.)

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