De la navidad solo la escarcha
Con motivo de las fechas que se avecinan estos días se celebran infinidad de cenas de trabajo en las que compañeros y jefes, que muchas veces no se pueden ver, chocan sus copas de cava con promesa tan efímera como las burbujas doradas que se balancean en el fondo, de que las cosas van a mejorar. “Salud, Salud”, decimos ilusionados, casi convencidos, sin darnos cuenta de que esos buenos deseos solo se cumplirán si van acompañados de esfuerzos diarios, constantes, y bastante alejados de ese circunstancial espíritu que se ha dado en llamar 'espíritu de la Navidad'.
Ni que decir tiene que esto también ocurre de manera casi idéntica pero más cainita en muchas familias, donde cuñados y suegras y yernos y nueras y una recua de sobrinos ruidosos, se ven obligados a convivir por el interminable espacio de unas horas con sus parientes de 'afinidad', poco o nada afines.
Y es que estos días, más que ningún otro, los humanos nos vemos irremediablemente atrapados por nuestra condición más gregaria. El hombre es un animal social y de costumbres, y la Navidad parece aunar ambos atributos.
En el lugar donde trabajo desde hace tres años me preguntaron si iba a acudir a la cena de Navidad. Mucho antes de que me formularan la pregunta yo tenía claro que no. Para no dar una respuesta rotunda y ganar tiempo contesté que me lo pensaría.
Esta mañana me desperté temprano, antes incluso de que sonara el despertador, y lo primero que me vino a la cabeza, en medio de la oscuridad de la noche, fue pensar la excusa que pondría. Las excusas del año pasado (visita familiar) y el anterior (acababa de aterrizar en la sección y no conocía a nadie) estaban desgastadas, no servían ya. Consultado el tema con mi par, más conciliador, más anclado en la tierra y más sociable, me aconsejo que no dijera la verdad descarnada, que buscara una razón y que, si no la encontraba, diera por respuesta un no atenuado. Todavía en cama y en penumbra busqué en Google, donde está el mundo y la vida, excusas creíbles para no asistir a un compromiso. Encontré muchas y variadas, desde una diarrea hasta alergia al guacamole, pero ninguna me convenció. Mis mejores reflexiones las hago por la mañana y en la ducha, y mientras el agua resbalaba por mi cuerpo, mi mente era un erial, un terreno baldío. De camino al trabajo seguí dándole vueltas, y llegué a la conclusión de que encontrar una respuesta convincente no era, desde luego, tarea fácil. Para dar una respuesta convincente era 'conditio sine qua non' que yo misma estuviera convencida.
Nada más llegar al trabajo la compañera organizadora de eventos, siempre hay una compañera organizadora de eventos, me espetó “¿Al final vienes a la cena, no?”
No. No quiero, No me apetece nada, no me gusta la Navidad ni sus sucedáneos, huyo de ella como gato escaldado de agua hirviendo… Tampoco me gusta el dulce, sea Navidad o no, ni el turrón, no lo como nunca, ni el espumillón, ni el confeti, ni las luces de colores, ni el ande ande ande, ni las cenas de todos reunidos en torno a la mesa.
De la Navidad solo la escarcha de las hojas de los árboles que se deshace en las yemas de los dedos cuando, paseando bien abrigada por el campo, me detengo un instante a tocarla.
No dije nada de eso naturalmente, dije un escueto: “No me gustan mucho este tipo de eventos”. “Pues si vamos a estar como en familia”. Horror pensé, entonces mucho peor, pero preferí, cual Bartleby el escribiente, abstenerme de opinar, seguir a lo mío.
Con motivo de las fechas que se avecinan estos días se celebran infinidad de cenas de trabajo en las que compañeros y jefes, que muchas veces no se pueden ver, chocan sus copas de cava con promesa tan efímera como las burbujas doradas que se balancean en el fondo, de que las cosas van a mejorar. “Salud, Salud”, decimos ilusionados, casi convencidos, sin darnos cuenta de que esos buenos deseos solo se cumplirán si van acompañados de esfuerzos diarios, constantes, y bastante alejados de ese circunstancial espíritu que se ha dado en llamar 'espíritu de la Navidad'.
Ni que decir tiene que esto también ocurre de manera casi idéntica pero más cainita en muchas familias, donde cuñados y suegras y yernos y nueras y una recua de sobrinos ruidosos, se ven obligados a convivir por el interminable espacio de unas horas con sus parientes de 'afinidad', poco o nada afines.
Y es que estos días, más que ningún otro, los humanos nos vemos irremediablemente atrapados por nuestra condición más gregaria. El hombre es un animal social y de costumbres, y la Navidad parece aunar ambos atributos.
En el lugar donde trabajo desde hace tres años me preguntaron si iba a acudir a la cena de Navidad. Mucho antes de que me formularan la pregunta yo tenía claro que no. Para no dar una respuesta rotunda y ganar tiempo contesté que me lo pensaría.
Esta mañana me desperté temprano, antes incluso de que sonara el despertador, y lo primero que me vino a la cabeza, en medio de la oscuridad de la noche, fue pensar la excusa que pondría. Las excusas del año pasado (visita familiar) y el anterior (acababa de aterrizar en la sección y no conocía a nadie) estaban desgastadas, no servían ya. Consultado el tema con mi par, más conciliador, más anclado en la tierra y más sociable, me aconsejo que no dijera la verdad descarnada, que buscara una razón y que, si no la encontraba, diera por respuesta un no atenuado. Todavía en cama y en penumbra busqué en Google, donde está el mundo y la vida, excusas creíbles para no asistir a un compromiso. Encontré muchas y variadas, desde una diarrea hasta alergia al guacamole, pero ninguna me convenció. Mis mejores reflexiones las hago por la mañana y en la ducha, y mientras el agua resbalaba por mi cuerpo, mi mente era un erial, un terreno baldío. De camino al trabajo seguí dándole vueltas, y llegué a la conclusión de que encontrar una respuesta convincente no era, desde luego, tarea fácil. Para dar una respuesta convincente era 'conditio sine qua non' que yo misma estuviera convencida.
Nada más llegar al trabajo la compañera organizadora de eventos, siempre hay una compañera organizadora de eventos, me espetó “¿Al final vienes a la cena, no?”
No. No quiero, No me apetece nada, no me gusta la Navidad ni sus sucedáneos, huyo de ella como gato escaldado de agua hirviendo… Tampoco me gusta el dulce, sea Navidad o no, ni el turrón, no lo como nunca, ni el espumillón, ni el confeti, ni las luces de colores, ni el ande ande ande, ni las cenas de todos reunidos en torno a la mesa.
De la Navidad solo la escarcha de las hojas de los árboles que se deshace en las yemas de los dedos cuando, paseando bien abrigada por el campo, me detengo un instante a tocarla.
No dije nada de eso naturalmente, dije un escueto: “No me gustan mucho este tipo de eventos”. “Pues si vamos a estar como en familia”. Horror pensé, entonces mucho peor, pero preferí, cual Bartleby el escribiente, abstenerme de opinar, seguir a lo mío.




