Luis Miguel Suárez Martínez
Domingo, 20 de Diciembre de 2015

Los caminos de la literatura de Luis Alberto de Cuenca

Luis Alberto de Cuenca, Los caminos de la literatura, Madrid, Rialp, 2015, 119 pp., 9 €.

 

 

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En 'Los caminos de la literatura' recoge Luis Alberto de Cuenca cuatro trabajos procedentes, según se advierte en el prólogo (p. 12), de conferencias y artículos anteriores. En ellos vierte su fervor por los libros, las bibliotecas y la historia. El primero, que da título al volumen, evoca, a veces con no poca nostalgia, las lecturas de su infancia. Sus juguetes favoritos de niño —recuerda— fueron los tebeos, que constituyeron su lectura primordial hasta los doce años. Allí estaban títulos míticos para los niños de su generación: Roberto Alcázar y Pedrín, El Guerrero del Antifaz, El Jabato, El Capitán Trueno, etc. Luego relata el descubrimiento de la pasión literaria precisamente cuando curse, en 4º de Bachillerato, la asignatura de Literatura Universal. El manual de la misma supondrá para él toda una revelación: “Fueron aquellas breves semblanzas biográficas y aquellas sinopsis argumentales las que instalaron de forma permanente en mi alma el dulce tósigo de la literatura” (p. 17). A partir de ese momento se inicia, en la biblioteca familiar, su carrera de lector de libros: Sabatini, Stevenson, Kipling, Conan Doyle y, sobre todo, los Episodios Nacionales de Galdós y el teatro completo de Shakespeare, que le entusiasmaron a los doce años.  

 
La última parte de este primer artículo se reserva para tres obras imprescindibles que encarnan también la admiración del autor por dos épocas particulares de la literatura, la grecolatina y la medieval. Esta última está representada por el Amadís de Gaula, para su gusto, el mejor libros de caballerías español, superior incluso al Tirant: “El Amadís fue para mí una biblia, un catecismo, un libro sagrado” (p. 29). Magistrales son, en fin, las páginas consagradas a la Ilíada y a la Odisea, síntesis de otras aportaciones suyas. En ellas se entrelaza de forma ejemplar la emoción del lector, la agudeza del crítico literario y la precisión y el rigor del filólogo. 


 'Veinte escalas de un viaje por la excelencia literaria' (pp. 41-86), ampliación de un artículo anterior, selecciona veinte títulos esenciales de las letras universales, comentados magistralmente en apenas dos o tres páginas cada uno. Este viaje se inicia con el Ramayana y la Ilíada, y se cierra con Prosas profanas. No resulta sorprendente, dada la formación del autor, que el periodo que más títulos aporta sea el grecolatino (además de la Ilíada, se glosan la Eneida, las Bucólicas, las Odas horacianas y las Metamorfosis). Asimismo hay espacio para la literatura española: el Cantar de Mio Cid, las Coplas a la muerte de su padre —su obra favorita—, la poesía de Garcilaso y la de San Juan de la Cruz, al que considera “más que un poeta, la idea platónica de poesía” (p. 73). No es necesario enumerar todas las obras; pero hay que señalar que no se trata —claro está— de un canon cerrado, pues a lo largo de estas páginas se alude a otros autores (por ejemplo, Lope de Vega) y a otras obras veneradas (como el Beowulf) que no se recogen aquí. Y es que, según el propio autor ha señalado en diversas ocasiones, en su caso cada lista siempre es provisional y susceptible de variaciones. En cualquier caso, ahí están algunos de los que son, acompañados en ocasiones de sus citas memorables.

 

 

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El tercer capítulo se titula 'Bibliotecas y mundo clásico' (pp. 87-101). De sobra es conocida la predilección de Luis Alberto de Cuenca, dentro del mundo clásico, por la cultura helenística, uno de cuyos símbolos fundamentales —si no el fundamental— es la biblioteca de Alejandría. De su historia, desde su fundación por el primer monarca ptolemaico, Ptolomeo Soter, hasta su destrucción en el 634 de nuestra era por el califa Omar, se ofrecen aquí unos breves trazos. También desfilan por estas páginas algunos de sus eminentes directores (Demetrio de Falero, Zenódoto, Apolonio de Rodas…) o algunos de los intelectuales con ella relacionados, como Calímaco de Cirene, al que se le dedica una especial atención (pp. 95-98). No en vano este último es el autor con el que mantiene una mayor afinidad, pues sus epigramas (sobre los que versó su tesina de licenciatura) constituyen uno de los modelos esenciales de su propia poesía. 


El último apartado, “héroes medievales” (pp. 105-119) rinde tributo una vez más al Medievo. Los protagonistas son ahora diversos héroes de la espada y de la cruz, retratados —a veces, en unas pocas líneas— en un recorrido que el autor califica de “anárquico” (p. 119), pero que resulta indudablemente atractivo. Por aquí desfilan Clodoveo, San Benito, Casiodoro, Carlomagno, Alfredo el Grande, Pedro el Ermitaño, Godofredo, Ricardo Corazón de León —“atleta ambiguo, cruel y jactancioso” (p. 113)—, Saladino —merecedor de una elogiosa evocación (pp. 113-114)— y Luis IX —o San Luis— de Francia. Como puede colegirse de esta enumeración, son ahora las cruzadas las que reclaman particular interés. 

 

 

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Sin duda, la sabiduría, la amenidad y el don de contar son siempre cualidades eminentes de Luis Alberto de Cuenca, pero en este breve libro se hallan en grado sumo; lo que da como resultado un placentero viaje por los caminos de la literatura y de la historia que no defraudará a sus lectores.

 

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