Los viernes negros
'Los Viernes negros' de Miguel Martínez Panero es una narración extraída del 'opúsculo' 'Seis o siete cuentos libidinosos y tres poemas erotómanos', que salió allá por el mes de marzo en la colección Psicalípticos de Manual de Ultramarinos. El libro ha sido editado con la pulpa del papel de libros de viejo de Guy de Maupassant, Anais Nin, Felipe Trigo, Enrique Miller, Roberto Bolaño y otros.
![[Img #19754]](upload/img/periodico/img_19754.jpg)
Como los viernes el trabajo anda flojo, aprovecho un rato para ir de mañana a la biblioteca pública. Y siempre, antes de entrar, me paro a mirar la vitrina de novedades, que justo ese día estaban reponiendo. Quien se encargaba de ello era una empleada menuda en la que nunca me había fijado hasta entonces, pero que aquella vez me llamó la atención porque iba de riguroso negro, de arriba abajo. Nos miramos furtivamente y me arranqué a interpelarla.
-¿Te gusta Johnny Cash o es que vas de gótica? -le pregunté con descaro.
-Acabo de quedarme viuda -me contestó lacónicamente.
Me quedé tan cortado que no supe replicar. Luego, al entrar y ver a varios de sus compañeros del mismo color, casi como de uniforme, me enteré de lo que estaba pasando. El personal de la biblioteca secundaba en su mayoría el movimiento de ‘los viernes negros’, una protesta a nivel nacional contra los recortes gubernamentales en cultura y educación. Me hizo gracia la salida de la funcionaria, así que decidí seguir con la broma y, al ver que ya estaba en la mesa de peticiones, busqué en el ordenador algún título alusivo a nuestra truncada conversación. Le pedí una ficha para solicitar referencias de depósito y la rellené con La última viuda de la Confederación lo cuenta todo, de Allan Gurganus. Ella tomó la papeleta, esbozó una media sonrisa al ver el libro requerido y se dirigió a buscarlo. Volvió al cabo de unos minutos con un ejemplar entre las manos.
-La signatura que me has dado no se corresponde con el título -me dijo-. En su lugar estaba éste.
Y me mostró Cuanto sé de mí, de José Hierro. Le indiqué, por no perder tiempo ni causarle molestias con un nuevo viaje, que me llevaría esa obra; que no me iba mucho la poesía, pero me gustaba su título.
Ya de camino de vuelta al trabajo vi que su código no tenía nada que ver con el que yo le había proporcionado. Luego no era que hubiese bailado ningún dígito, sino que la falsa viuda quería darme cancha.
A los siete días ya no era sólo la costumbre la que me llevaba de nuevo a la biblioteca con el libro, que había leído con gusto entre semana. Lo que realmente quería era volver a ver a mi falaz bibliotecaria, y fue lo primero que hice nada más entrar, pues estaba despachando en el puesto de devoluciones. Seguía vistiendo de oscuro, pero con falda más entallada y una blusa bastante escotada. Cuando me miró al tomar el ejemplar, pareció perder algo de su automatismo burócrata y su postura se volvió menos envarada. Yo ya había diseñado mi estrategia: primero me dirigí a la sección de novela, donde encontré y escondí tras una balda un título al que había estado dando vueltas en la cabeza; y luego, educadamente, me dirigí a ella.
-Oye, por favor -le dije-; me interesa un libro de Manuel Rivas, '¿Qué me quieres, amor?', pero no lo localizo. ¿Me ayudarías a encontrarlo?
![[Img #19753]](upload/img/periodico/img_19753.jpg)
Primero consultó en el ordenador y comprobó que estaba disponible. Luego nos dirigimos a los estantes de narrativa, donde, obviamente, no localizó lo que buscaba. Me aburrió con explicaciones de lo descuidada que era la gente, que lo que no estaba en su sitio era como si no existiese... Yo, ni la escuchaba: mientras ella rebuscaba por los anaqueles, de espaldas a mí, negras insondabilidades ocupaban mi imaginación. Le dije entonces, balbuceando, lo guapa que estaba ese día, pero no me dio cuerda. Me dejó con la palabra en la boca y volvió al poco rato con un libro amarillo, que me entregó.
-Ya que el que querías sacar no aparece -me dijo-, prueba con este otro, que también son cuentos.
Era '¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?', de Raymond Carver.
No lo interpreté como que me parara los pies, sino a modo de escarceo en la batalla. Y agradecí que siguiera con doble intención nuestro diálogo libresco; por el momento, con eso me bastaba. No me gustaron, en cambio, los cuentos de Carver, que me parecieron cuando los leí, secos y desabridos.
El viernes siguiente fue festivo, pero al otro volví, fiel, a mi cita. Yo ya no tenía ojos para nadie más que ella. Creí adivinar algún rasgo de coquetería en su maquillaje (en ocasiones anteriores llevaba la cara limpia y hasta un poco ojerosa). Al devolver el libro que me había sugerido, le di mi opinión sobre los cuentos del realismo sucio (pero queriendo insinuar también lo fría que había estado hacía dos semanas). No sé si se dio por aludida, pero me pareció bastante más receptiva que entonces, y me contestó que mi sensibilidad literaria dejaba bastante que desear.
Ya estaba harto de tanto tira y afloja, y como la periodicidad de nuestros encuentros diluía toda tentativa continuada, decidí ser más directo. Cogí el libro '¿Si ahora no, cuándo?' y me dirigí a cumplimentar el préstamo (esperé, claro, al turno en que ella estuviera desempeñando esa función). Pasó el libro por el lector óptico, me confesó que también le gustaba Primo Levi y me citó su poema ‘A una hora incierta’. Había, pues, visos de esperanza.
A la semana siguiente me iba a llevar la sorpresa de mi vida. Seguían 'los viernes negros', y allí estaba ella otra vez, alternando su labor en préstamos y devoluciones. Pero cuando se incorporó para aproximarse a mí, observé que su indumentaria había cambiado, sin mutar el color. En vez de falda, llevaba unos ajustados pantalones y unas botas sobre la rodilla, de tacón alto. No hubo palabras. En cuanto me vio, recogió mi libro y, sin yo pedirlo, me entregó uno pequeño, sin tejuelo, que debía de ser de su biblioteca particular. Su título: 'Fóllame', de Virginie Despentes. Se retiró y volvió a ocupar tranquilamente su puesto, modosa y recatada. Yo estaba completamente descolocado.
Remoloneé bastante rato por las distintas secciones, consulté el ordenador, fui a la hemeroteca. No sabía ni por dónde me andaba. Evitaba su mirada. Lo confesaré: yo no sabía nada de mujeres. Pero sí, algo, de libros; así que, alentado, busqué y encontré el que quería. Y lo llevé a registrar.
![[Img #19755]](upload/img/periodico/img_19755.jpg)
Esta vez ya no se trataba de una pregunta, sino una orden: 'Sólo dime dónde lo hacemos', de Mercedes Abad. Esperé a que no hubiera nadie a la cola y, también sin mediar palabra, se lo entregué para que consignara el préstamo, lo que hizo con puntilloso rigor. Pero, tras estampar la fecha de devolución en el papelito verde, lo volteó y garabateó en él unas letras. Luego lo insertó en el libro a modo de marcapáginas y me lo entregó.
Sin salir del recinto de la biblioteca me apresuré a leer el mensaje: “En el depósito. Tengo un descanso a las doce”. Quedaba todavía una hora larga, que se me hizo eterna. La pasé leyendo en sala el librito que me había entregado antes, lo que no contribuyó precisamente a templar mi ánimo.
Llegado el momento de la cita, como es de suponer, yo ya hacía rato que esperaba, hojeando libros como quien no quiere la cosa. Ella llegó aparentemente distante y, cuando nadie miraba, me metió a empellones en el almacén de obras retiradas al público acceso.
Ese corto descanso de media hora, en mi deseo, se convirtió en 'Nueve semanas y media', en 'Los ciento veinte días de Sodoma'... Durante ese breve tiempo transcurrieron 'Las edades de Lulú' y toda La vida sexual de Catherine M. Aquel lugar, donde nos pusimos perdidos de polvo, fue el castillo de Roissy de 'La historia de O', la cabaña de 'El amante de lady Chatterley', el refugio de 'El hombre y la doncella'... Me sumergí en las profundidades del Delta de Venus y juntos vimos volar Pájaros de fuego.
A los pocos días me enteré por la radio de que el gobierno, ante las críticas continuadas relativas a su gestión cultural, había cubierto el expediente con leves reajustes. Los sindicatos cedieron, pese a lo parco de las concesiones. Ya no habría más viernes negros
Como los viernes el trabajo anda flojo, aprovecho un rato para ir de mañana a la biblioteca pública. Y siempre, antes de entrar, me paro a mirar la vitrina de novedades, que justo ese día estaban reponiendo. Quien se encargaba de ello era una empleada menuda en la que nunca me había fijado hasta entonces, pero que aquella vez me llamó la atención porque iba de riguroso negro, de arriba abajo. Nos miramos furtivamente y me arranqué a interpelarla.
-¿Te gusta Johnny Cash o es que vas de gótica? -le pregunté con descaro.
-Acabo de quedarme viuda -me contestó lacónicamente.
Me quedé tan cortado que no supe replicar. Luego, al entrar y ver a varios de sus compañeros del mismo color, casi como de uniforme, me enteré de lo que estaba pasando. El personal de la biblioteca secundaba en su mayoría el movimiento de ‘los viernes negros’, una protesta a nivel nacional contra los recortes gubernamentales en cultura y educación. Me hizo gracia la salida de la funcionaria, así que decidí seguir con la broma y, al ver que ya estaba en la mesa de peticiones, busqué en el ordenador algún título alusivo a nuestra truncada conversación. Le pedí una ficha para solicitar referencias de depósito y la rellené con La última viuda de la Confederación lo cuenta todo, de Allan Gurganus. Ella tomó la papeleta, esbozó una media sonrisa al ver el libro requerido y se dirigió a buscarlo. Volvió al cabo de unos minutos con un ejemplar entre las manos.
-La signatura que me has dado no se corresponde con el título -me dijo-. En su lugar estaba éste.
Y me mostró Cuanto sé de mí, de José Hierro. Le indiqué, por no perder tiempo ni causarle molestias con un nuevo viaje, que me llevaría esa obra; que no me iba mucho la poesía, pero me gustaba su título.
Ya de camino de vuelta al trabajo vi que su código no tenía nada que ver con el que yo le había proporcionado. Luego no era que hubiese bailado ningún dígito, sino que la falsa viuda quería darme cancha.
A los siete días ya no era sólo la costumbre la que me llevaba de nuevo a la biblioteca con el libro, que había leído con gusto entre semana. Lo que realmente quería era volver a ver a mi falaz bibliotecaria, y fue lo primero que hice nada más entrar, pues estaba despachando en el puesto de devoluciones. Seguía vistiendo de oscuro, pero con falda más entallada y una blusa bastante escotada. Cuando me miró al tomar el ejemplar, pareció perder algo de su automatismo burócrata y su postura se volvió menos envarada. Yo ya había diseñado mi estrategia: primero me dirigí a la sección de novela, donde encontré y escondí tras una balda un título al que había estado dando vueltas en la cabeza; y luego, educadamente, me dirigí a ella.
-Oye, por favor -le dije-; me interesa un libro de Manuel Rivas, '¿Qué me quieres, amor?', pero no lo localizo. ¿Me ayudarías a encontrarlo?
Primero consultó en el ordenador y comprobó que estaba disponible. Luego nos dirigimos a los estantes de narrativa, donde, obviamente, no localizó lo que buscaba. Me aburrió con explicaciones de lo descuidada que era la gente, que lo que no estaba en su sitio era como si no existiese... Yo, ni la escuchaba: mientras ella rebuscaba por los anaqueles, de espaldas a mí, negras insondabilidades ocupaban mi imaginación. Le dije entonces, balbuceando, lo guapa que estaba ese día, pero no me dio cuerda. Me dejó con la palabra en la boca y volvió al poco rato con un libro amarillo, que me entregó.
-Ya que el que querías sacar no aparece -me dijo-, prueba con este otro, que también son cuentos.
Era '¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?', de Raymond Carver.
No lo interpreté como que me parara los pies, sino a modo de escarceo en la batalla. Y agradecí que siguiera con doble intención nuestro diálogo libresco; por el momento, con eso me bastaba. No me gustaron, en cambio, los cuentos de Carver, que me parecieron cuando los leí, secos y desabridos.
El viernes siguiente fue festivo, pero al otro volví, fiel, a mi cita. Yo ya no tenía ojos para nadie más que ella. Creí adivinar algún rasgo de coquetería en su maquillaje (en ocasiones anteriores llevaba la cara limpia y hasta un poco ojerosa). Al devolver el libro que me había sugerido, le di mi opinión sobre los cuentos del realismo sucio (pero queriendo insinuar también lo fría que había estado hacía dos semanas). No sé si se dio por aludida, pero me pareció bastante más receptiva que entonces, y me contestó que mi sensibilidad literaria dejaba bastante que desear.
Ya estaba harto de tanto tira y afloja, y como la periodicidad de nuestros encuentros diluía toda tentativa continuada, decidí ser más directo. Cogí el libro '¿Si ahora no, cuándo?' y me dirigí a cumplimentar el préstamo (esperé, claro, al turno en que ella estuviera desempeñando esa función). Pasó el libro por el lector óptico, me confesó que también le gustaba Primo Levi y me citó su poema ‘A una hora incierta’. Había, pues, visos de esperanza.
A la semana siguiente me iba a llevar la sorpresa de mi vida. Seguían 'los viernes negros', y allí estaba ella otra vez, alternando su labor en préstamos y devoluciones. Pero cuando se incorporó para aproximarse a mí, observé que su indumentaria había cambiado, sin mutar el color. En vez de falda, llevaba unos ajustados pantalones y unas botas sobre la rodilla, de tacón alto. No hubo palabras. En cuanto me vio, recogió mi libro y, sin yo pedirlo, me entregó uno pequeño, sin tejuelo, que debía de ser de su biblioteca particular. Su título: 'Fóllame', de Virginie Despentes. Se retiró y volvió a ocupar tranquilamente su puesto, modosa y recatada. Yo estaba completamente descolocado.
Remoloneé bastante rato por las distintas secciones, consulté el ordenador, fui a la hemeroteca. No sabía ni por dónde me andaba. Evitaba su mirada. Lo confesaré: yo no sabía nada de mujeres. Pero sí, algo, de libros; así que, alentado, busqué y encontré el que quería. Y lo llevé a registrar.
Esta vez ya no se trataba de una pregunta, sino una orden: 'Sólo dime dónde lo hacemos', de Mercedes Abad. Esperé a que no hubiera nadie a la cola y, también sin mediar palabra, se lo entregué para que consignara el préstamo, lo que hizo con puntilloso rigor. Pero, tras estampar la fecha de devolución en el papelito verde, lo volteó y garabateó en él unas letras. Luego lo insertó en el libro a modo de marcapáginas y me lo entregó.
Sin salir del recinto de la biblioteca me apresuré a leer el mensaje: “En el depósito. Tengo un descanso a las doce”. Quedaba todavía una hora larga, que se me hizo eterna. La pasé leyendo en sala el librito que me había entregado antes, lo que no contribuyó precisamente a templar mi ánimo.
Llegado el momento de la cita, como es de suponer, yo ya hacía rato que esperaba, hojeando libros como quien no quiere la cosa. Ella llegó aparentemente distante y, cuando nadie miraba, me metió a empellones en el almacén de obras retiradas al público acceso.
Ese corto descanso de media hora, en mi deseo, se convirtió en 'Nueve semanas y media', en 'Los ciento veinte días de Sodoma'... Durante ese breve tiempo transcurrieron 'Las edades de Lulú' y toda La vida sexual de Catherine M. Aquel lugar, donde nos pusimos perdidos de polvo, fue el castillo de Roissy de 'La historia de O', la cabaña de 'El amante de lady Chatterley', el refugio de 'El hombre y la doncella'... Me sumergí en las profundidades del Delta de Venus y juntos vimos volar Pájaros de fuego.
A los pocos días me enteré por la radio de que el gobierno, ante las críticas continuadas relativas a su gestión cultural, había cubierto el expediente con leves reajustes. Los sindicatos cedieron, pese a lo parco de las concesiones. Ya no habría más viernes negros