Claro García
Domingo, 10 de Enero de 2016

El cielo

El cielo está siempre a la vuelta de la esquina; habitualmente consta de nombres propios y es gratis. No existe un solo cielo. Cada uno tenemos el nuestro. Para Hemingway el cielo era una tarde de verano en Las Ventas, en el tendido del 7. El cielo de Buñuel, sin embargo, consistía en ese momento especial en el que en tu bar favorito, prácticamente vacío, estás con un amigo o con una mujer –con esa mujer-, y el sol cansado y oblicuo entra tardía y silenciosamente por el ventanal y rebota en las baldosas mientras descubres que el camarero, también sin hacer ruido y sin que lo hayas pedido, os ha preparado esa copa que es la vuestra y que conseguirá que el tiempo se detenga, que la tarde no muera nunca, y que tú y ella deseéis lo que todos los enamorados sueñan: que la tarde no tenga fin porque así son las tardes en el cielo, eternas.

 

Para CB el cielo fue un partido en el Bernabeu con su chica y su mejor amigo sentados a su lado y con Maradona haciendo magia en el césped. Un cielo que, al igual que los anteriores, también comparto. Para P el cielo fue aquella noche en la que, recién llegada al pueblo para pasar las vacaciones de un verano interminable, dejó las maletas y se tumbó en el prado, junto al río, para ver con ojos de niña el universo gigante y cristalino girando allá arriba, repleto de estrellas de una pureza que te dolía en los ojos.

 

El cielo sucede sin necesidad de ganártelo. Sencillamente acontece. Se compone de lugares, de momentos y de personas. Puede aparecer en cualquier momento y cambia a menudo, o lo pierdes o lo abandonas, y así vamos, de cielo en cielo mientras pasan los años. Mi primer cielo fueron las tardes de cine en Astorga cuando se apagaban las luces y comenzaba la película. Mi siguiente cielo fue la caseta de madera que construí a los siete años con una niña guapísima utilizando la leña que se amontonaba en la puerta de las panaderías del barrio. Cayó la noche. La lluvia nos sorprendió escondidos en la caseta. Recuerdo exactamente el sonido de las gotas de agua y el olor de ella, y el de la madera, y el de la felicidad. Ese fue y sigue siendo uno de mis mejores cielos.

 

Además de lugares, momentos y personas; además de fútbol, bares, casetas de leña y de amor, el cielo se compone también de sonidos, de olores y de sabores. Todos los cielos son posibles. Para L, el suyo fue una mañana de domingo cogido al suave tacto de la mano de su novia en una librería de viejo. Para M, consiste en acostarse en la cama con las sábanas recién cambiadas después de darse un largo baño. Para C, la chilena que hizo fuera del área y ver, antes de caer al suelo, el balón colándose por la escuadra, tal y como lo había imaginado el día anterior. 

 

Vivimos de cielo en cielo, persiguiendo un Cielo con mayúscula que quizás no exista. No hay cielos definitivos. Apuesto por los cielos pequeños, diminutos. Cielos nuestros. Cielos de cine y de leña de panadero. Cielos que llevan a otros cielos. Cielos que no tienen fin, que están a la vuelta de la esquina y que constan de nombres propios. Del tuyo, por ejemplo.

 

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