Sol Gómez Arteaga
Lunes, 08 de Febrero de 2016

Pan nuestro de cada día 

"El pan", dijo mi padre sin saber que hacia una metáfora, “es como un niño que cuando nace necesita calor”. “Una vez hecha la masa”, aclaró mi madre, “hay que taparla para que no se ponga luedo o de punta”, mi cara de desconcierto le animó a seguir, “así se evita que sepa ácido o le salgan grietas”. Mi madre, al hablar, desconocía que sus palabras contenían una sabiduría de antiguo, una sabiduría de generaciones de madres, tan solvente como una roca. 

 
El pan está hecho con harina, agua, sal y levadura, también llamada hurmiento o madre,  elemento este último que hace que la masa fermente y se multiplique como por arte de magia, como si de un milagro de la creación se tratase. El hurmiento, cuando el pan se elaboraba no hace tanto tiempo en el interior de las casas, pasaba de mano en mano, a lo que a la función reproductora –la tarea de hacer pan estaba encomendada generalmente a las mujeres– se añadía otra de confraternidad, de solidaridad. “Nosotros”, añade mi madre, “lo cogíamos de casa de la señora Catalina”. 


Una vez mezclados los ingredientes se amasaban, la masa envuelta en un paño se dejaba reposar en una artesa y se pasaba por el breguín, máquina compuesta por dos rodillos que la ponía fina y evitaba que en su interior salieran agujeros u ojos, (pan sin bregar al estilo del sur de León, frente al pan bregado de otras zonas). Seguidamente se le daba forma redondeada y con ayuda de una llave, cuchillo y tenedor, se le dibujaban cuatro hermosas coronas, se pinchaba y hasta se le inscribía, si tal era deseo del o de la que lo hacía, un sello o cuña.

 

Se metía al horno que había en todas las casas para que cociera, y una vez cocido se guardaba en un cajón o arca y se iba consumiendo. El pan así guardado duraba muchos días.

 
El pan, base del alimento del hombre, en tiempos de escasez resultó un bien escaso. En el año cuarenta y cinco, año que a la postguerra se le unió una mala cosecha, una hogaza de pan de dos kilos empezó valiendo siete pesetas y terminó costando veinte, mientras que el jornal diario de un obrero era de nueve pesetas. Por eso entiendo que mi madre le quitara a otra niña el pan banco que llevaba en la mano por el suyo negro, de centeno y cascarilla, insípido y áspero al paladar. También comprendo a O’ Channel, personaje del cuento de Rivas, cuando siguiendo el mandato de su progenitora fue a Cambre con la cartilla de racionamiento a recoger una barra de pan y, pellizco a pellizco, se la comió por el camino, y a mi abuela, que guardaba en su seno un cantero de pan de la casa donde servía para dárselo a los hijos.

 
Pan esencial como una madre. Pan que en griego significa todo. Pan de los pobres, “Cuando no haya nada al menos que haya pan”. Pan de la panadería donde mi abuelo trabajaba cuando le sacaron y no volvió más. Pan poético como los versos de Ángel González cuando dice “Si yo fuera Dios y tuviera el secreto, haría un ser exacto a ti, lo probaría a la manera de los panaderos cuando prueban el pan, es decir, con la boca”. Pan bajo el brazo o como viene el niño cuando nace. Arrebañar el moje con pan. Pan sabio de los refranes, “Al pan pan y al vino vino”, “No dejarse comer el pan del morral”, “A buen hambre no hay pan duro”, “Por dinero baila el perro y por pan si se le dan”, “El que da pan a perro ajeno, pierde pan y pierde perro”. “La calle era larga y olía a pan”, dice Baroja para describir sucinta pero certeramente, ¿a qué más? una calle con un largo olor a pan. Pan de las consignas proletarias “Lucha por el pan”, “Que no jueguen con nuestro pan”. Pan correlato de los tiempos que vivimos, el de ahora sin corteza, espurio, virtual casi. Mi madre, su mano cogiendo el pan, su reciedumbre de encina. Los besos en el pan o ese respeto antiguo y primigenio que hace que cuando se nos cae al suelo lo acariciemos inconscientemente con los labios, pues si bien es cierto que no solo de pan vive el hombre no sé qué haríamos sin él, sin nuestro pan de cada día. 

 

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