Claro García
Domingo, 14 de Febrero de 2016

La ilusión viaja en 600

No diré su verdadero nombre, pero todos conocéis a mi amigo Lou porque además de famoso es inmensamente rico. No sé muy bien lo que significa inmensamente rico; su esposa sí porque después de un divorcio que ocupó un montón de portadas en la prensa del corazón, arrampló con todo lo que Lou tenía. En las tertulias de la tele se hablaba de cifras millonarias. Todas eran ciertas, según me dijo él. Al final, el abogado de ella –el mejor de Europa-, le sacó los hígados a Lou. Ignoro también lo que valen los hígados, pero en el caso de Lou la parte edificada del hígado consistía en un ático de 300 metros cuadrados en la Castellana, dos pisazos que daban al Retiro, la fantástica casa de Lanzarote, el palacete en Marbella y el casoplón de Mallorca. La parte motorizada la componían media docena de automóviles de gama alta, y la navegable consistía en el velero más hermoso que he visto en mi vida. La humana, un niño y una niña. Todo se lo quedó ella.

 

Cuando Lou me dijo la pensión que le tenía que pasar a su ex, me quedé mudo. Esa pasta al año la gana poca gente. Pelando una cigala con la soltura que solo tienen los verdaderamente millonarios, Lou me aclaró que no era al año, sino al mes. Me asaltó entonces una risa torpe, nerviosa; risa de pobre, de tipo sin ático, sin velero y sin hígados que nadie te pudiera sacar.

 

Después de comer me acercó a casa en su Ferrari. No parecía preocupado por el hecho de que su vida entera, al menos económicamente, se le hubiese ido hígado abajo. “Lo que importa de verdad, Claro, es la ilusión”, dijo. Encendió un purito y me preguntó que si tomábamos algo en el bar que estaba al lado de mi casa. Le respondí que sí, pero que se pusiera las gafas de sol. Resultaba incómodo salir con él por la cantidad de gente que se acercaba para hacerse un selfie o pedirle un autógrafo.

 

A esas horas de la tarde, la terraza estaba vacía. Nos sentamos. Desde el interior del local nos llegaba el sonido del televisor. En Tele 5 comentaban su divorcio. Nos enteramos por una periodista gritona de que el Ferrari en el que habíamos venido ya no le pertenecía a Lou. También se lo había quedado su mujer. Todo se lo había quedado ella. Lou no tenía nada, igual que treinta y tantos años atrás, cuando empezamos juntos, en la radio, compartiendo un piso lamentable en Cuatro Caminos. Después, Lou se fue a USA y se convirtió en un presentador de éxito. Hizo cine, publicidad, y triunfó en televisión. “Créeme, lo único que importa es la ilusión”, repitió Lou.

 

Fue esa tarde en la que perdió todo cuando, a pesar de que habíamos vivido juntos y habíamos charlado noches enteras, Lou me contó algo de lo que jamás me había hablado.

 

Cuando era pequeño, en su casa no se llegaba nunca a final de mes. No eran pobres, pero eran seis, abuela incluida. Lou compartía con sus dos hermanos una habitación interior.

 

Tenía cerca de siete años la mañana de aquel domingo, a principios de verano, cuando su padre los despertó a gritos.


-¡Vamos, vamos, que nos vamos!
-¿A dónde, papá?
-¡A la playa!

Los niños saltaron de la cama. Saltó la madre. Hasta la abuela saltó.

-¿A la playa? –preguntaron todos, emocionados.
-¡A la playa!
-¿De verdad que a la playa? –quiso saber la madre de Lou.
-Claro, cariño. 
-¿Pero a la playa-playa?
-¡Ya te digo!
-Pero nunca hemos ido a la playa.
-Pues por eso. Ya iba siendo hora.
-¿Qué estáis diciendo?
-Nada, abuela, que se vista y que haga la maleta, leche.
-¿Y en qué nos vamos? –preguntaron todos.
-En el 600 de Cano. Ahí es ná.
-¡En el 600! –exclamaron todos, encantados-. ¿Te lo ha dejado?
-No, se lo he robado, no te joroba.
-Has hecho bien –dijo la abuela-. Quien roba a un ladrón…
-¡Que era broma, mamá! -terció la madre.
-¡Que hagáis las maletas, coño, que me gusta decir las cosas una vez! –gritó el padre.
-¡Qué prisas, hijo, ni que no hubieseis visto nunca el mar!
-Es que no lo he visto, guapa. ¡Que hagáis las maletas, cagontó lo que se menea!

 

Las hicieron a toda prisa. Lou y sus hermanos volvieron locos a los niños del barrio. A algunos los sacaron de misa de diez y media para pedirles gafas, aletas, flotadores y colchonetas. Justo antes de la hora de la comida, el coche, el 600 que Cano amablemente les había prestado, estaba hasta arriba de hijos, padres, abuela, gafas, aletas, flotadores y colchonetas. Los vecinos, envidiosos, miraban por los balcones.


-¡Ale, familia, a pasarlo bien! –gritaban.
-A la playa que se van, los muy cabrones –decían en voz baja.

-¡Vamos, que nos vamos! –dijo el padre de Lou.


Metió primera y el poderoso 600 salió zumbando y giró a la izquierda, y todos comenzaron a cantar “el señor conductor no acelera” mientras el coche giraba otra vez a la izquierda, y siguieron cantando “no acelera, no acelera”, cuando volvieron a girar a la izquierda, y quedaron en silencio cuando el padre de Lou giró de nuevo a la izquierda para entrar en la calle de la que habían salido, su calle, y al llegar frente al portal que acababan de abandonar, su portal, pisó el freno.

 

Desde los asientos traseros, Lou, sus hermanos y la abuela, miraron al padre sin saber muy bien qué decir. En el asiento delantero, la madre tampoco acertaba a decir nada.


-¿Lo habéis entendido? –preguntó el padre.


Nadie respondió. 
-Lo que importa es la ilusión –dijo finalmente el padre llevándose un purito a la boca.
Parecía feliz. Lo estaba. 

 

-Mi padre tenía razón –me dijo Lou-. Ya he estado en todas las playas con cocoteros del mundo, pero jamás he vuelto a sentir la ilusión de aquella mañana en la que no viajé, en la que no fuimos de vacaciones y en la que no vi el mar. Seguramente la ilusión no consiste en cumplir los sueños, sino en tenerlos.

 

Miró su Ferrari, aparcado al lado, como si no lo viese.

 
-La ilusión jamás se ha subido a ese coche –dijo Lou-. ¿Sabes por qué? 
No respondí.
-Lo sabes muy bien. Nunca se ha subido a ese coche porque jamás llegó a bajar de aquel 600.

 

 

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