Catalina Tamayo
Domingo, 21 de Febrero de 2016

A propósito de un delirio

 

 

                                                                                                            Quiero hacer contigo lo que la primavera                                                                                                                      hace con los cerezos (Pablo Neruda)

 

Mírala. Mírala qué guapa viene. No sabe que la estamos mirando, que todos la miran. Qué manera de andar. Cuánta armonía en esos pasos. Fíjate en su cuerpo; fíjate como se dobla. Se dobla igual que el junco del estanque con la brisa de la mañana. Se dobla, pero no se parte. Se está acercando, en nada la tenemos ya encima. Observa sus hombros desnudos: qué redondos, qué bien torneados. No hará falta que te diga que mires sus pechos. Es imposible desviar la mirada. Esos pechos abundantes pero no excesivos que llenos de vida vienen brincando y rebrincando bajo su camiseta como potrillos en el prado. La boca; no mires su boca, que te abrasas; es una fuente de agua fresca, la mejor fuente para mi sed, para saciar cualquier sed. Sonríe y noto que el corazón se me para. Y esa nariz; no dejes de observar su nariz: es perfecta, imposible mejorarla. Mira, mira cómo aparta con su mano el pelo de la cara: una maniobra impecable. Su piel, la piel de su cara, es tersa, nueva, blanca, inmaculada. Me pregunto cómo Dios pudo haberla amando tanto. Ay, sus ojos, sus ojos, que no los pude ver. ¿De qué color serán sus ojos? Que no sean negros, ni verdes, ni azules. Ojalá que sean de color miel. Ya pasó. Fíjate ahora en su melena cómo sobrevuela su nuca y sus hombros. Recréate con su espalda recta, sus anchas caderas, sus glúteos firmes, sus poderosos muslos. Pero si podría ser Helena, o Penélope, o Eloísa, o Melibea, o Julieta. Podría ser quien ella quisiera: la misma Venus. Cómo me gustaría subirla hasta el cielo y luego dejarla caer. Sentirla ascender y descender me parecería increíble. A continuación, le daría una tregua, la misma tregua que me concedería a mí mismo. Y otra vez. Otra vez volvería a auparla, a elevarla hasta las estrellas, hasta el fuego de la luna, para después, de nuevo, exhausta y encendida, soltarla y ver cómo se precipita en el vacío del abismo. Pero no pienses que entonces la abandonaría; al contrario, la estaría esperando abajo, en el suelo, para acogerla en mis brazos y sentir su último temblor. Para callarme con su silencio.

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