La filosofía saca los colores
![[Img #2846]](upload/img/periodico/img_2846.jpg)
Tienes un
problema cuando tratas de defender algo que para ti es esencial. Además, te sacarán
los colores si al tratar de explicarlo nadie lo entiende y el valor se oculta.
Entonces te vienes abajo y ese alegato tan encendido se apaga. Esto es justo lo
que sucede con la filosofía, con el agravante de que el problema se triplica y
el sonrojo se intensifica.
Por un lado,
fijas la atención en sus méritos y ves que sólo te proporciona dolores de
cabeza, ese dolor que aparece cuando intentas dar solución a lo que
históricamente ha sido insoluble. Y entonces te acobardas y con poca decisión
acudes a un filósofo, como Platón, para buscar sabiduría. Pero esta labor, de por sí frustrante dados
los tiempos que vivimos, produce fatiga.
Por otro
lado, surgen las dudas respecto a la posibilidad de rendir cuentas ante los
demás o ante ti mismo, bien en tu faceta docente, bien como simple individuo y,
cuando llegan, buscas acomodo detrás de una decisión solemne para sobrellevar
el momento. Pero pronto empiezas a temer sobre la solidez de esa primera elección.
Confías, no obstante, en tu incapacidad para ser merecedor de un pensamiento
original y bienintencionado para tus semejantes. Y despachas esas decisiones
como pensamientos mustios, a fin de evitar las vacilaciones. Echas mano de Kant
y más hoy, dados los tiempos que vivimos, para que te guíe con sus ideas. Y
sólo hallas consuelo, la deliciosa apuesta por unos ideales vacíos y ciegos.
Esto, además, genera incapacidad.
Por último,
utilizas la filosofía como escudo en los malos momentos. Te atreves con
ideas-fuerza, ideas revolucionarias y resistentes al tiempo. Abrazas en ellas a
esos estudiosos de la solidaridad y la vocación por lo humano, a Marx, a Russell...
Pero llega el bochorno porque nada sirve a aquello en lo que crees. Esto genera
cobardía y, dados los tiempos que vivimos, mejor ser cobarde que humano.
![[Img #2845]](upload/img/periodico/img_2845.jpg)
Si vale de
algo apostar por los ideales, la defensa de la filosofía no puede limitarse a
inmovilizar el pensamiento, ni tampoco a entretener a aquellos a los que les
gusta una música orquestada por otros. Ni siquiera para entristecer al que no
tiene una solución frente a los problemas. Precisamente por vivir en los
tiempos que vivimos.
Es posible
que la filosofía que se imparte hoy, una suerte de ideas hilvanadas por la
lógica de la situación y de los problemas filosóficos de siempre, obligue por
la fuerza de su palabra a fijar la atención en aquello que crees, a hacerlo
público y pelear juntos al abrigo de las decisiones que nos hacen humanos.
Siendo así, la filosofía tiene el valor de hacernos sonrojar porque hoy, como
siempre, es interrogativa, exigente y práctica. Un valor que Diógenes supo
hacer llegar de las formas más variopintas, aunque el alumno fuera todo un
general como Alejandro Magno.
El
pensamiento debe ordenarlo uno mismo y más el que nace del interior, ese que incapacita,
fatiga y acobarda. Debe uno hacerlo suyo con disciplina, sin esperar que desde fuera
alguien declare que vivimos en una sociedad donde hay libertad de pensamiento.
Creer en esa libertad es renunciar a sacarte los colores, o lo que es igual, a
poner a prueba el valor que en ti se esconde.
Tienes un
problema cuando tratas de defender algo que para ti es esencial. Además, te sacarán
los colores si al tratar de explicarlo nadie lo entiende y el valor se oculta.
Entonces te vienes abajo y ese alegato tan encendido se apaga. Esto es justo lo
que sucede con la filosofía, con el agravante de que el problema se triplica y
el sonrojo se intensifica.
Por un lado, fijas la atención en sus méritos y ves que sólo te proporciona dolores de cabeza, ese dolor que aparece cuando intentas dar solución a lo que históricamente ha sido insoluble. Y entonces te acobardas y con poca decisión acudes a un filósofo, como Platón, para buscar sabiduría. Pero esta labor, de por sí frustrante dados los tiempos que vivimos, produce fatiga.
Por otro lado, surgen las dudas respecto a la posibilidad de rendir cuentas ante los demás o ante ti mismo, bien en tu faceta docente, bien como simple individuo y, cuando llegan, buscas acomodo detrás de una decisión solemne para sobrellevar el momento. Pero pronto empiezas a temer sobre la solidez de esa primera elección. Confías, no obstante, en tu incapacidad para ser merecedor de un pensamiento original y bienintencionado para tus semejantes. Y despachas esas decisiones como pensamientos mustios, a fin de evitar las vacilaciones. Echas mano de Kant y más hoy, dados los tiempos que vivimos, para que te guíe con sus ideas. Y sólo hallas consuelo, la deliciosa apuesta por unos ideales vacíos y ciegos. Esto, además, genera incapacidad.
Por último,
utilizas la filosofía como escudo en los malos momentos. Te atreves con
ideas-fuerza, ideas revolucionarias y resistentes al tiempo. Abrazas en ellas a
esos estudiosos de la solidaridad y la vocación por lo humano, a Marx, a Russell...
Pero llega el bochorno porque nada sirve a aquello en lo que crees. Esto genera
cobardía y, dados los tiempos que vivimos, mejor ser cobarde que humano.
Si vale de algo apostar por los ideales, la defensa de la filosofía no puede limitarse a inmovilizar el pensamiento, ni tampoco a entretener a aquellos a los que les gusta una música orquestada por otros. Ni siquiera para entristecer al que no tiene una solución frente a los problemas. Precisamente por vivir en los tiempos que vivimos.
Es posible que la filosofía que se imparte hoy, una suerte de ideas hilvanadas por la lógica de la situación y de los problemas filosóficos de siempre, obligue por la fuerza de su palabra a fijar la atención en aquello que crees, a hacerlo público y pelear juntos al abrigo de las decisiones que nos hacen humanos. Siendo así, la filosofía tiene el valor de hacernos sonrojar porque hoy, como siempre, es interrogativa, exigente y práctica. Un valor que Diógenes supo hacer llegar de las formas más variopintas, aunque el alumno fuera todo un general como Alejandro Magno.
El pensamiento debe ordenarlo uno mismo y más el que nace del interior, ese que incapacita, fatiga y acobarda. Debe uno hacerlo suyo con disciplina, sin esperar que desde fuera alguien declare que vivimos en una sociedad donde hay libertad de pensamiento. Creer en esa libertad es renunciar a sacarte los colores, o lo que es igual, a poner a prueba el valor que en ti se esconde.