Simón Rabanal
Domingo, 28 de Abril de 2013

La filosofía saca los colores

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Tienes un problema cuando tratas de defender algo que para ti es esencial. Además, te sacarán los colores si al tratar de explicarlo nadie lo entiende y el valor se oculta. Entonces te vienes abajo y ese alegato tan encendido se apaga. Esto es justo lo que sucede con la filosofía, con el agravante de que el problema se triplica y el sonrojo se intensifica.

Por un lado, fijas la atención en sus méritos y ves que sólo te proporciona dolores de cabeza, ese dolor que aparece cuando intentas dar solución a lo que históricamente ha sido insoluble. Y entonces te acobardas y con poca decisión acudes a un filósofo, como Platón, para buscar sabiduría.  Pero esta labor, de por sí frustrante dados los tiempos que vivimos, produce fatiga.

Por otro lado, surgen las dudas respecto a la posibilidad de rendir cuentas ante los demás o ante ti mismo, bien en tu faceta docente, bien como simple individuo y, cuando llegan, buscas acomodo detrás de una decisión solemne para sobrellevar el momento. Pero pronto empiezas a temer sobre la solidez de esa primera elección. Confías, no obstante, en tu incapacidad para ser merecedor de un pensamiento original y bienintencionado para tus semejantes. Y despachas esas decisiones como pensamientos mustios, a fin de evitar las vacilaciones. Echas mano de Kant y más hoy, dados los tiempos que vivimos, para que te guíe con sus ideas. Y sólo hallas consuelo, la deliciosa apuesta por unos ideales vacíos y ciegos. Esto, además, genera incapacidad.

Por último, utilizas la filosofía como escudo en los malos momentos. Te atreves con ideas-fuerza, ideas revolucionarias y resistentes al tiempo. Abrazas en ellas a esos estudiosos de la solidaridad y la vocación por lo humano, a Marx, a Russell... Pero llega el bochorno porque nada sirve a aquello en lo que crees. Esto genera cobardía y, dados los tiempos que vivimos, mejor ser cobarde que humano.


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Si vale de algo apostar por los ideales, la defensa de la filosofía no puede limitarse a inmovilizar el pensamiento, ni tampoco a entretener a aquellos a los que les gusta una música orquestada por otros. Ni siquiera para entristecer al que no tiene una solución frente a los problemas. Precisamente por vivir en los tiempos que vivimos.

Es posible que la filosofía que se imparte hoy, una suerte de ideas hilvanadas por la lógica de la situación y de los problemas filosóficos de siempre, obligue por la fuerza de su palabra a fijar la atención en aquello que crees, a hacerlo público y pelear juntos al abrigo de las decisiones que nos hacen humanos. Siendo así, la filosofía tiene el valor de hacernos sonrojar porque hoy, como siempre, es interrogativa, exigente y práctica. Un valor que Diógenes supo hacer llegar de las formas más variopintas, aunque el alumno fuera todo un general como Alejandro Magno.

El pensamiento debe ordenarlo uno mismo y más el que nace del interior, ese que incapacita, fatiga y acobarda. Debe uno hacerlo suyo con disciplina, sin esperar que desde fuera alguien declare que vivimos en una sociedad donde hay libertad de pensamiento. Creer en esa libertad es renunciar a sacarte los colores, o lo que es igual, a poner a prueba el valor que en ti se esconde.

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