Elogio del moro
En medio de la barbarie islamista que, a cada poco, nos azota, no resulta fácil escribir algo bueno sobre la cultura de los árabes. Y, sin embargo, es una de las grandes culturas universales. Pienso, especialmente, en la que durante la Edad Media tuvo como escenario la Península Ibérica, el territorio que ellos llamaban Al-Andalus. Aquí, en efecto, destacaron científicos y filósofos, como Averroes o Abentofail. Aquí dejaron los árabes un legado arquitectónico sin parangón en el mundo. Aquí escribieron una literatura asombrosa por su poderío expresivo y su atrevidísima temática (nada que ver con los fundamentalismos que hoy campan a sus anchas en casi todos los países de religión musulmana).
Tuve la suerte de familiarizarme con la literatura hispanoárabe durante mis estudios en la complutense Facultad de Filosofía y Letras, donde el arabismo había alcanzado un altísimo nivel gracias a figuras como Julián Ribera, Miguel Asín Palacios o Emilio García Gómez. Los libros de este último están entre las más gozosas revelaciones de aquellos años: Poesía arábigoandaluza, Cinco poetas musulmanes, junto a sus estudios sobre las jarchas, su edición de la obra completa de Ibn Quzman, y su magistral traducción de El collar de la paloma, el bellísimo tratado sobre el amor y los amantes escrito por Ibn Hazm de Córdoba.
Hace unos días cayó en mis manos un librito de García Gómez que desconocía: Silla del moro y nuevas escenas andaluzas (1954). Su lectura me ha permitido descubrir que el filólogo madrileño no solo fue un gran arabista sino también un prosista excepcional. Estos ensayos tienen como motivo el último enclave moro en la Península, el reino de Granada, con sus palacios y jardines que parecen sacados de Las mil y una noches: Torres Bermejas, Generalife, Comares, la Alhambra, el lugar ensoñado que inspiró la imaginación de Washington Irving, la música de Falla y, claro, la poesía de Federico García Lorca, con el que García Gómez sostuvo estrecha amistad: "Solo un granadino ha podido sentir con tan punzante intimidad el encanto del agua de Granada: ríos, surtidores, acequias, aljibes, fuentes, pilares, cascadas, albercas…"
"Sin el árabe es muy difícil comprender buena parte de la Edad Media", sigue diciendo el arabista, y era esta una convicción muy extendida por los años 70, fascinados como estábamos por la teoría de las tres Españas de Américo Castro, sin duda excesiva, por idealizada, pero a la vez enormemente atractiva y con su punto de verdad. Los moros ?por entonces esta palabra no tenía sentido mostrenco alguno? fueron derrotados por la Cristiandad, y esto es algo de lo que debemos sentirnos orgullosos como españoles de hoy, pues que finalmente aquí, como en toda Europa y no sin grandes atrocidades, terminaron prevaleciendo los valores del humanismo cristiano. Sin embargo, no fue odio ni rencor sino admiración encendida lo que el moro suscitó en nuestros antepasados de la Edad de Oro: piénsese en la preciosa nouvelle del Abencerraje y Jarifa, donde moro y cristiano rivalizan en nobleza, los romances de tema fronterizo?¿quién no recuerda el bellísimo de Abenámar??, las historias sobre cautivos de Cervantes y de dramaturgos como Lope o Calderón para los moriscos, con tragedias tan hermosas como Amar después de la muerte, o Al Tuzaní de las Alpujarras…
Por desgracia, el Islam de nuestros días poco tiene que ver con aquella refinada civilización de Al Andalus, territorio cuya reconquista reivindica ?y da miedo solo pensarlo? el yihadismo más extremista. Tampoco tiene que ver nada el acercamiento de García Gómez y otros arabistas al mundo musulmán con el que hoy propugna cierta intelectualidad seudoprogresista. "Al dedicarnos a los estudios árabes ?escribía el maestro?, nosotros laboramos por la cultura española (occidental, europea y cristiana)". En cambio, los progres y esnobs a los que me refiero parecen laborar por todo lo contrario, como si asqueados estuvieran de la cultura que nos ha ido haciendo cada vez más libres.
Reciente está, por caso, la entrega del premio Cervantes ?sin duda merecidísimo por la indiscutible originalidad de su obra narrativa? a Juan Goytisolo, un autor que se siente tan incómodo en la España democrática, que ha decidido fijar su residencia en un país árabe donde los valores democráticos brillan por su ausencia, la mujer es un cero a la izquierda y la homosexualidad está penada por la ley. Pues bien, este escritor, que tan implacable fuera con la Dictadura franquista, es ahora complacientemente silencioso con el gobierno del país en que vive, y no desperdicia oportunidad para manifestar su aversión a todo lo cristiano y occidental. Esta aversión llega incluso a las formas pues, a la hora de recoger su merecido premio, nuestro escritor no tuvo empacho en transgredir la etiqueta (fue vestido como le dio la gana, es decir, muy mal), y hasta llegó a declarar que, en realidad, lo que le pedía el cuerpo es haberse enfundado para la ceremonia una chilaba magrebí. En lo que a otras cuestiones se refiere, nuestro comprometido intelectual no tuvo, sin embargo, tantos remilgos. Ninguna objeción hizo, por ejemplo, a la generosa cantidad de euros con que el premio está dotado. Tampoco se tiene noticia de que la donara, al menos en parte, a alguna buena causa panarabista o que afectara a los refugiados de Oriente Medio. Y es que el dinero no sabe de chilabas ni de fraques.
Pero, en fin, por encima de estas miserias y espurias maurofilias, quedémonos con el buen regusto de la prosa de García Gómez y su elogio, sentido y verdadero, del moro.
En medio de la barbarie islamista que, a cada poco, nos azota, no resulta fácil escribir algo bueno sobre la cultura de los árabes. Y, sin embargo, es una de las grandes culturas universales. Pienso, especialmente, en la que durante la Edad Media tuvo como escenario la Península Ibérica, el territorio que ellos llamaban Al-Andalus. Aquí, en efecto, destacaron científicos y filósofos, como Averroes o Abentofail. Aquí dejaron los árabes un legado arquitectónico sin parangón en el mundo. Aquí escribieron una literatura asombrosa por su poderío expresivo y su atrevidísima temática (nada que ver con los fundamentalismos que hoy campan a sus anchas en casi todos los países de religión musulmana).
Tuve la suerte de familiarizarme con la literatura hispanoárabe durante mis estudios en la complutense Facultad de Filosofía y Letras, donde el arabismo había alcanzado un altísimo nivel gracias a figuras como Julián Ribera, Miguel Asín Palacios o Emilio García Gómez. Los libros de este último están entre las más gozosas revelaciones de aquellos años: Poesía arábigoandaluza, Cinco poetas musulmanes, junto a sus estudios sobre las jarchas, su edición de la obra completa de Ibn Quzman, y su magistral traducción de El collar de la paloma, el bellísimo tratado sobre el amor y los amantes escrito por Ibn Hazm de Córdoba.
Hace unos días cayó en mis manos un librito de García Gómez que desconocía: Silla del moro y nuevas escenas andaluzas (1954). Su lectura me ha permitido descubrir que el filólogo madrileño no solo fue un gran arabista sino también un prosista excepcional. Estos ensayos tienen como motivo el último enclave moro en la Península, el reino de Granada, con sus palacios y jardines que parecen sacados de Las mil y una noches: Torres Bermejas, Generalife, Comares, la Alhambra, el lugar ensoñado que inspiró la imaginación de Washington Irving, la música de Falla y, claro, la poesía de Federico García Lorca, con el que García Gómez sostuvo estrecha amistad: "Solo un granadino ha podido sentir con tan punzante intimidad el encanto del agua de Granada: ríos, surtidores, acequias, aljibes, fuentes, pilares, cascadas, albercas…"
"Sin el árabe es muy difícil comprender buena parte de la Edad Media", sigue diciendo el arabista, y era esta una convicción muy extendida por los años 70, fascinados como estábamos por la teoría de las tres Españas de Américo Castro, sin duda excesiva, por idealizada, pero a la vez enormemente atractiva y con su punto de verdad. Los moros ?por entonces esta palabra no tenía sentido mostrenco alguno? fueron derrotados por la Cristiandad, y esto es algo de lo que debemos sentirnos orgullosos como españoles de hoy, pues que finalmente aquí, como en toda Europa y no sin grandes atrocidades, terminaron prevaleciendo los valores del humanismo cristiano. Sin embargo, no fue odio ni rencor sino admiración encendida lo que el moro suscitó en nuestros antepasados de la Edad de Oro: piénsese en la preciosa nouvelle del Abencerraje y Jarifa, donde moro y cristiano rivalizan en nobleza, los romances de tema fronterizo?¿quién no recuerda el bellísimo de Abenámar??, las historias sobre cautivos de Cervantes y de dramaturgos como Lope o Calderón para los moriscos, con tragedias tan hermosas como Amar después de la muerte, o Al Tuzaní de las Alpujarras…
Por desgracia, el Islam de nuestros días poco tiene que ver con aquella refinada civilización de Al Andalus, territorio cuya reconquista reivindica ?y da miedo solo pensarlo? el yihadismo más extremista. Tampoco tiene que ver nada el acercamiento de García Gómez y otros arabistas al mundo musulmán con el que hoy propugna cierta intelectualidad seudoprogresista. "Al dedicarnos a los estudios árabes ?escribía el maestro?, nosotros laboramos por la cultura española (occidental, europea y cristiana)". En cambio, los progres y esnobs a los que me refiero parecen laborar por todo lo contrario, como si asqueados estuvieran de la cultura que nos ha ido haciendo cada vez más libres.
Reciente está, por caso, la entrega del premio Cervantes ?sin duda merecidísimo por la indiscutible originalidad de su obra narrativa? a Juan Goytisolo, un autor que se siente tan incómodo en la España democrática, que ha decidido fijar su residencia en un país árabe donde los valores democráticos brillan por su ausencia, la mujer es un cero a la izquierda y la homosexualidad está penada por la ley. Pues bien, este escritor, que tan implacable fuera con la Dictadura franquista, es ahora complacientemente silencioso con el gobierno del país en que vive, y no desperdicia oportunidad para manifestar su aversión a todo lo cristiano y occidental. Esta aversión llega incluso a las formas pues, a la hora de recoger su merecido premio, nuestro escritor no tuvo empacho en transgredir la etiqueta (fue vestido como le dio la gana, es decir, muy mal), y hasta llegó a declarar que, en realidad, lo que le pedía el cuerpo es haberse enfundado para la ceremonia una chilaba magrebí. En lo que a otras cuestiones se refiere, nuestro comprometido intelectual no tuvo, sin embargo, tantos remilgos. Ninguna objeción hizo, por ejemplo, a la generosa cantidad de euros con que el premio está dotado. Tampoco se tiene noticia de que la donara, al menos en parte, a alguna buena causa panarabista o que afectara a los refugiados de Oriente Medio. Y es que el dinero no sabe de chilabas ni de fraques.
Pero, en fin, por encima de estas miserias y espurias maurofilias, quedémonos con el buen regusto de la prosa de García Gómez y su elogio, sentido y verdadero, del moro.





