Claro García
Sábado, 09 de Abril de 2016

La casa

El guionista y escritor astorgano Claro García nos anticipa este relato inédito incluido en un libro de cuentos que se publicará en breve

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A finales del verano mi hermana y yo fuimos a ver los disparos que había efectuado papá sobre la casa del pueblo la misma tarde en la que murió. Llovía, igual que la tarde de hacía cuarenta años en la que mi padre montó la pistola y vació el cargador sobre la puerta. El agua de la lluvia, pesada y caliente, difuminó el olor a pólvora de los disparos producidos por la vieja Astra. Las detonaciones resonaron de monte en monte hasta que terminaron apagándose en la longitud del valle. La última detonación, la definitiva, destrozó la parte derecha de la cabeza de papá que, inesperadamente, después de haber acribillado la puerta, giró el cañón del arma hacia su rostro y apretó el gatillo. Quienes lo vieron me dijeron que a pesar de la tremenda herida mi padre había tenido tiempo de pronunciar unas palabras ininteligibles antes de caer muerto sobre el charco que se formaba todas las primaveras a la puerta de casa por las rodaduras de los tractores.

 

La tarde en la que mi hermana y yo llegamos al pueblo nos sorprendió la fachada, que se moría de puro vieja. Demasiado sol, demasiada lluvia y demasiadas heladas. Hacía años que deberíamos haber efectuado arreglos que gran parte de la familia considerábamos urgentes, pero también hacía mucho que deberíamos haber cambiado en el cementerio la lápida de mamá, que se había partido en la base que sostenía la cruz de mármol y, por supuesto, hacía ya mucho que deberíamos haber inutilizado la pistola de papá. También deberíamos haber venido a visitar a Matilde, la señora que nos cuidó a mi hermana y a mí cuando éramos pequeños; una mujer del pueblo que nos quería como si fuéramos sus hijos y que había atendido a papá en la vieja casona mucho antes de que mamá llegase a habitar en ella.

 

Sin embargo, y en eso mi hermana no dejaba de tener razón, en lo relativo al pueblo y a la casa, el tiempo jamás nos había metido prisa, como si allí todo siguiera sucediendo en presente; como si los días solamente transcurrieran en Madrid y se hubiesen olvidado de pasar por aquel otro mundo tan pequeño repleto de viejas fachadas, estaciones abandonadas, carreteras intransitables, charcos congelados y tardes interminables donde solo habitaba la lluvia, el viento y la nieve. En el pueblo, el tiempo no era más que un espejismo, aunque observado por los que llegábamos de fuera, su paso había producido cambios que resultaba imposible compartir con los más jóvenes. La iglesia, por ejemplo, olía de forma distinta, pero nadie parecía darse cuenta. El sonido de las campanas era diferente debido a la nueva carretera, que había trazado una cicatriz incurable en la arboleda. Por otra parte, algunas de las casas que mi hermana y yo conocíamos desde siempre se habían convertido en pequeños hoteles rurales que atraían gentes, automóviles y expresiones y comportamientos que pertenecían a los habitantes del otro lado de las montañas. Todo había cambiado, pero todo, en el fondo, seguía igual: allí, frente a la casa, continuaba el hueco del charco sobre el que papá se había desplomado con la cabeza partida por el balazo, y allí estaba la lluvia de la tarde, y el valle por el que huyeron las detonaciones de los disparos, espantados de sí mismos; y allí seguía la sonrisa de papá desdibujada en el aire mientras caía muerto pronunciando unas palabras que nadie comprendió. Y, sobre todo, allí seguía la casa.

 

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Envueltos en la tarde del verano, junto a la fachada que tantos arreglos necesitaba, Pura, la hija de la mujer que nos había cuidado, nos recibió con un beso. Parecía perdonar así los años que llevábamos sin llamar a su madre, a Matilde. Pensé en las visitas que torpemente aplazamos, en las llamadas que no hicimos. Pensé en todo a la vez: en las oscuras habitaciones de la casa que yo apenas recordaba, en los arreglos que no efectuamos, en la lápida resquebrajada de la tumba de mamá, en la pistola de papá y en el charco frente a la puerta.

 

Matilde seguía con vida, aunque estaba en cama, muy enferma. No nos reconoció. Su piel tenía el mismo color abandonado que la fachada de la casa. Un color arrugado, de cicatriz o ceniza; el color de los años cuando se amontonan sin orden, a la intemperie. Pura nos dijo que su madre no podía oír. Tampoco veía. Sus días discurrían hacia dentro, hacia un interior habitado por voces que Matilde respondía de la misma manera que si siguiera viviendo en la casa con papá, con mamá y con nosotros. Para ella, según nos dijo su hija, el tiempo no había transcurrido; o quizás, había retrocedido. Las voces que Matilde escuchaba en su interior y a las que respondía de inmediato manteniendo diálogos llenos de sentido, eran las voces de mamá, de papá, y las de la propia Matilde que, al parecer, por algún motivo que los médicos no sabían explicar, se había quedado a vivir para siempre en aquella época feliz del pasado en la que fue dueña y señora de la casa del joven médico que había llegado al pueblo. Tres años después, aquella mujer seguía atendiendo a mi padre, a la jovencísima esposa con la que acababa de casarse en la capital, y a los dos hijos que tuvieron. Primero mi hermana y después yo.

 

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La demencia, según me dijo Pura, se había apoderado de ella de la misma forma que muchos años antes se había adueñado de mamá. Mamá, repitió mi hermana en el comedor del hotelito rural en el que habíamos decidido hacer noche a pesar de la invitación de Pura para que nos quedásemos en su casa. Mamá, repetí yo. Mamá y sus voces, semejantes a las que ahora oía Matilde. Mamá y su locura. Mamá gritando desnuda por las calles del pueblo, perseguida por los gritos y las voces de una casa, la nuestra, que según ella la llamaba por su nombre y le susurraba, amenazante. Una casa que pretendía asesinarla. Mamá. Mamá y su hermosa y terrible locura; mamá la loca, la loquísima; y tan normal que parecía la pobre mujer del médico, llegaron a pensar en el pueblo. Tan normal la loca esa, dijeron luego abiertamente. Tan normal, mamá, muerta normalmente de muerte natural en un psiquiátrico de Francia, amenazada y perseguida, según ella, por una casa perdida en un pueblo de España. Una casa que para ella estaba viva. 

 

Al salir del comedor de la casa rural, antes de irse a dormir, mi hermana me entregó la pistola de papá que le había dado Pura. La vieja Astra resplandecía a la luz de la luna cuando de madrugada abandoné el pequeño hotel y atravesé las calles que años antes mamá había recorrido desnuda, gritando y arrancándose el pelo, obsesionada por las voces que habitaban su cabeza.

 

El pueblo estaba desierto. Ladró un perro. No sé si llegué a oírlo. Pensaba que hubo momentos sorprendentes, según me contaron de niño, en los que papá llegó a darle la razón a mamá, como si él también hubiese oído las voces de la casa, las que volvieron loca, como si él también, en cierta forma, hubiese enloquecido.

 

De la tarde en la que papá disparó a la puerta hacía ya más de cuarenta años, pero los agujeros en la madera parecían extrañamente recientes. Los impactos habían trazado orificios perfectamente limitados; círculos violentos en cuyo fondo aún se adivinaba el resplandor opaco del plomo muerto de los proyectiles de 9 milímetros. Me habían contado la historia tantas veces que me resultó fácil ver a papá allí sentado frente a la casa, en silencio. Parecía estar escuchando algo, dijo después el cura. Al final de la tarde, ante un grupo silencioso que se limitaba a observar su extraña actitud, papá sacó del maletín la pistola y abrió fuego.

 

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A la luz de la luna los balazos de la puerta me parecieron más rotundos. Un silencio espeso se extendía calle abajo. Saqué del bolsillo la linterna, y con la punta de una pequeña navaja extraje el proyectil incrustado en el centro de la puerta. Me sorprendió el calor que aún desprendía. Sentí en los dedos una viscosidad que no llegó a extrañarme, y fue entonces cuando lo comprendí todo: frente a mí, mientras extraía los proyectiles, la casa respiró y se estremeció en un temblor de alivio que recorrió la blanquecina piel de la fachada. Sus ventanas me miraron sorprendidas, como si me conocieran. Introduje la navaja en el siguiente orificio y saqué otro proyectil que cayó al suelo con un sonido sordo de madera, de sangre, de cobre y de plomo. La casa abrió entonces su gran boca del balcón, y las ventanas volvieron a mirarme sin comprender, o sin querer hacerlo, mientras yo apoyaba el cañón del arma en la puerta, en el mismo lugar en el que había extraído el primer proyectil, y luego hacía fuego tres veces hasta asegurarme de que las balas atravesaban por fin la madera y se adentraban en la casa rebotando por pasillos y corredores que hacían las veces de venas y de arterias; y volví a disparar, y disparé de nuevo, y estuve seguro de que un proyectil había alcanzado su corazón porque oí el grito con la misma claridad con la que había oído antes el ladrido del perro. Y estuve seguro de nuevo porque al otro lado de la calle, Matilde, de pie tras la ventana, se llevó la mano al pecho, al mismo lugar en el que yo había efectuado los últimos disparos, y sentí la respiración de la casa a mi espalda; un sonido de fuelle cargado de años, de humedades y de amor. Tuve tiempo de ver a Matilde desplomarse tras los cristales. La casa la sobrevivió un instante y luego se desmoronó sobre sí misma mientras los perros ladraban anunciando un amanecer difunto, incomprendido para casi todos.

 

 

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