Abocados al fracaso
Desde que empecé a escribir para este periódico, no he dejado ni un día de pensar en toda la gente que a menudo me lee y de la que gustosa escucho todas sus opiniones, por diversas que sean. Independientemente de los temas que trate en mis artículos, siempre he observado como mis palabras son las palabras de muchas personas más, algo que resulta tan gratificante como enriquecedor y de lo que, os aseguro, estoy muy orgullosa.
Cada mes, dedico unos días a la reflexión sobre el tema que voy a tratar y a pesar de ser temas lo que sobran, no es fácil elegir uno que exprese lo que se quiere transmitir a través de una voz englobando muchas.
Es por ello que ante la infinidad de cuestiones, conflictos o mareas de inquietudes que rondan cada día las mentes de la ciudadanía, he decido escribir sobre hechos que se desarrollan diariamente en nuestra sociedad, que generan la expectación que requieren, copan las tertulias cotidianas y que, últimamente, no hacen otra cosa más que generarnos problemas; problemas generales y colectivos que no permiten dejar de lado los personales e individuales y que se añaden a los predestinados e inevitables.
Si partimos de la base de que la vida son etapas y que todo se paga plazos, los seres humanos entienden las dificultades que se les presentan, afrontándolas e intentando solucionarlas y luchando cada día por seguir adelante, aún contando con el viento en contra.
De este modo quizás se entienda, esa capacidad y ese afán innato de solucionar los problemas, sin con ello pretender que el día a día se desarrolle sin complicaciones. Si bien es cierto, que cuántos menos obstáculos se nos presenten en el camino mejor, pero también sabemos que de ellos aprendemos y creo que es algo con lo que, sin a penas rechistar, contamos.
Pero de ahí a que las circunstancias se extralimiten, hay un trecho. Las personas no están dispuestas (o no deberían) a que cada día se les ponga a prueba, se les insulte y falte al respeto o incluso se llegue a poner en entredicho lo poco que pueden decidir en temas de organización, gobernanza o subordinación. No se puede permitir que todas, absolutamente todas las instituciones que un día se pusieron a nuestra disposición hoy hagan de todo menos estar a nuestro servicio.
El Estado y sus poderes, La Casa Real, la Unión Europea... Instituciones que hoy en día se antojan inútiles, desvirtuadas y desvalijadas, olvidan que una vez fueron claros objetos de luchas en las que, iguales a nosotros, llegaban incluso a perder la vida. Objetivos por los que se ha luchado sin descanso para que hoy en día nosotros dispongamos de ellas continuando su valioso legado, sin la necesidad de que quienes se creen los mayores exponentes de su defensa, paseen su autoridad por grandes instancias con legitimidad para arrebatárnoslas. Yace la rabia por dentro cuando vemos que todo lo que en la edad de oro de nuestro país, y del mundo, se consiguió y se creó con fines admirables y de continua renovación hoy resulta ser poco más que las cuatro migajas que deja en la mesa un pedazo de pan después de una comida.
Todo, absolutamente todo, sin excepción, ha destruido sus orígenes y sus valores transformado sus principios, sin que los ciudadanos de a pie se vean capaces de hacer nada por evitarlo. Ni si quiera con los pocos mecanismos que se les suponen en su haber, ya que éstos quedan burlados nada más que se presenta oportunidad.
La inmundicia que nos rodea, la soberbia y el ansia de poder tienen tirón, y siempre lo han tenido, pero mucho más ahora cuando parece que la vida es una película de grises, donde nadie está limpio y donde la mayoría de las veces cualquiera acaba poniéndose de parte del atracador en vez del atracado. Donde forma parte de lo cotidiano que salga a flote la bascosidad que nos rodea y nos ahoga por todos lados de este mundo, que lejos de ser ya nuestro, se ha convertido en una denuncia social de alto calado. Donde el problema es que nuestro guión ha pasado en los últimos tiempos a ser tan irreal que ha adelantado a la ficción por la izquierda y donde cada día las políticas a seguir dejan desbordados los pilares del equilibrio.
Sin embargo, esa vomitiva realidad de la política no resta valor a otros conflictos, por el contrario la hace más clarividente a los ojos del espectador, que asume como suya la indignidad que se eleva por su garganta hasta llegar incluso a irritar la mirada. Al final, todos, acabamos ganando en rencor y odio hasta perder la humanidad quedando todo colapsado, pues si la confianza se pierde, la esperanza se agota, mientras este constante caos en el que vivimos no parece tener ni solución ni caducidad.
Cómo podemos defender este mundo, o incluso nuestro propio país, un país que se levanta cada día con las cenizas del día anterior. A menudo, despierto con la animación de buscar argumentos en un nuevo día, luchando por tener algo que defender, pero generalmente resultan ser las mismas decepciones con fecha y hora diferente.
Nos queremos libres, pero no sabemos respetarnos; no entendemos que tanto necesitan otros de nosotros como nosotros de ellos y solemos olvidar, con demasiada facilidad, que los destinos sin conectividad están abocados al fracaso.
Desde que empecé a escribir para este periódico, no he dejado ni un día de pensar en toda la gente que a menudo me lee y de la que gustosa escucho todas sus opiniones, por diversas que sean. Independientemente de los temas que trate en mis artículos, siempre he observado como mis palabras son las palabras de muchas personas más, algo que resulta tan gratificante como enriquecedor y de lo que, os aseguro, estoy muy orgullosa.
Cada mes, dedico unos días a la reflexión sobre el tema que voy a tratar y a pesar de ser temas lo que sobran, no es fácil elegir uno que exprese lo que se quiere transmitir a través de una voz englobando muchas.
Es por ello que ante la infinidad de cuestiones, conflictos o mareas de inquietudes que rondan cada día las mentes de la ciudadanía, he decido escribir sobre hechos que se desarrollan diariamente en nuestra sociedad, que generan la expectación que requieren, copan las tertulias cotidianas y que, últimamente, no hacen otra cosa más que generarnos problemas; problemas generales y colectivos que no permiten dejar de lado los personales e individuales y que se añaden a los predestinados e inevitables.
Si partimos de la base de que la vida son etapas y que todo se paga plazos, los seres humanos entienden las dificultades que se les presentan, afrontándolas e intentando solucionarlas y luchando cada día por seguir adelante, aún contando con el viento en contra.
De este modo quizás se entienda, esa capacidad y ese afán innato de solucionar los problemas, sin con ello pretender que el día a día se desarrolle sin complicaciones. Si bien es cierto, que cuántos menos obstáculos se nos presenten en el camino mejor, pero también sabemos que de ellos aprendemos y creo que es algo con lo que, sin a penas rechistar, contamos.
Pero de ahí a que las circunstancias se extralimiten, hay un trecho. Las personas no están dispuestas (o no deberían) a que cada día se les ponga a prueba, se les insulte y falte al respeto o incluso se llegue a poner en entredicho lo poco que pueden decidir en temas de organización, gobernanza o subordinación. No se puede permitir que todas, absolutamente todas las instituciones que un día se pusieron a nuestra disposición hoy hagan de todo menos estar a nuestro servicio.
El Estado y sus poderes, La Casa Real, la Unión Europea... Instituciones que hoy en día se antojan inútiles, desvirtuadas y desvalijadas, olvidan que una vez fueron claros objetos de luchas en las que, iguales a nosotros, llegaban incluso a perder la vida. Objetivos por los que se ha luchado sin descanso para que hoy en día nosotros dispongamos de ellas continuando su valioso legado, sin la necesidad de que quienes se creen los mayores exponentes de su defensa, paseen su autoridad por grandes instancias con legitimidad para arrebatárnoslas. Yace la rabia por dentro cuando vemos que todo lo que en la edad de oro de nuestro país, y del mundo, se consiguió y se creó con fines admirables y de continua renovación hoy resulta ser poco más que las cuatro migajas que deja en la mesa un pedazo de pan después de una comida.
Todo, absolutamente todo, sin excepción, ha destruido sus orígenes y sus valores transformado sus principios, sin que los ciudadanos de a pie se vean capaces de hacer nada por evitarlo. Ni si quiera con los pocos mecanismos que se les suponen en su haber, ya que éstos quedan burlados nada más que se presenta oportunidad.
La inmundicia que nos rodea, la soberbia y el ansia de poder tienen tirón, y siempre lo han tenido, pero mucho más ahora cuando parece que la vida es una película de grises, donde nadie está limpio y donde la mayoría de las veces cualquiera acaba poniéndose de parte del atracador en vez del atracado. Donde forma parte de lo cotidiano que salga a flote la bascosidad que nos rodea y nos ahoga por todos lados de este mundo, que lejos de ser ya nuestro, se ha convertido en una denuncia social de alto calado. Donde el problema es que nuestro guión ha pasado en los últimos tiempos a ser tan irreal que ha adelantado a la ficción por la izquierda y donde cada día las políticas a seguir dejan desbordados los pilares del equilibrio.
Sin embargo, esa vomitiva realidad de la política no resta valor a otros conflictos, por el contrario la hace más clarividente a los ojos del espectador, que asume como suya la indignidad que se eleva por su garganta hasta llegar incluso a irritar la mirada. Al final, todos, acabamos ganando en rencor y odio hasta perder la humanidad quedando todo colapsado, pues si la confianza se pierde, la esperanza se agota, mientras este constante caos en el que vivimos no parece tener ni solución ni caducidad.
Cómo podemos defender este mundo, o incluso nuestro propio país, un país que se levanta cada día con las cenizas del día anterior. A menudo, despierto con la animación de buscar argumentos en un nuevo día, luchando por tener algo que defender, pero generalmente resultan ser las mismas decepciones con fecha y hora diferente.
Nos queremos libres, pero no sabemos respetarnos; no entendemos que tanto necesitan otros de nosotros como nosotros de ellos y solemos olvidar, con demasiada facilidad, que los destinos sin conectividad están abocados al fracaso.




