14 de abril
Un día un país emprende la hermosa tarea de mejorar las condiciones de vida de sus habitantes sin distinciones de sexo, clase social, riqueza, ideas políticas o creencias religiosas.
Un día un país cree en la igualdad.
Un día un país se organiza en una República democrática de trabajadores de toda clase (había modistas y carteros y ‘kioskeros’ y serenos y jornaleros y militares y empleados públicos…) en régimen de libertad y de justicia.
Y todos ellos ese día, que resulta ser martes, salen de sus casas y se dirigen a sus plazas que se van abarrotando de gente hasta que no cabe un alfiler. La mezcla de sonidos y de voces transforma por unas horas el aire en un clamor continuo. Todo huele a primavera, a abril, a posibilidad.
Desde temprano dos costureras del barrio de Tetuán, los brazos trenzados, caminan raudas hasta alcanzar la Puerta del Sol. Llegan exhaustas, con marcas de sudor en sus camisas blancas y una sonrisa de clavel en sus labios.
Muy cerca de la calle del Carmen un tenor entona el himno de Riego, todos le escuchan respetuosos, secundan su estribillo: “Soldados la patria nos llama a la lid, juremos por ella vencer o morir”. Al final se oyen aplausos.
Un novio coge la mano a su novia y ella, alborozada, le planta un beso en la mejilla.
Algunos hombres, aupados en improvisados templetes, ondean los colores de la esperanza. Se trata de la misma bandera que se va colgando, aquí y allá, de numerosos balcones donde también se apiña la gente.
En una esquina un monaguillo piensa que algo está cambiando y que tal vez ello suponga la abolición del viacrucis.
Los funcionarios dejan sus ministerios a media mañana y se dirigen al que es hoy epicentro del mundo. Mientras el aire fresco les da en el rostro sueñan con enfermeras a las que esperaran el sábado por la noche, sustituidas sus medias blancas por otras de cristal y color carne, en la puerta del baile. Y muchos taberneros y zapateros y libreros y dueños de las tiendas de ultramarinos y hasta algunos barberos echan el cierre de sus locales para dejarse mecer, ellos también, por los colores y los olores y la música y el bullicio de la fiesta.
“República, España es hoy una República”, anuncia a grito pelado un espigado vendedor de periódicos mostrando en alto un ejemplar del Heraldo, mientras soporta un montón de periódicos en el otro brazo. Pese a su pericia demostrada como vendedor a casi nadie parecen interesarle las noticias, pues Ellos son hoy noticia de esperanza y primera plana.
Un jornalero barrunta que está más cerca que nunca de alcanzar la jornada de ocho horas y el aumento de sueldo que desde hace meses viene reclamando. No es el único. También lo hacen los mineros y los pastores y los torneros, y los braceros, y los aparceros en otros lugares y plazas.
Las modistas aspiran a confeccionar trajes parecidos a las de esas actrices de Hollywoord que pegadas a sus novios miran con envidia los domingos en los cines de barrio de sesión continua.
Una jauría de niños, aprovechando que sus maestros les han dado el día libre para concentrarse, ellos también, en la plaza, huyen a los arrabales para jugar con improvisados columpios construidos con viejas tablas. Pero no pueden sustraerse del ambiente que se respira, muy al contrario, son un fiel calco del mismo. “Así deberían ser todos los países civilizados” grita un chaval más espabilado que el resto, encaramado en un montículo de tierra, proclamando que todas las semanas estén compuestas de seis martes y un domingo. El resto de chicos haciéndole corro dan gritos de alegría.
Los periodistas que preparan las crónicas de ese día, y los políticos que esbozan los discursos del nuevo futuro, y los militares que con su cautela afianzan la rendición de la intolerancia, parecen ser los únicos que trabajan hoy, mientras una multitud enfervorecida aguarda a que del balcón principal, del balcón del Ministerio de la Gobernación, aparezca el Presidente del Comité Revolucionario, Don Niceto Alcalá-Zamora, pues dicen, y se ha corrido la voz como un reguero de pólvora, que ya está allí.
A las siete de la tarde declara: "Las elecciones del domingo han tenido un complemento grandioso con el requerimiento que ayer hizo la opinión pública para que el régimen monárquico desaparezca y la implantación en el día de hoy de la República por un acto de voluntad soberana, de iniciativa del país sin el menor trastorno, completando aquella empresa de tal manera, que el mundo entero sentirá y admirará la conducta de España, ya puesta en otras manos con un orden ejemplar”.
Esto ocurrió el 14 de abril de 1931, hace ochenta y cinco años, y aunque parece que “fue un sueño de cerezas y rosas, una nube de paso, un sol de verano”… hay fotografías y documentos que lo atestiguan y unos pocos mayores que con memoria prodigiosa, es lo que pasa con las cosas de verdad, aciertan todavía a evocarlo.
Un día un país emprende la hermosa tarea de mejorar las condiciones de vida de sus habitantes sin distinciones de sexo, clase social, riqueza, ideas políticas o creencias religiosas.
Un día un país cree en la igualdad.
Un día un país se organiza en una República democrática de trabajadores de toda clase (había modistas y carteros y ‘kioskeros’ y serenos y jornaleros y militares y empleados públicos…) en régimen de libertad y de justicia.
Y todos ellos ese día, que resulta ser martes, salen de sus casas y se dirigen a sus plazas que se van abarrotando de gente hasta que no cabe un alfiler. La mezcla de sonidos y de voces transforma por unas horas el aire en un clamor continuo. Todo huele a primavera, a abril, a posibilidad.
Desde temprano dos costureras del barrio de Tetuán, los brazos trenzados, caminan raudas hasta alcanzar la Puerta del Sol. Llegan exhaustas, con marcas de sudor en sus camisas blancas y una sonrisa de clavel en sus labios.
Muy cerca de la calle del Carmen un tenor entona el himno de Riego, todos le escuchan respetuosos, secundan su estribillo: “Soldados la patria nos llama a la lid, juremos por ella vencer o morir”. Al final se oyen aplausos.
Un novio coge la mano a su novia y ella, alborozada, le planta un beso en la mejilla.
Algunos hombres, aupados en improvisados templetes, ondean los colores de la esperanza. Se trata de la misma bandera que se va colgando, aquí y allá, de numerosos balcones donde también se apiña la gente.
En una esquina un monaguillo piensa que algo está cambiando y que tal vez ello suponga la abolición del viacrucis.
Los funcionarios dejan sus ministerios a media mañana y se dirigen al que es hoy epicentro del mundo. Mientras el aire fresco les da en el rostro sueñan con enfermeras a las que esperaran el sábado por la noche, sustituidas sus medias blancas por otras de cristal y color carne, en la puerta del baile. Y muchos taberneros y zapateros y libreros y dueños de las tiendas de ultramarinos y hasta algunos barberos echan el cierre de sus locales para dejarse mecer, ellos también, por los colores y los olores y la música y el bullicio de la fiesta.
“República, España es hoy una República”, anuncia a grito pelado un espigado vendedor de periódicos mostrando en alto un ejemplar del Heraldo, mientras soporta un montón de periódicos en el otro brazo. Pese a su pericia demostrada como vendedor a casi nadie parecen interesarle las noticias, pues Ellos son hoy noticia de esperanza y primera plana.
Un jornalero barrunta que está más cerca que nunca de alcanzar la jornada de ocho horas y el aumento de sueldo que desde hace meses viene reclamando. No es el único. También lo hacen los mineros y los pastores y los torneros, y los braceros, y los aparceros en otros lugares y plazas.
Las modistas aspiran a confeccionar trajes parecidos a las de esas actrices de Hollywoord que pegadas a sus novios miran con envidia los domingos en los cines de barrio de sesión continua.
Una jauría de niños, aprovechando que sus maestros les han dado el día libre para concentrarse, ellos también, en la plaza, huyen a los arrabales para jugar con improvisados columpios construidos con viejas tablas. Pero no pueden sustraerse del ambiente que se respira, muy al contrario, son un fiel calco del mismo. “Así deberían ser todos los países civilizados” grita un chaval más espabilado que el resto, encaramado en un montículo de tierra, proclamando que todas las semanas estén compuestas de seis martes y un domingo. El resto de chicos haciéndole corro dan gritos de alegría.
Los periodistas que preparan las crónicas de ese día, y los políticos que esbozan los discursos del nuevo futuro, y los militares que con su cautela afianzan la rendición de la intolerancia, parecen ser los únicos que trabajan hoy, mientras una multitud enfervorecida aguarda a que del balcón principal, del balcón del Ministerio de la Gobernación, aparezca el Presidente del Comité Revolucionario, Don Niceto Alcalá-Zamora, pues dicen, y se ha corrido la voz como un reguero de pólvora, que ya está allí.
A las siete de la tarde declara: "Las elecciones del domingo han tenido un complemento grandioso con el requerimiento que ayer hizo la opinión pública para que el régimen monárquico desaparezca y la implantación en el día de hoy de la República por un acto de voluntad soberana, de iniciativa del país sin el menor trastorno, completando aquella empresa de tal manera, que el mundo entero sentirá y admirará la conducta de España, ya puesta en otras manos con un orden ejemplar”.
Esto ocurrió el 14 de abril de 1931, hace ochenta y cinco años, y aunque parece que “fue un sueño de cerezas y rosas, una nube de paso, un sol de verano”… hay fotografías y documentos que lo atestiguan y unos pocos mayores que con memoria prodigiosa, es lo que pasa con las cosas de verdad, aciertan todavía a evocarlo.




