A propósito de una espera
La estamos esperando, pero no llega, no acaba de llegar. Desde hace días la vengo viendo asomarse en las ramas altas de los chopos sin atreverse a salir del todo. Parece que tuviera miedo. Quizá tema que le pase lo que le pasó hace un mes cuando vino alegre y confiada a los almendros y melocotoneros. Entonces, un viento gélido cargado de lluvia y granizo bajó inesperadamente de las cumbres nevadas de las montañas y arremetió contra ella durante dos días y dos noches. La zarandeó, la quebró y la tiró al suelo. Daba pena ver bajo aquellos árboles el suelo cubierto de flores blancas y rosadas, todas ellas rotas y sucias, salpicadas de barro. Todas muertas, cuando apenas un día o dos antes habían lucido jóvenes y hermosas en las ramas, como si nunca fueran a marchitarse. A veces pasa esto.
No es la primera vez que viniendo antes de tiempo tiene que retirarse, y que luego le cuesta ponerse otra vez en camino. Pero yo sé que vendrá, y que vendrá poco a poco, sin hacer ruido, sin que lo notemos. Y un día, cuando ya no la esperemos, cuando hayamos perdido toda esperanza, cuando nos hayamos acostumbrado a su ausencia, nos daremos cuenta de que está aquí. Ese día no será como los demás, será un día diferente. Ya de mañana el cielo aparecerá limpio de nubes negras y feas, brillante como el cristal. Notaremos que el aire se ha vuelto tibio y que viene cargado de olores silvestres que nos transportan sin querer a nuestra infancia, a otros días como este, ya lejanos, casi olvidados.
Los cerezos estarán nevados, tanto como lo han estado –como aún lo están– las cumbres de las montañas, y los árboles de la avenida aparecerán pintados de amarillo, la señal inequívoca de que es ella. Por la tarde, el parque se llenará de jóvenes cultivando el amor, algunos impúdicamente, y los adultos al pasar los mirarán y los censurarán, los censurarán y los envidiarán al mismo tiempo. Al final del día, cuando mi mujer regrese de trabajar, la veré en su cara, en sus mejillas encendidas, en su boca sobre todo, que se me antojará una flor, una de aquellas flores frescas y tiernas del melocotonero antes de ser abatida por el viento. Y por la noche, cuando en la cama esté alegremente libando el néctar de esa flor, no podré evitar el acordarme de los almendros y de los melocotoneros, y de sentir por ellos un poco de tristeza. Un poco de tristeza ya siento ahora que el viento se ha parado, que la noche se ha quedado templada y que intuyo que ese día bien puede ser mañana. Y me duermo pensando en ella, abrazado al cuerpo generoso de mi mujer.
La estamos esperando, pero no llega, no acaba de llegar. Desde hace días la vengo viendo asomarse en las ramas altas de los chopos sin atreverse a salir del todo. Parece que tuviera miedo. Quizá tema que le pase lo que le pasó hace un mes cuando vino alegre y confiada a los almendros y melocotoneros. Entonces, un viento gélido cargado de lluvia y granizo bajó inesperadamente de las cumbres nevadas de las montañas y arremetió contra ella durante dos días y dos noches. La zarandeó, la quebró y la tiró al suelo. Daba pena ver bajo aquellos árboles el suelo cubierto de flores blancas y rosadas, todas ellas rotas y sucias, salpicadas de barro. Todas muertas, cuando apenas un día o dos antes habían lucido jóvenes y hermosas en las ramas, como si nunca fueran a marchitarse. A veces pasa esto.
No es la primera vez que viniendo antes de tiempo tiene que retirarse, y que luego le cuesta ponerse otra vez en camino. Pero yo sé que vendrá, y que vendrá poco a poco, sin hacer ruido, sin que lo notemos. Y un día, cuando ya no la esperemos, cuando hayamos perdido toda esperanza, cuando nos hayamos acostumbrado a su ausencia, nos daremos cuenta de que está aquí. Ese día no será como los demás, será un día diferente. Ya de mañana el cielo aparecerá limpio de nubes negras y feas, brillante como el cristal. Notaremos que el aire se ha vuelto tibio y que viene cargado de olores silvestres que nos transportan sin querer a nuestra infancia, a otros días como este, ya lejanos, casi olvidados.
Los cerezos estarán nevados, tanto como lo han estado –como aún lo están– las cumbres de las montañas, y los árboles de la avenida aparecerán pintados de amarillo, la señal inequívoca de que es ella. Por la tarde, el parque se llenará de jóvenes cultivando el amor, algunos impúdicamente, y los adultos al pasar los mirarán y los censurarán, los censurarán y los envidiarán al mismo tiempo. Al final del día, cuando mi mujer regrese de trabajar, la veré en su cara, en sus mejillas encendidas, en su boca sobre todo, que se me antojará una flor, una de aquellas flores frescas y tiernas del melocotonero antes de ser abatida por el viento. Y por la noche, cuando en la cama esté alegremente libando el néctar de esa flor, no podré evitar el acordarme de los almendros y de los melocotoneros, y de sentir por ellos un poco de tristeza. Un poco de tristeza ya siento ahora que el viento se ha parado, que la noche se ha quedado templada y que intuyo que ese día bien puede ser mañana. Y me duermo pensando en ella, abrazado al cuerpo generoso de mi mujer.




