La impudicia
Parece que una vez superado el drama de la alienación, habríamos entrado en el éxtasis de la comunicación. Pero este éxtasis posee la franqueza de que una vez iniciado vuela por sí mismo, pierde el seso y va sin freno y marcha atrás. Se transmite entonces no solamente lo comunicado sino la propia comunicación sin recato ya ni pudor, se muestra el tinglado sin ningún interés por ocultárnoslo.
Lo comunicado es también lo que queda fuera de escena, lo obsceno. Es como si se dijera, no queríais transparencia, pues ahí tenéis la transparencia; el cotarro es nuestro.
No se admite la vergüenza, pues para qué iríamos a pararnos en esas miserias. Sin mayúscula desvergüenza no se hubiera ni visto, ni oído. Ahora a callar: ¡¿Qué te chupe qué!?
Naturalizado el fraude bajo capa del valor único de la transparencia, no se oculta que su ‘podercito’ será visible; y si no ahí estarían los ‘Wikileaks’ o los ‘Papelillos de Panamá’. Pero también vamos viendo la mancilla de ese valor tan mínimo, que solo a quién lo ejerce se le escapa: lo transparentado es el mal.
Sucede esto a menudo en convocatorias de oposiciones de Ayuntamiento, o de diputaciones; también ocurre con los premios literarios. Como si por el hecho de que algo se formule en sus bases, quedara ipso facto legitimado. Y no es así.
Es frecuente leer en esas bases: “El jurado podrá a su vez presentar candidatos…” ¡Por Dios!
Un jurado que en muchas ocasiones es la impudicia total, por su parcialidad y espíritu de cambalache… Pero ya estamos en la época del espectáculo gratuito, del cambalache a la vista, del vacío de contenido, de la superficialidad, de la perplejidad ante la manifestación de un poder que viene cobrándonos la ropa de su desnudez.
Y aunque vaya de rey, viste desnudo.
Parece que una vez superado el drama de la alienación, habríamos entrado en el éxtasis de la comunicación. Pero este éxtasis posee la franqueza de que una vez iniciado vuela por sí mismo, pierde el seso y va sin freno y marcha atrás. Se transmite entonces no solamente lo comunicado sino la propia comunicación sin recato ya ni pudor, se muestra el tinglado sin ningún interés por ocultárnoslo.
Lo comunicado es también lo que queda fuera de escena, lo obsceno. Es como si se dijera, no queríais transparencia, pues ahí tenéis la transparencia; el cotarro es nuestro.
No se admite la vergüenza, pues para qué iríamos a pararnos en esas miserias. Sin mayúscula desvergüenza no se hubiera ni visto, ni oído. Ahora a callar: ¡¿Qué te chupe qué!?
Naturalizado el fraude bajo capa del valor único de la transparencia, no se oculta que su ‘podercito’ será visible; y si no ahí estarían los ‘Wikileaks’ o los ‘Papelillos de Panamá’. Pero también vamos viendo la mancilla de ese valor tan mínimo, que solo a quién lo ejerce se le escapa: lo transparentado es el mal.
Sucede esto a menudo en convocatorias de oposiciones de Ayuntamiento, o de diputaciones; también ocurre con los premios literarios. Como si por el hecho de que algo se formule en sus bases, quedara ipso facto legitimado. Y no es así.
Es frecuente leer en esas bases: “El jurado podrá a su vez presentar candidatos…” ¡Por Dios!
Un jurado que en muchas ocasiones es la impudicia total, por su parcialidad y espíritu de cambalache… Pero ya estamos en la época del espectáculo gratuito, del cambalache a la vista, del vacío de contenido, de la superficialidad, de la perplejidad ante la manifestación de un poder que viene cobrándonos la ropa de su desnudez.
Y aunque vaya de rey, viste desnudo.





