Javier Huerta
Martes, 03 de Mayo de 2016

Cela

Si Cela fue franquista, si fue una persona avida dollars —como Breton dijera de Dalí—, si fue un escritor soberbio y arrogante, dado a los espectáculos escatológicos y, en los últimos tiempos, carnaza de la prensa rosa, a mí —dicho sea celianamente— me importa un cojón. Algo similar, y lo contrario, podría decirse de tantos otros, y en nada debería condicionarnos la simpatía o la antipatía que nos suscita su figura el juicio sobre su literatura, cuya calidad reconocen hasta sus enemigos más contumaces.

 

Cela fue, en sí mismo, un género literario, sin duda el mejor prosista español del siglo xx. Los de mi generación recordamos el impacto que en nosotros tuvo el Viaje a la Alcarria, un libro inconmensurable a pesar de los límites aparentemente locales de su mundo. En su prosa resonaban ecos de los grandes del Siglo de Oro: el Lazarillo, Cervantes, Quevedo… Pocos autores contemporáneos mostraron tanta obsesión como el de Padrón por alcanzar la perfección de estilo: la escritura concebida como una disciplina casi dolorosa, un ejercicio de asceta que se imponía tras cada libro publicado. Mientras otros abusaban de un mismo registro expresivo, Cela lo sometía a constante transformación: véase la novedad estructural de La colmena respecto a la traza más tradicional de La familia de Pascual Duarte; compárese el lirismo de Mrs. Caldwell habla con su hijo o Pabellón de reposo con el neoexpresionismo de Nuevas andanzas del Lazarillo de Tormes. Con San Camilo 1936 creó una novela insólita de la Guerra Civil; insólita porque no hay en ella buenos ni malos, como en tantísimas otras escritas desde una u otra trinchera.

 

Las novelas posteriores acentuaron los desafíos que a sí mismo se iba señalando el futuro premio Nobel. Para entonces Cela, sabedor de que había alcanzado la categoría de clásico en vida gracias a los títulos de su primera época, experimenta con el lenguaje hasta límites casi insoportables: desde Oficio de tinieblas —una «purga de su corazón», dice por toda definición— hasta Cristo versus Arizona, pasando por la impresionante Mazurca para dos muertos —un monumento a la musicalidad del castellano— y Madera de boj. Para ser justos no faltó un borrón en esta última etapa de su itinerario: La cruz de San Andrés, fruto de la codicia millonaria por el desprestigiado Planeta y con la sombra del plagio a sus espaldas.

 

No fue Cela un gran fabulador o contador de historias. En eso le superaron su maestro Baroja e, incluso, Delibes. No es tampoco un autor que nos admire por la profundidad de su pensamiento o la brillantez de los temas. Lo que en Cela importa es, sobre todo, el lenguaje, en el más amplio sentido del término: desde la estructura a la lengua, entronizada por el escritor gallego como la gran protagonista de la fiesta literaria. Ideologías al margen, los escritores de hoy debieran mirarse más en el espejo de la prosa celiana. Para ello tendrían que abandonar el estilo neutro y aséptico que los caracteriza, afín al periodismo más vulgar, trufado de tópicos y giros mostrencos ad maiorem gloriam de la corrección política y de ese estúpido buenismo hoy tan extendido. Tanto en el franquismo como en la democracia Cela fue un incorrecto, un maleducado, acaso un cabrón, pero poseído de un don que a pocos les es concedido: el don de la palabra.

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