Claro García
Martes, 03 de Mayo de 2016

Cortázar. El espacio entre dos sillas


Para Nathalie Rodríguez Rojas

                
A finales de los 70, España se convirtió en un país en technicolor. La Edad de Oro atravesó como un milagro fugaz la columna vertebral de unas calles que todavía estaban llenas de grises que repartían hostias como panes, de bigotitos recortados pulcramente con inequívoca mano militar, de uniformes hechos para desfilar, de curas que bendecían todo lo que les pusieran por delante -incluidos coches, vacas, familias y pantanos-, y de amplios y temibles abrigos verdes que resultaban ideales para que aquellos tipos que iban retrasados en Historia y en otras materias ocultasen pistolas que de cuando en cuando disparaban al aire para abatir sobre la acera de forma asombrosa a un estudiante con alas o a un obrero metalúrgico que en ese instante pasaba volando. Durante mucho tiempo temí aquellos abrigos verdes y la expresión 'ruido de sables', tan inquietante como exacta, y temí también el sonido encapuchado y letal que producían los del otro lado: bombas y disparos en la nuca.

 

Ni unos ni otros pudieron impedir que llegasen años prodigiosos en los que el país se despendoló noche abajo proclamando que el corazón y la mente de los jóvenes estaba hecho de bicicletas blancas, que los días eran semejantes a nubes, que en la escuela se aprendía a manejar cometas y que tenía que llover a cántaros, como profetizaba Pablo Guerrero. Y llovió; así que, poco a poco, verso a verso y muerto a muerto, nos independizamos de fajines, condecoraciones y grupos de miserables.

 

Contra abrigos blindados, puños americanos, brazos en alto, capuchas, pistolas, porras caseras y mentes inmóviles, opusimos el descaro, la risa, la inocencia y la juventud. En los 80 alguien encendió la luz en un rincón de nuestra cabeza, y una noche de colores dispuesta a durar años se instaló en España, que es lo que suele suceder cuando los días de plomo de los dictadores se van por el desagüe. 

 

Brillábamos como diamantes, estábamos delgados y éramos eternos. Todo era posible. Se compartían copas, taxis y Congreso. La noche llegó a ser más luminosa que el día. Nacha era cada vez más Pop; Pedro cada vez más Almodóvar, o quizás menos; Los Secretos escribían un nombre de chica en un vidrio mojado; la estatua del Jardín Botánico sonaba en una Radio cada vez más Futura; las chicas del Drugstore se fueron por fin a casa perseguidas por Derribos Arias, y en los dominios de Madrid, donde jamás se ponía la Luna, Sabina se echó el país a la espalda. 

 

Fue en una de esas noches delgadas, convulsas y movidas, a principios de los 80, cuando conocí a Cortázar.

 

No solamente era Dios, sino que además escribía mejor. Tampoco su reino era de este mundo: donde la gente veía dos sillas, Cortázar se fijaba en el espacio vacío que existía entre ellas y, por supuesto, en la sorprendente historia que allí habitaba. Era la extrañeza, el tiempo escrito, la magia de lo cotidiano. No solo era escritor, era la literatura. Y viceversa. Dios había creado el mundo, y Cortázar lo había reescrito, haciéndolo mucho más interesante. Intenté imitar muchas veces su forma de escribir, y cuando comprendí que no, que no y que no, me limité a llevar un abrigo parecido al suyo, a fumar negro de perfil como hacía en aquella famosa foto en París, a dejarme barba y a decir lo mucho que me gustaba el jazz a pesar de que no tenía ni idea.

 

Una noche, en un bar del centro, oyendo música mientras le imitaba como tantas otras veces fumando de lado y tomando notas en servilletas para parecer más escritor, me dijeron que Cortázar iba a venir a Madrid. Me quedé mudo. Hubo una pausa. El grupo que tocaba quedó suspendido entre dos notas. El mundo entero se paralizó, y yo sentí un calor como nunca lo había sentido. Tenía la boca seca. Ardía por dentro. Cortázar venía a Madrid, lo que equivalía a decir que Dios bajaba de nuevo a la Tierra, y yo, que por entonces trabajaba en la Radio, iba a encontrarme en persona, por fin, con aquel dios argentino, grande, literario, y milagroso. 

 

No dormí esa noche ni la siguiente ni la otra. No dormí en toda la semana. Que los días pasaran pronto, por favor. Qué lento era 1981, qué cantidad de preguntas inteligentísimas y profundas anoté para Cortázar en libretitas que todavía deben de andar por casa.

 

Pero no tendría ocasión de hacérselas en privado. Mi sueño de charlar a solas con él se desvaneció cuando me confirmaron que habría rueda de prensa, pero que no se concederían entrevistas individuales, así que yo, yo, yo, que tanto conocía a Julio Cortázar -por no decir que era el mismísimo Julio-, sería uno más del montón de periodistas que asistirían al encuentro. Era injusto. Yo quería ver a Dios a solas, pero comprendí que era mejor verlo, aunque fuese en grupo, que no verlo, así que recogí mi acreditación a regañadientes, maldiciendo al resto de periodistas que, sin merecerlo, compartirían conmigo aquel momento que para mí era sagrado.

 

El 26 de Marzo de 1981, la rueda de prensa, que se adivinaba multitudinaria, lo fue muchísimo más. El Centro Cultural de la Villa estaba abarrotado. Allí estaba toda una generación con abrigo y barba, fumando negro, con aspecto de saber escribir y muy desenvueltos, como si entendieran de jazz. Al parecer yo no era el único que quería ser Cortázar. Todo Madrid quería serlo.

 

No se podía dar un paso. Los pasillos estaban abarrotados. Imposible acceder al salón de actos. Levanté el casete con la pegatina de la Radio, pero ni por esas. Era como intentar entrar a un Barsa-Real Madrid, pero con más público, así que durante media hora permanecí inmóvil en un pasillo, apretujado y agobiado por todo un ejército de chicos y chicas cortazarianas que también querían ver a su dios y que seguramente estaban cargados de libretitas semejantes a las mías. Pero a ese paso -un paso que no existía porque no se podía avanzar-, ninguno de nosotros lo veríamos. Transcurría el tiempo y pensé en irme. Tan desesperado estaba. Resultaba difícil encontrarse con dios. Ni a solas ni en grupo.

 

No vi venir al tipo de seguridad. Sentí el empujón, y observé fugazmente que el otro extremo del empujón, suave y educado pero incontestable e indiscutible, también se llevaba por delante a la pareja que tenía al lado. Antes de que pudiera decir nada, ya nos había metido a los tres en un cuartito diminuto cuya puerta estaba camuflada en la pared del pasillo. “Me esperen aquí hasta que esto se despeje”, ordenó el de seguridad mientras nos arrastraba hasta el fondo del cuarto. Luego nos miró de arriba abajo, meneó la cabeza y salió diciendo: “si es que ustedes eran por la otra puerta”.

 

Intenté abrir, pero había cerrado por fuera. Hice un gesto tonto a la pareja que estaba conmigo, e hice otro, más tonto todavía, cuando comprendí que aquel tipo alto que estaba frente a mí, encerrado en aquella habitacioncita, era Cortázar. La mujer que estaba a su lado era Carol, su esposa. Joder.

 

Cortázar y Carol sonrieron y se sentaron en el diminuto sofá de la diminuta habitación secreta donde nos había encerrado el vigilante. Me senté frente a ellos en una silla, sin saber qué decir. Intenté sonreír, pero tenía la boca abierta. No podía creerlo. Estaba con Cortázar. No me costó comprender que el de seguridad, por algún motivo que yo no alcanzaba a entender, había dado por hecho que los tres, Cortázar, su esposa y yo, veníamos juntos. Tampoco me costó entender que él y ella, que me miraban con curiosidad, daban por sentado que yo pertenecía a la organización del acto y que hacía tareas de acompañamiento.

 

Nadie habló en los siguientes minutos. Sentados frente a frente, solos, equivocados y perdidos en una habitación secreta, dejamos pasar absurdamente el tiempo. Seguía sin poder creérmelo. No podía entender que estuviese frente a Cortázar, a solas, y que no hablase con él, lo que constituía mi sueño de siempre. Pero así fue. Era como si me bastase con estar allí, con él, en silencio. Veía sus manos, tan grandes, y miraba uno por uno los dedos con los que había golpeado las teclas para escribir cuentos que habían cambiado el rumbo de la literatura y de mi vida; y observaba de reojo su rostro eterno de niño travieso, su cabello de adolescente. Era Cortázar, y yo permanecía en silencio. 

 

Grande y alto como su literatura, y frágil y mágico al igual que ella, Cortázar me miró con aquel rostro que se negaba a envejecer, y luego miró a Carol, y después desvió la vista hacia el techo. Era el momento de decir algo, de verdad que era el momento, pero no dije nada; volví a no decir nada. Les miré, y me miraron de nuevo. Los ojos de Cortázar eran igual de gigantes que sus manos. Bajé la vista y pasado un segundo volví a observarles mientras del exterior, del pasillo, llegaba un sonido que decrecía a medida que los asistentes parecía que podían avanzar, por fin, hacia la desembocadura del salón de actos. 

 

Tenía que decir algo. Era el momento. Mi sueño se había cumplido de manera mágica. Y los sueños hay que aprovecharlos porque quizás no vuelvan. Estaba con Cortázar, encerrado en una habitación que en cierta forma era una nave espacial perdida en la galaxia luminosa de aquellos años de Oro. Era el momento de hablar. ¿Cuándo si no? No habría otra oportunidad. Debería decirle, por ejemplo, “Señor Cortázar, me gusta mucho su literatura, siempre soñé con encontrarme con usted, mi vida cambió cuando comencé a leerle, etc.” No sé, cosas así, aunque fuesen evidentes, superficiales. Debería haberle dicho algo, pedirle un autógrafo incluso, lo que fuera, pero no dije nada. No hice nada. No abrí la boca. 

 

Pasaron otro par de minutos, o no sé cuántos, y en el exterior ya no se oía nada. Miré a Cortázar, que me devolvió una mirada grandota que después dejó caer sobre Carol, y ella miró el suelo, y todos lo miramos como lo habíamos mirado antes, con interés, como si las baldosas fuesen las casillas de un crucigrama blanco que tuviéramos que resolver; y viajando en aquella nave diminuta perdida en una tarde de Madrid, Cortázar levantó una ceja inmensa y la dejó caer de nuevo, y oí el ruido que hacía la ceja al caer sobre su frente, pero no se trataba de la ceja sino de la cerradura de la puerta. El de seguridad la había abierto, y con la misma voz que había dicho antes “me esperen aquí hasta que esto se despeje”, dijo: “me pueden ir saliendo los señores, que esto ya está”.

 

Salimos al pasillo en silencio; el mismo silencio que habíamos mantenido en el interior de la salita. Era la última oportunidad que tenía de hablar con Cortázar. No habría otra. 

 

En el pasillo, tan extrañamente desierto, Carol y Cortázar avanzaron lentamente hacia el griterío que se dibujaba al final del mismo. Todo Madrid les aguardaba en la sala de actos. No les seguí. Como si supiera lo que debía hacer, di la vuelta y me dirigí hacia la salida. Antes de abrir la puerta me giré para verles por última vez. Cortázar y Carol también se habían detenido y me observaban con curiosidad. Vieron la pegatina de la Radio pegada en el casete que, sin ser muy consciente de ello, yo sostenía en la mano, y con el que había grabado el perfecto silencio que se había producido en esa entrevista que jamás se había llevado a cabo. Hoy, miles de años después, sigo creyendo que en ese silencio, grabado en estéreo, está todo.

 

Sonreímos a la vez y nos dijimos adiós con la mano en mitad de aquel pasillo mágico y estremecedor que ahora estaba vacío. No me quedé a la conferencia. Abrí la puerta y salí con mi silencio grabado y con mis libretas llenas de preguntas a una noche fría y luminosa que pertenecía a un país que todavía estaba sin escribir y para el que yo solo deseaba que limitase al Norte y al Sur con bicicletas, cometas, literatura, magia, días como nubes, silencios y risas. Un país que brillase en ese espacio mágico y vacío que tú sabes, igual que él, que solo existe entre dos sillas.

 

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