La Casa de los Panero
![[Img #2931]](upload/img/periodico/img_2931.jpg)
Si para los futuristas, esos pintorescos personajes que irrumpen al final de los libros de historia del arte, la guerra era el instrumento higienizador del mundo para nosotros lo ha sido la piqueta. No hay nada que se le haya resistido. Todos los escenarios de nuestra vida, antes o después, son víctimas de su hierro. Pero, de entre todas las destrucciones que acomete, la más cruel es, seguramente, esa en la que se disfraza de embalsamadora del tiempo, de restauradora.
Para quienes somos sensibles a la belleza de la ruina, para quienes encontramos tanta belleza en la estatua antigua como en la extremidad perdida truncada por la incuria de los tiempos, la restauración es casi siempre algo doloroso.
Con la euforia constructora, que vivimos en la belle époque previa a la crisis, las catedrales se empastaron hasta parecer de cartón piedra, los monasterios se arponaron de aceros contemporáneos y a los fantasmas de palacios y castillos se les envió al ostracismo para geometrizarlo todo con el baño espurio de una vacua modernidad. Así se nos escamoteaban las ennegrecidas y erosionadas piedras que envejecían con nosotros despertándonos al tempus fugit.
No hace mucho le tocó a la casa de los Panero en Astorga. Durante varios años, siempre que pasaba por la ciudad, me asomaba a aquella verja abandonada para contemplar el inculto jardín, la fuente paralizada, la palmera emboscada, la galería de cristales rotos, las zarzas dolientes asomadas a la calle y aquellas ornamentaciones tan raras pintadas con negro en el vero de las ventanas.
Astorga entera era un sitio extraño y magnético para mí desde que un amigo, a la salida de la infancia, en cuanto supo que yo quería ser pintor me contó inmediatamente que, en esa ciudad de la que él provenía, un artista enloquecido había sacado sus cuadros a la calle y les había prendido fuego. Ese relato ha dado vueltas en mi cabeza durante años asociado a las demás cosas que he ido conociendo y viviendo después. Al poco de saber aquello mi profesor de literatura, entre las docenas de libros que me pasaba a diario desde que quise ser poeta, me metió los de Leopoldo María Panero. Aún tengo aquí uno de aquellos que me regaló, Poemas del manicomio de Mondragón. Locura, literatura y arte empezaban a hacer en mi mente adolescente un mapa cognitivo sobre Astorga que vendría a perfilarse del todo con el descubrimiento de la película de Chávarri 'El desencanto'. No sé
cómo ni cuándo accedí a ella pero hace mucho. Probablemente a principios de los años noventa, a altas horas escudriñando la programación golfa de la tele estatal de aquel entonces, o, luego, en las clases de cine de la facultad. Se han dicho muchas cosas, quizá demasiadas, de esa película y de esa familia sin que se acabe de definir por qué ambas, película y familia, pueden haber sido importantes. A mí, ahora, me parece simplemente una película sobre la crisis de la familia, con la inteligencia aplicada a la autodestrucción y a la destrucción del otro, y sobre el rencor, la frustración, los delirios de grandeza y, en definitiva, sobre el dolor humano. El gran atractivo que tiene es la elocuencia, es decir la capacidad para poner a la vista lo que tantas veces permanece en la sombra. Sin embargo no queda tan claro que aquel emerger de los traumas que los freudianos contemplaban como principio terapéutico aquí diera el menor fruto.
Quizá la pregunta oportuna es por qué nos interesaron y nos interesan algo aún los Panero. Todo el mundo con cierto toque abismado se reconoce un poco en aquellos desdibujados personajes de 'El desencanto', afectados, borrachos, dicharacheros, cultos, despiadados, caprichosos, crueles con quienes debían ser sus seres queridos… Pero después de ese derroche uno se plantea qué sentido tiene si, luego, no hay ninguna reconciliación, qué sentido moral. Uno no percibe otra cosa que el espectáculo del sadismo psicológico desatado y de la inutilidad de la inteligencia y de la palabra para detener la caída en picado a la infelicidad.
He de confesar que mucho tiempo estuve seducido por esas películas, también por la otra de Ricardo Franco, 'Después de tantos años'. Pero era una fascinación dramática en la cual aparecían los personajes que adoro, poetas, escritores, noctámbulos, vagos y casas viejas, el paso del tiempo, los sueños destruidos, las poses, la palabra, el ingenio, el humor, la decadencia literaturizada…
Ahora dicen que el verdadero autor de las películas era Michi Panero, ya entre los muertos. Al final volvió a Astorga. Me contaba Jesús Palmero que a veces iba a su estudio y se quedaba callado en un rincón y que sólo sacaba películas del oeste del videoclub. En la que dicen fue su última entrevista afirma: “A mí 'El desencanto' me cuesta Astorga, que era mi vida. Esa casa era mi vida, pero la dejé conscientemente.”
A Leopoldo María lo trajeron no hace mucho a decir que le querían matar el rey y la CIA. Entre tópico y tópico de su chifladura genial le preguntó a Gamoneda si había conocido a su padre. Leopoldo apuntó: “Era muy buen poeta aunque un poco brutal”. Y aquella afirmación volvió a tocar los mismos nervios sensibles que tocaban en El desencanto. Juan Carlos Carbajo Larsen me pidió que le sacase una foto con él que permanecía arrumbado en una silla del teatro. Cuando vio la cámara puso su sonrisa de loco maldito y poeta infernal e, inmediatamente después de oír el clic, volvió a hundirse. Los Panero interiorizaron el exhibicionismo como una patología más de las de su repertorio familiar. Extroversión descarnada, extimidad doliente. El mismo Michi, el más autocrítico, afeaba estas conductas: “Literatura, mala literatura.”
Hará un año penetré en aquella casa que tantas veces contemplé varado en sus hierros como un enamorado del ocaso. Paseé por su interior, por todas las habitaciones, salones, cocinas, despensas, miradores, escaleras y pasillos. Los suelos crujientes de entarimados nuevos, las piedras raspadas, enfoscados los muros, lucidos los techos, engravado el camino del jardín pelado, hasta la fuente manaba. Caminé por todas las estancias sin ser capaz de sentir nada. En la vivienda restaurada habían colocado algunos fotogramas de la película para identificar cada lugar con su carga simbólica, pero no servían de nada. La magia se había ido. Todo ese esfuerzo
restaurador había borrado por completo la sensación extremadamente perturbadora de aquella ruina y lamenté no haber entrado en ella antes, cuando estaba toda entera lamentable.
![[Img #2934]](upload/img/periodico/img_2934.jpg)
Si para los futuristas, esos pintorescos personajes que irrumpen al final de los libros de historia del arte, la guerra era el instrumento higienizador del mundo para nosotros lo ha sido la piqueta. No hay nada que se le haya resistido. Todos los escenarios de nuestra vida, antes o después, son víctimas de su hierro. Pero, de entre todas las destrucciones que acomete, la más cruel es, seguramente, esa en la que se disfraza de embalsamadora del tiempo, de restauradora.
Para quienes somos sensibles a la belleza de la ruina, para quienes encontramos tanta belleza en la estatua antigua como en la extremidad perdida truncada por la incuria de los tiempos, la restauración es casi siempre algo doloroso.
Con la euforia constructora, que vivimos en la belle époque previa a la crisis, las catedrales se empastaron hasta parecer de cartón piedra, los monasterios se arponaron de aceros contemporáneos y a los fantasmas de palacios y castillos se les envió al ostracismo para geometrizarlo todo con el baño espurio de una vacua modernidad. Así se nos escamoteaban las ennegrecidas y erosionadas piedras que envejecían con nosotros despertándonos al tempus fugit.
No hace mucho le tocó a la casa de los Panero en Astorga. Durante varios años, siempre que pasaba por la ciudad, me asomaba a aquella verja abandonada para contemplar el inculto jardín, la fuente paralizada, la palmera emboscada, la galería de cristales rotos, las zarzas dolientes asomadas a la calle y aquellas ornamentaciones tan raras pintadas con negro en el vero de las ventanas.
Astorga entera era un sitio extraño y magnético para mí desde que un amigo, a la salida de la infancia, en cuanto supo que yo quería ser pintor me contó inmediatamente que, en esa ciudad de la que él provenía, un artista enloquecido había sacado sus cuadros a la calle y les había prendido fuego. Ese relato ha dado vueltas en mi cabeza durante años asociado a las demás cosas que he ido conociendo y viviendo después. Al poco de saber aquello mi profesor de literatura, entre las docenas de libros que me pasaba a diario desde que quise ser poeta, me metió los de Leopoldo María Panero. Aún tengo aquí uno de aquellos que me regaló, Poemas del manicomio de Mondragón. Locura, literatura y arte empezaban a hacer en mi mente adolescente un mapa cognitivo sobre Astorga que vendría a perfilarse del todo con el descubrimiento de la película de Chávarri 'El desencanto'. No sé
cómo ni cuándo accedí a ella pero hace mucho. Probablemente a principios de los años noventa, a altas horas escudriñando la programación golfa de la tele estatal de aquel entonces, o, luego, en las clases de cine de la facultad. Se han dicho muchas cosas, quizá demasiadas, de esa película y de esa familia sin que se acabe de definir por qué ambas, película y familia, pueden haber sido importantes. A mí, ahora, me parece simplemente una película sobre la crisis de la familia, con la inteligencia aplicada a la autodestrucción y a la destrucción del otro, y sobre el rencor, la frustración, los delirios de grandeza y, en definitiva, sobre el dolor humano. El gran atractivo que tiene es la elocuencia, es decir la capacidad para poner a la vista lo que tantas veces permanece en la sombra. Sin embargo no queda tan claro que aquel emerger de los traumas que los freudianos contemplaban como principio terapéutico aquí diera el menor fruto.
Quizá la pregunta oportuna es por qué nos interesaron y nos interesan algo aún los Panero. Todo el mundo con cierto toque abismado se reconoce un poco en aquellos desdibujados personajes de 'El desencanto', afectados, borrachos, dicharacheros, cultos, despiadados, caprichosos, crueles con quienes debían ser sus seres queridos… Pero después de ese derroche uno se plantea qué sentido tiene si, luego, no hay ninguna reconciliación, qué sentido moral. Uno no percibe otra cosa que el espectáculo del sadismo psicológico desatado y de la inutilidad de la inteligencia y de la palabra para detener la caída en picado a la infelicidad.
He de confesar que mucho tiempo estuve seducido por esas películas, también por la otra de Ricardo Franco, 'Después de tantos años'. Pero era una fascinación dramática en la cual aparecían los personajes que adoro, poetas, escritores, noctámbulos, vagos y casas viejas, el paso del tiempo, los sueños destruidos, las poses, la palabra, el ingenio, el humor, la decadencia literaturizada…
Ahora dicen que el verdadero autor de las películas era Michi Panero, ya entre los muertos. Al final volvió a Astorga. Me contaba Jesús Palmero que a veces iba a su estudio y se quedaba callado en un rincón y que sólo sacaba películas del oeste del videoclub. En la que dicen fue su última entrevista afirma: “A mí 'El desencanto' me cuesta Astorga, que era mi vida. Esa casa era mi vida, pero la dejé conscientemente.”
A Leopoldo María lo trajeron no hace mucho a decir que le querían matar el rey y la CIA. Entre tópico y tópico de su chifladura genial le preguntó a Gamoneda si había conocido a su padre. Leopoldo apuntó: “Era muy buen poeta aunque un poco brutal”. Y aquella afirmación volvió a tocar los mismos nervios sensibles que tocaban en El desencanto. Juan Carlos Carbajo Larsen me pidió que le sacase una foto con él que permanecía arrumbado en una silla del teatro. Cuando vio la cámara puso su sonrisa de loco maldito y poeta infernal e, inmediatamente después de oír el clic, volvió a hundirse. Los Panero interiorizaron el exhibicionismo como una patología más de las de su repertorio familiar. Extroversión descarnada, extimidad doliente. El mismo Michi, el más autocrítico, afeaba estas conductas: “Literatura, mala literatura.”
Hará un año penetré en aquella casa que tantas veces contemplé varado en sus hierros como un enamorado del ocaso. Paseé por su interior, por todas las habitaciones, salones, cocinas, despensas, miradores, escaleras y pasillos. Los suelos crujientes de entarimados nuevos, las piedras raspadas, enfoscados los muros, lucidos los techos, engravado el camino del jardín pelado, hasta la fuente manaba. Caminé por todas las estancias sin ser capaz de sentir nada. En la vivienda restaurada habían colocado algunos fotogramas de la película para identificar cada lugar con su carga simbólica, pero no servían de nada. La magia se había ido. Todo ese esfuerzo
restaurador había borrado por completo la sensación extremadamente perturbadora de aquella ruina y lamenté no haber entrado en ella antes, cuando estaba toda entera lamentable.