Menos y más viejos
Resulta descorazonador observar la indiferencia de toda la sociedad, y la aceptación inconsciente y pasiva, ante la muerte de nuestra tierra, de todo el territorio que administrativamente se denomina Castilla y León.
Hay un doble círculo vicioso –envejecimiento y despoblación– que se retroalimenta de continuo y que ejerce sobre el territorio en el que vivimos efectos devastadores. Cuando se saca a relucir, parece un tema trivial, lo mismo que hablar de fútbol. Y se habla sobre él con la misma indiferencia como quien oye llover.
El otro día, un comentarista, en una emisora de radio, sentenciaba lacónicamente lo que nos está ocurriendo: somos menos y más viejos. Pero parece darnos igual, porque, como sociedad, no hacemos nada por remediarlo. No reclamamos nada a nuestras autoridades de comunidad autónoma ni estatales, tampoco a la comunidad europea.
Es como si tuviéramos como algo natural esta agonía en la que estamos. Porque, en la idiosincrasia del habitante de la meseta, el individualismo es el valor supremo. Cada uno va a lo suyo y sálvese quien pueda. Lo comunitario, lo social, lo colectivo... nos da igual, es como si no nos atañera, como si no nos fuera a traer consecuencia alguna.
Uno de los efectos es la sangría de juventud que de continuo experimenta nuestra región, nuestra tierra. Formamos a nuestros jóvenes, pero después han de irse a buscar perspectivas laborales a otras latitudes. Y todo ello ante la indiferencia de todos.
Y todo nuestro patrimonio tradicional, elaborado a lo largo de siglos por todas las comunidades campesinas, está tan amenazado de muerte, que hoy ya, en la gran mayoría de los casos, está muerto, es mera arqueología.
Cada vez menos y más viejos. Así nos va. Así nos irá.
Resulta descorazonador observar la indiferencia de toda la sociedad, y la aceptación inconsciente y pasiva, ante la muerte de nuestra tierra, de todo el territorio que administrativamente se denomina Castilla y León.
Hay un doble círculo vicioso –envejecimiento y despoblación– que se retroalimenta de continuo y que ejerce sobre el territorio en el que vivimos efectos devastadores. Cuando se saca a relucir, parece un tema trivial, lo mismo que hablar de fútbol. Y se habla sobre él con la misma indiferencia como quien oye llover.
El otro día, un comentarista, en una emisora de radio, sentenciaba lacónicamente lo que nos está ocurriendo: somos menos y más viejos. Pero parece darnos igual, porque, como sociedad, no hacemos nada por remediarlo. No reclamamos nada a nuestras autoridades de comunidad autónoma ni estatales, tampoco a la comunidad europea.
Es como si tuviéramos como algo natural esta agonía en la que estamos. Porque, en la idiosincrasia del habitante de la meseta, el individualismo es el valor supremo. Cada uno va a lo suyo y sálvese quien pueda. Lo comunitario, lo social, lo colectivo... nos da igual, es como si no nos atañera, como si no nos fuera a traer consecuencia alguna.
Uno de los efectos es la sangría de juventud que de continuo experimenta nuestra región, nuestra tierra. Formamos a nuestros jóvenes, pero después han de irse a buscar perspectivas laborales a otras latitudes. Y todo ello ante la indiferencia de todos.
Y todo nuestro patrimonio tradicional, elaborado a lo largo de siglos por todas las comunidades campesinas, está tan amenazado de muerte, que hoy ya, en la gran mayoría de los casos, está muerto, es mera arqueología.
Cada vez menos y más viejos. Así nos va. Así nos irá.




