La juventud de Cordero en Santiago de Millas
Retomamos el tema de la biografía de Santiago Alonso Cordero, pergeñada por Esteban Carro Celada, de la que ofrecemos ahora en unas pocas entregas la juventud del Maragato en Santiago de Millas, que ya nos permite atisbar su espíritu emprendedor y sus dotes de mando
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Santiago Alonso Cordero al entrar en la Cofradía del Santísimo de su pueblo Santiago de Millas pagó media libra de cera blanca.
Bien pronto sus dotes conciliadoras y el don de gentes de Santiago le facilitaron ser juez de la cofradía. Fue al día siguiente del Corpus Christi. El viernes, cuando hubo renovación de mayordomos. Se nombraron abades, uno por Velia y otro por Penillas. Los abades prepararon el 'agapito' de pan y vino que distribuyeron a la numerosa concurrencia al lado de la iglesia parroquial. El año en que la procesión iba a Penillas y el que bajaba a la ermita de la Vera Cruz, la colación se celebraba en las eras. Diez días antes acudían a casa de cofrade para obtener el escote de las bollas. La cofradía tenía sus obligaciones para con los cofrades difuntos, y el juez, el Maragato Cordero exigía puntualmente el cumplimiento de todos los ritos. Francisco Franco había sido el fundador y los de Penillas tenían preferencia para hacer la fiesta en la iglesita de San Miguel. De todas maneras, el día de la fiesta de la cofradía, el Maragato siempre convocó a diez curas a quienes dio de comer con un estipendio de seis reales, más el doblado al cura del lugar.
Si un cofrade no llegaba hasta el final de la procesión había de pagar un real de multa. Se exigió siempre la compostura más rigurosa el día de la fiesta, sobre todo en la Junta Mayor, hasta el punto de que en exigencia de las constituciones se obligaba a que los que hablaran lo hicieran con el “sombrero en la mano y con las palabras compuestas…y luego se vuelva a su asiento en el interín que se le da satisfacción”. Y si no, ya se sabía, real al canto. Claro que si en este intercambio con el juez alguien se desmandaba, le aplicaba el sinapismo de la media libra de cera, de la media cántara de vino. Ocurría esto cuando alguien más o menos carretero, juraba o blasfemaba. Si era reincidente o rebelde por tercera vez, era excluido de la cofradía del Sacramento, sin nueva admisión. Alguna vez Cordero fue corredor con lo que supo mucho de llamar para las juntas, encender las brasas para el incienso de la procesión.
El día de San Felipe y Santiago se reunían en las eras del camino del Val para determinar las colaciones del Corpus, que solía ser de media cántara, escotada con las bollas. Cuando moría un cofrade se escotaba para decirle doce misas. En cambio, a cuenta del difunto se percibía media libra de cera, y por la encomendación dos azumbres de vino. La asistencia era obligada. Cuando moría un hermano forastero que solicitaba la presencia de la cofradía, se presentaba el juez, nuestro Maragato, llevando el cetro. Les precedía la cruz. Y otros cuatro hermanos acompañaban al sacerdote. Al salir de la iglesia levantaban las campanas en vuelo, lo mismo que a la vuelta. Ante el cadáver hacían la encomendación y el cura responseaba a la puerta del difunto, al salir de casa, a la entrada de la iglesia y al sepultar el cuerpo. Al cura le pagaban seis reales. Cobraban otros cuatro para cera y los asistentes se repartían su medio real, sin que faltaran, como era preceptivo, las dos sardinas por barba y dos libras de pan. La exclusión de la cofradía se hacía mediante el pago de dos ducados.
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Cuando el juez Cordero mandaba a su corredor para penar a un cofrade y no pagaba la prenda, se le añadía un plus de cuarterón de cera.
La muerte de un pobre tenía especial sentido. Los cofrades avisados por el corredor habían de acudir a la incineración, porque era considerado el pobre del lugar y forastero como perteneciente a la entidad cofradiaria. Hasta para recibir la colación eran exigentes, porque si no acudían y esperaban hasta dar gracias a Dios era mal visto.
El día después de Corpus era siempre el de tomar las cartas de pago de las misas dichas por el difunto Pedro Méndez, que eran nada menos que catorce. Era el día de la revocación y deja Cordero de ser por este año juez, aunque antes reciben una cántara de vino “con la obligación de encomendar a Dios” a este Méndez que había dotado de rentas a la cofradía del Santísimo Cristo de Santiago de Millas, allá por el mes de julio de 1762.
El dieciocho de abril de 1822 fue día grande en Santiago de Millas del arciprestazgo de la Valduerna. Mejor había comenzado la jornada anterior. El pueblo estaba de visita pastoral. Muchos arrieros volvieron por confirmarse y entre los que andaban aquel día por el pueblo se encontraba el Maragato Cordero. En el fondo se daban cuenta de que el pueblo eclesiásticamente había estado un poco a desmano en cuanto a párroco se refiere, por más que hubiera otros sacerdotes. Eran años turbulentos de revolución, y el Maragato en cierta medida se sentía identificado con aquel ideario de las Cortes de Cádiz, respaldado por obispo y canónigos y hasta en buena medida inspirada por ellos.
Por eso no ha de extrañar que cuando el obispo de Astorga Guillermo Martínez hace la visita pastoral uno de los que más departen con él fuera Santiago Alonso Cordero. Se trata de un muchacho despierto y estudiado. Hace pocos años que se ha casado y le bullen iniciativas prometedoras.
El Maragato acude a aquella inspección hasta cierto punto rutinaria, pero de la que ha de salir una intensa colaboración con las instituciones eclesiales y muy en concreto su colaboración con el cura Patricio, cosa que no ocurrirá hasta el mes de junio, por San Pedro.
![[Img #21960]](upload/img/periodico/img_21960.jpg)
El nuevo cura, que será su íntimo amigo de por vida, es nombrado párroco como consecuencia de esta visita que hizo época en Santiago de Millas, pues a partir de ella se reorganizará todo.
Santiago Alonso Cordero recordaba todo lo que dijo el obispo en el pueblo. Como se había arrodillado ante el Santísimo y después había ido inspeccionando minuciosamente los altares, aplicando los dedos sobre las sacras por si tenían polvo. Si estaban rotas las aras. Si las rejillas de los confesonarios eran tridentinas. Si casullas, vinajeras de la iglesia estaban en buen uso. Sobre el altozano corría una brisa de la paramera maragata.
Poco más tarde en su coche de caballos el obispo, acompañado igualmente por el Maragato, hombre de posibles, junto con el vicario y los capellanes llegaron a la ermita del Cristo en el bario de Arriba, y a las de San Pedro y San Miguel en el barrio de abajo. Comentaron que estaban necesitadas de un buen arreglo especialmente en los altares destartalados. Don Guillermo se fijó especialmente en la de San Miguel porque también allí estaba el Santísimo en reservado. Aquí lo mismo que en la iglesia Don Guillermo ante la comprensión de Alonso Cordero iba soltando su cachetito. Como había habido visita pastoral en el año1800, siendo entonces un arrapiezo, Santiaguito también lo había sufrido.
Pero ahora recordaba y comentaba luego con el obispo el aire de sermón que dijo por dos veces en Santiago de Millas, en la Parroquial y en San Miguel.
Santiago Alonso Cordero al entrar en la Cofradía del Santísimo de su pueblo Santiago de Millas pagó media libra de cera blanca.
Bien pronto sus dotes conciliadoras y el don de gentes de Santiago le facilitaron ser juez de la cofradía. Fue al día siguiente del Corpus Christi. El viernes, cuando hubo renovación de mayordomos. Se nombraron abades, uno por Velia y otro por Penillas. Los abades prepararon el 'agapito' de pan y vino que distribuyeron a la numerosa concurrencia al lado de la iglesia parroquial. El año en que la procesión iba a Penillas y el que bajaba a la ermita de la Vera Cruz, la colación se celebraba en las eras. Diez días antes acudían a casa de cofrade para obtener el escote de las bollas. La cofradía tenía sus obligaciones para con los cofrades difuntos, y el juez, el Maragato Cordero exigía puntualmente el cumplimiento de todos los ritos. Francisco Franco había sido el fundador y los de Penillas tenían preferencia para hacer la fiesta en la iglesita de San Miguel. De todas maneras, el día de la fiesta de la cofradía, el Maragato siempre convocó a diez curas a quienes dio de comer con un estipendio de seis reales, más el doblado al cura del lugar.
Si un cofrade no llegaba hasta el final de la procesión había de pagar un real de multa. Se exigió siempre la compostura más rigurosa el día de la fiesta, sobre todo en la Junta Mayor, hasta el punto de que en exigencia de las constituciones se obligaba a que los que hablaran lo hicieran con el “sombrero en la mano y con las palabras compuestas…y luego se vuelva a su asiento en el interín que se le da satisfacción”. Y si no, ya se sabía, real al canto. Claro que si en este intercambio con el juez alguien se desmandaba, le aplicaba el sinapismo de la media libra de cera, de la media cántara de vino. Ocurría esto cuando alguien más o menos carretero, juraba o blasfemaba. Si era reincidente o rebelde por tercera vez, era excluido de la cofradía del Sacramento, sin nueva admisión. Alguna vez Cordero fue corredor con lo que supo mucho de llamar para las juntas, encender las brasas para el incienso de la procesión.
El día de San Felipe y Santiago se reunían en las eras del camino del Val para determinar las colaciones del Corpus, que solía ser de media cántara, escotada con las bollas. Cuando moría un cofrade se escotaba para decirle doce misas. En cambio, a cuenta del difunto se percibía media libra de cera, y por la encomendación dos azumbres de vino. La asistencia era obligada. Cuando moría un hermano forastero que solicitaba la presencia de la cofradía, se presentaba el juez, nuestro Maragato, llevando el cetro. Les precedía la cruz. Y otros cuatro hermanos acompañaban al sacerdote. Al salir de la iglesia levantaban las campanas en vuelo, lo mismo que a la vuelta. Ante el cadáver hacían la encomendación y el cura responseaba a la puerta del difunto, al salir de casa, a la entrada de la iglesia y al sepultar el cuerpo. Al cura le pagaban seis reales. Cobraban otros cuatro para cera y los asistentes se repartían su medio real, sin que faltaran, como era preceptivo, las dos sardinas por barba y dos libras de pan. La exclusión de la cofradía se hacía mediante el pago de dos ducados.
Cuando el juez Cordero mandaba a su corredor para penar a un cofrade y no pagaba la prenda, se le añadía un plus de cuarterón de cera.
La muerte de un pobre tenía especial sentido. Los cofrades avisados por el corredor habían de acudir a la incineración, porque era considerado el pobre del lugar y forastero como perteneciente a la entidad cofradiaria. Hasta para recibir la colación eran exigentes, porque si no acudían y esperaban hasta dar gracias a Dios era mal visto.
El día después de Corpus era siempre el de tomar las cartas de pago de las misas dichas por el difunto Pedro Méndez, que eran nada menos que catorce. Era el día de la revocación y deja Cordero de ser por este año juez, aunque antes reciben una cántara de vino “con la obligación de encomendar a Dios” a este Méndez que había dotado de rentas a la cofradía del Santísimo Cristo de Santiago de Millas, allá por el mes de julio de 1762.
El dieciocho de abril de 1822 fue día grande en Santiago de Millas del arciprestazgo de la Valduerna. Mejor había comenzado la jornada anterior. El pueblo estaba de visita pastoral. Muchos arrieros volvieron por confirmarse y entre los que andaban aquel día por el pueblo se encontraba el Maragato Cordero. En el fondo se daban cuenta de que el pueblo eclesiásticamente había estado un poco a desmano en cuanto a párroco se refiere, por más que hubiera otros sacerdotes. Eran años turbulentos de revolución, y el Maragato en cierta medida se sentía identificado con aquel ideario de las Cortes de Cádiz, respaldado por obispo y canónigos y hasta en buena medida inspirada por ellos.
Por eso no ha de extrañar que cuando el obispo de Astorga Guillermo Martínez hace la visita pastoral uno de los que más departen con él fuera Santiago Alonso Cordero. Se trata de un muchacho despierto y estudiado. Hace pocos años que se ha casado y le bullen iniciativas prometedoras.
El Maragato acude a aquella inspección hasta cierto punto rutinaria, pero de la que ha de salir una intensa colaboración con las instituciones eclesiales y muy en concreto su colaboración con el cura Patricio, cosa que no ocurrirá hasta el mes de junio, por San Pedro.
El nuevo cura, que será su íntimo amigo de por vida, es nombrado párroco como consecuencia de esta visita que hizo época en Santiago de Millas, pues a partir de ella se reorganizará todo.
Santiago Alonso Cordero recordaba todo lo que dijo el obispo en el pueblo. Como se había arrodillado ante el Santísimo y después había ido inspeccionando minuciosamente los altares, aplicando los dedos sobre las sacras por si tenían polvo. Si estaban rotas las aras. Si las rejillas de los confesonarios eran tridentinas. Si casullas, vinajeras de la iglesia estaban en buen uso. Sobre el altozano corría una brisa de la paramera maragata.
Poco más tarde en su coche de caballos el obispo, acompañado igualmente por el Maragato, hombre de posibles, junto con el vicario y los capellanes llegaron a la ermita del Cristo en el bario de Arriba, y a las de San Pedro y San Miguel en el barrio de abajo. Comentaron que estaban necesitadas de un buen arreglo especialmente en los altares destartalados. Don Guillermo se fijó especialmente en la de San Miguel porque también allí estaba el Santísimo en reservado. Aquí lo mismo que en la iglesia Don Guillermo ante la comprensión de Alonso Cordero iba soltando su cachetito. Como había habido visita pastoral en el año1800, siendo entonces un arrapiezo, Santiaguito también lo había sufrido.
Pero ahora recordaba y comentaba luego con el obispo el aire de sermón que dijo por dos veces en Santiago de Millas, en la Parroquial y en San Miguel.