El escritor
Para Pilar Muñoz
Estoy en un pequeño bar de las afueras situado muy cerca de uno de los pasos elevados que cruzan la Autopista. A pesar de ser las cinco de la tarde el sol penetra tímidamente y se extiende sin prisa por un suelo de baldosas oscuras tiñendo de reflejos las paredes blancas del local. Apenas hay gente.
La mesa que ocupo está junto a una de las ventanas. Han pintado el marco de color verde; gruesas rejas de hierro negro intentan evitar los robos y dibujan su sombra sobre este papel. Bebo una cerveza bien fría y miro de cuando en cuando un coche de pedales y una pequeña bicicleta apoyada en la pared. A través de los cristales veo un patio cubierto casi en su totalidad por las hojas de una parra. En su tronco han clavado un rótulo con la palabra 'servicios' escrita a mano. El rótulo se inclina hacia la izquierda. Las letras son de color rojo. Una flecha azul surge de la 's' final y señala una puerta al fondo del patio.
A pocos metros de la parra hay una mesa pegada a la pared. Su blanca superficie contrasta con los pies de hierro deteriorados por la intemperie. El suelo del patio es de tierra y de cemento. Hay cuatro cajas de botellas vacías apiladas pulcramente. La tercera, contando desde abajo, tiene el mismo color rojo que las letras del rótulo que indica la dirección en la que se encuentran los servicios.
Una mujer joven vestida con pantalones vaqueros y con una camisa negra de manga corta se detiene junto a las cajas y se frota las manos con el típico gesto de haberse dado crema. Dos niños la siguen, pero cuando llegan a su altura continúan caminando. Estos niños no se parecen a la mujer.
Veo ahora varios detalles del interior del bar en los que no había reparado: la bicicleta que está apoyada en la pared tiene una bocina de goma como la de los coches antiguos. Miro hacia fuera; las hojas de la parra se mueven mecidas por una leve brisa de nieve y trazan dibujos de sol en el suelo del local.
Me he entretenido un rato mirándolos. Cuando levanto la vista, los dos niños que antes acompañaban a la mujer están a mi lado.
-¿Qué escribes? -me pregunta el más pequeño.
No contesto inmediatamente. Ambos me miran con unos ojos azules y limpios.
-Escribo lo que veo por la ventana.
-¿Solo escribes lo que hay en el patio?
-No. También he escrito algunas cosas del bar.
-¿Está escrita mi bicicleta? -pregunta el mayor.
-Sí. Ya escribí la bicicleta y el coche.
-El coche es mío -aclara el pequeño-. Me lo regaló mi tío. ¿Cómo lo has escrito?
Busco la línea del principio y se la leo muy despacio: "miro, de cuando en cuando, un coche de pedales y una pequeña bicicleta apoyada en la pared".
Los dos niños callan. Les pregunto qué les ha parecido.
-Está mal escrito -dice al fin el pequeño-. Escribes muy mal.
-¿Cómo te gustaría que escribiese tu coche?
-Mejor. Tienes que escribirlo con más cuidado. Es que no te enteras.
-Es un coche muy bonito el de mi hermano -sentencia el otro.
Miro al pequeño y le digo que sí, que es un coche muy bonito y que hay que escribirlo con más cuidado.
-Vale. Voy a escribirlo otra vez. ¿Quieres ver cómo lo escribo?
-¡Si este no sabe leer! -se burla el mayor.
El dueño del coche mira el suelo. Lo está mirando. Se siente avergonzado.
-Ven -le digo-. Voy a escribir tu coche.
Se acercan y se apoyan en la mesa. Siento al pequeño sobre mis rodillas. Me pongo nervioso; espero hacerlo bien. Veo que el sol está más bajo.
-¿Ya lo has escrito? -me preguntan.
-No. Todavía no.
-¿Entonces qué has escrito ahí?
-Que os acercáis y que os apoyáis en la mesa. Y que estoy nervioso por si no lo hago bien.
-¡Bah, no te preocupes! -exclama el pequeño.
-Da igual -le apoya su hermano.
El mayor arrastra una silla y se sienta a la mesa justo cuando entra la mujer de la camisa negra. Me mira. Sonríe. Los niños me observan como si fuese a hacer un juego de manos. Comienzo a escribir y a leer en voz alta cada una de las palabras: "Es un coche de pedales, pero parece de los que corren en las carreras de verdad. El volante, el asiento y las ruedas son de plástico negro; las ruedas delanteras están ligeramente inclinadas hacia la derecha..."
-Es que aún no sé aparcar bien -interrumpe el niño.
-Yo creo que está muy bien aparcado -le digo-. Seguro que lo haces mejor que yo, porque no tengo carnet de conducir.
Me ha mirado (me está mirando) con un poco de desprecio.
-¿Qué escribes ahora?
-Lo que me estás diciendo, que me miras raro porque no tengo carnet.
El mayor hace un gesto, como indicando que él ya lo sabía.
-Ná. Si yo tampoco tengo.
La frase nos une.
-Venga, escribe más mi coche. Pero que sea más fácil. ¿No sabes escribir fácil?
Escribo.
"Veo un coche muy bonito. Es de pedales. Está aparcado junto a la ventana de un bar".
Dejo de escribir.
-¿Ya está?
-Sí. ¿Te ha gustado?
-Está bastante mejor –dicen los dos a la vez.
-Pero no has puesto el dorsal -dice el pequeño.
Miro el coche otra vez. Es cierto. Tiene un número. Es la primera vez que lo veo. Lo escribo y se lo leo a los niños. Me noto tenso. Incluso mi letra cambia. "Bajo el volante, el coche de pedales tiene un círculo amarillo con un 2 pintado en color negro".
-Claro. Ahora está mejor escrito porque lo has puesto todo.
Me levanto. Ellos también se incorporan.
-¿Te vas ya?
-Sí. Ya he terminado de escribir.
-¿A quién le mandarás la carta?
-¿La carta? Todavía no lo sé. A mi novia. No sé.
Me miran, confusos.
-¿Lo de que no sabes guiar es verdad?
-No. Era una broma.
No sé por qué les miento.
-¿Aprendiste en un coche como este?
-No. El mío no era un coche tan bueno.
La madre continúa atendiendo la barra. Me despido de ella con un gesto de complicidad y de comprensión. Vuelve a sonreír. Los niños me siguen hasta la puerta.
-Gracias por escribir mi coche.
-De nada.
-¿También escribes más cosas?
-Claro.
-¿Y qué escribes?
-Escribo casas, calles, trenes. Cosas así.
-Prefiero los cuentos de espadas.
-Y yo.
-Y yo también.
Todos preferimos los cuentos de espadas.
-¿Nos escribirás a nosotros alguna vez?
-La próxima vez. Seguro.
-¿Con espadas?
-Claro.
-¿Lo prometes?
-Lo prometo –digo casi en voz baja saliendo al exterior.
© Claro García.
Para Pilar Muñoz
Estoy en un pequeño bar de las afueras situado muy cerca de uno de los pasos elevados que cruzan la Autopista. A pesar de ser las cinco de la tarde el sol penetra tímidamente y se extiende sin prisa por un suelo de baldosas oscuras tiñendo de reflejos las paredes blancas del local. Apenas hay gente.
La mesa que ocupo está junto a una de las ventanas. Han pintado el marco de color verde; gruesas rejas de hierro negro intentan evitar los robos y dibujan su sombra sobre este papel. Bebo una cerveza bien fría y miro de cuando en cuando un coche de pedales y una pequeña bicicleta apoyada en la pared. A través de los cristales veo un patio cubierto casi en su totalidad por las hojas de una parra. En su tronco han clavado un rótulo con la palabra 'servicios' escrita a mano. El rótulo se inclina hacia la izquierda. Las letras son de color rojo. Una flecha azul surge de la 's' final y señala una puerta al fondo del patio.
A pocos metros de la parra hay una mesa pegada a la pared. Su blanca superficie contrasta con los pies de hierro deteriorados por la intemperie. El suelo del patio es de tierra y de cemento. Hay cuatro cajas de botellas vacías apiladas pulcramente. La tercera, contando desde abajo, tiene el mismo color rojo que las letras del rótulo que indica la dirección en la que se encuentran los servicios.
Una mujer joven vestida con pantalones vaqueros y con una camisa negra de manga corta se detiene junto a las cajas y se frota las manos con el típico gesto de haberse dado crema. Dos niños la siguen, pero cuando llegan a su altura continúan caminando. Estos niños no se parecen a la mujer.
Veo ahora varios detalles del interior del bar en los que no había reparado: la bicicleta que está apoyada en la pared tiene una bocina de goma como la de los coches antiguos. Miro hacia fuera; las hojas de la parra se mueven mecidas por una leve brisa de nieve y trazan dibujos de sol en el suelo del local.
Me he entretenido un rato mirándolos. Cuando levanto la vista, los dos niños que antes acompañaban a la mujer están a mi lado.
-¿Qué escribes? -me pregunta el más pequeño.
No contesto inmediatamente. Ambos me miran con unos ojos azules y limpios.
-Escribo lo que veo por la ventana.
-¿Solo escribes lo que hay en el patio?
-No. También he escrito algunas cosas del bar.
-¿Está escrita mi bicicleta? -pregunta el mayor.
-Sí. Ya escribí la bicicleta y el coche.
-El coche es mío -aclara el pequeño-. Me lo regaló mi tío. ¿Cómo lo has escrito?
Busco la línea del principio y se la leo muy despacio: "miro, de cuando en cuando, un coche de pedales y una pequeña bicicleta apoyada en la pared".
Los dos niños callan. Les pregunto qué les ha parecido.
-Está mal escrito -dice al fin el pequeño-. Escribes muy mal.
-¿Cómo te gustaría que escribiese tu coche?
-Mejor. Tienes que escribirlo con más cuidado. Es que no te enteras.
-Es un coche muy bonito el de mi hermano -sentencia el otro.
Miro al pequeño y le digo que sí, que es un coche muy bonito y que hay que escribirlo con más cuidado.
-Vale. Voy a escribirlo otra vez. ¿Quieres ver cómo lo escribo?
-¡Si este no sabe leer! -se burla el mayor.
El dueño del coche mira el suelo. Lo está mirando. Se siente avergonzado.
-Ven -le digo-. Voy a escribir tu coche.
Se acercan y se apoyan en la mesa. Siento al pequeño sobre mis rodillas. Me pongo nervioso; espero hacerlo bien. Veo que el sol está más bajo.
-¿Ya lo has escrito? -me preguntan.
-No. Todavía no.
-¿Entonces qué has escrito ahí?
-Que os acercáis y que os apoyáis en la mesa. Y que estoy nervioso por si no lo hago bien.
-¡Bah, no te preocupes! -exclama el pequeño.
-Da igual -le apoya su hermano.
El mayor arrastra una silla y se sienta a la mesa justo cuando entra la mujer de la camisa negra. Me mira. Sonríe. Los niños me observan como si fuese a hacer un juego de manos. Comienzo a escribir y a leer en voz alta cada una de las palabras: "Es un coche de pedales, pero parece de los que corren en las carreras de verdad. El volante, el asiento y las ruedas son de plástico negro; las ruedas delanteras están ligeramente inclinadas hacia la derecha..."
-Es que aún no sé aparcar bien -interrumpe el niño.
-Yo creo que está muy bien aparcado -le digo-. Seguro que lo haces mejor que yo, porque no tengo carnet de conducir.
Me ha mirado (me está mirando) con un poco de desprecio.
-¿Qué escribes ahora?
-Lo que me estás diciendo, que me miras raro porque no tengo carnet.
El mayor hace un gesto, como indicando que él ya lo sabía.
-Ná. Si yo tampoco tengo.
La frase nos une.
-Venga, escribe más mi coche. Pero que sea más fácil. ¿No sabes escribir fácil?
Escribo.
"Veo un coche muy bonito. Es de pedales. Está aparcado junto a la ventana de un bar".
Dejo de escribir.
-¿Ya está?
-Sí. ¿Te ha gustado?
-Está bastante mejor –dicen los dos a la vez.
-Pero no has puesto el dorsal -dice el pequeño.
Miro el coche otra vez. Es cierto. Tiene un número. Es la primera vez que lo veo. Lo escribo y se lo leo a los niños. Me noto tenso. Incluso mi letra cambia. "Bajo el volante, el coche de pedales tiene un círculo amarillo con un 2 pintado en color negro".
-Claro. Ahora está mejor escrito porque lo has puesto todo.
Me levanto. Ellos también se incorporan.
-¿Te vas ya?
-Sí. Ya he terminado de escribir.
-¿A quién le mandarás la carta?
-¿La carta? Todavía no lo sé. A mi novia. No sé.
Me miran, confusos.
-¿Lo de que no sabes guiar es verdad?
-No. Era una broma.
No sé por qué les miento.
-¿Aprendiste en un coche como este?
-No. El mío no era un coche tan bueno.
La madre continúa atendiendo la barra. Me despido de ella con un gesto de complicidad y de comprensión. Vuelve a sonreír. Los niños me siguen hasta la puerta.
-Gracias por escribir mi coche.
-De nada.
-¿También escribes más cosas?
-Claro.
-¿Y qué escribes?
-Escribo casas, calles, trenes. Cosas así.
-Prefiero los cuentos de espadas.
-Y yo.
-Y yo también.
Todos preferimos los cuentos de espadas.
-¿Nos escribirás a nosotros alguna vez?
-La próxima vez. Seguro.
-¿Con espadas?
-Claro.
-¿Lo prometes?
-Lo prometo –digo casi en voz baja saliendo al exterior.
© Claro García.




