La carcoma
'La carcoma' es la segunda novela —la primera, 'La soledad de Alvarito Somoza', apareció en 2014— del escritor leonés Venancio Iglesias (Olleros de Sabero, León, 1942), autor también de varios libros de cuentos: Moquito (1993), Cuentos (2004), Esperando a Susana (2010) y Sombras en el camino y otros relatos (2012).
Venancio Iglesias Martín, La Carcoma, León, Lobo Sapiens, 2016.
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La acción de La carcoma se sitúa en la posguerra española —en concreto entre 1947 y 1948— en una aldea remota de la montaña leonesa. Hasta allí ha llegado su nuevo párroco, Gelasio —nombre parlante, como el mismo aclara con no poca ironía (p. 23)—, tras rechazar un destino mucho más cómodo en la capital. Sus nuevos feligreses, que han sufrido las duras consecuencias de la contienda civil, lo recibirán con bastantes reticencias al principio, pues ven en la Iglesia una parte más del poder establecido. Sin embargo, pronto sabrá ganarse su afecto y confianza. “Es un cura más bien raro y la gente lo quiere” (p.139), dirá de él otro personaje.
Y es que Gelasio es, sin duda alguna, un sacerdote atípico: su concepción tanto de la caridad cristiana y del evangelio, como de la propia institución eclesiástica, y, en particular del celibato; su visión de la guerra civil, y hasta sus lecturas o su lenguaje resultan muy poco usuales en un ministro de la Iglesia de aquellos momentos. Más chocantes —e incluso en cierto modo inverosímiles— resultan otros detalles. Así, por ejemplo, algunas de sus reflexiones sobre la contienda española y europea (p. 92) parecen más bien impropias de la perspectiva histórica de un sacerdote de la España autárquica de la posguerra. En fin, alguna expresión que se desliza (p. 51) desde luego no se utilizaba aún en ese época y puede resultar anacrónica.
En cualquier caso, en su figura se entrecruzan diversas reminiscencias literarias, desde el don Camilo de Giovanni Guareschi hasta el San Manuel Bueno Mártir de Unamuno, concomitancia esta última que parece sugerirse de manera explícita en algún momento (p. 42). Asimismo en él se actualiza, en cierta manera, una figura muy característica de la narrativa realista decimonónica, la del sacerdote enamorado. No obstante, más allá de estos ecos literarios, lo que define su personalidad es su profunda desazón espiritual y su abierto rechazo de las circunstancias históricas que le ha tocado vivir. La presencia continua de la carcoma que acaba invadiendo todo —“la carcoma lo devora todo en este pueblo” (p. 125), afirmará el sacerdote; y tras contemplar el altar y el púlpito de su iglesia amenazados por la carcoma comentará, respectivamente, “está como el país” (101), y “Quizás sea el destino de toda la Iglesia” (p. 146) — se convierte en una clara metáfora del mundo que se desmorona alrededor de Gelasio. Pero también en una metáfora de su propio conflicto interior en su vertiente humana —“tengo el corazón comido de la carcoma del amor” (51)— y espiritual.
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Esa zozobra que le devora las entrañas —como al Cristo de madera de su iglesia (p. 152), símbolo bien significativo—, se expresa, por ejemplo, en muchas de sus reflexiones, a veces desabridas y con ecos de Nietzsche —aludido en el título de varios capítulos (por ejemplo, el IX) y citado luego de manera explícita (p. 133)—, de Camus o de Unamuno (p. 153). Por otro lado, su inquietud social —que quizás no sea un término inapropiado aquí— le arrastra a un permanente enfrentamiento con la autoridad civil y eclesiástica. Sus respectivos representantes, el gobernador y el obispo, son objeto de un retrato a la vez crítico y sarcástico. Sobre todo, el segundo, antiguo compañero del protagonista en seminario y hacia el cual desde entonces conserva una abierta hostilidad, está descrito con rasgos antipáticos, pues representa todo lo que Gelasio detesta: “No somos hermanos en nada: ni en la sangre, ni en Cristo. Somos totalmente diferentes” —le dirá en una áspera entrevista—; y, pocas líneas después, añadirá el narrador: “Habían chocado dos concepciones del mundo que no se conciliaban” (p. 89). Siniestra resultará la figura del teniente de la guardia civil, antiguo seminarista, cuya sombra amenazante se cierne siempre sobre el protagonista.
Esa actitud de rebeldía con el poder contrasta con su entrega a los más humildes, cuyos sufrimientos y privaciones trata de paliar por todos los medios. Son estos personajes los que aparecen caracterizados con indudable afecto. Entre ellos están también los del monte —entre los que se encuentra un viejo amigo y compañero del seminario— y que cuentan con las simpatías de la mayoría de sus vecinos; pero también alguno de los guardias. De estos personajes humildes quizás el mejor perfilado sea el de Sara, el personaje más cercano al sacerdote, en cuyo temperamento se mezclan la ingenuidad y la intuición. Aunque la propensión a desbocarse y “cierto dogmatismo simple, cercano a la obcecación cazurra” (p. 86) son rasgos del carácter del protagonista, su actitud, con frecuencia, más que imprudente (p. 131), resulta, dadas las circunstancias políticas del momento, a todas luces temeraria.
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En cuanto al estilo, como es frecuente en las narraciones de Venancio Iglesias, el tono grave se mezcla con el humorístico —aunque el humor deriva a veces en sarcasmo—, y el lenguaje es de gran riqueza y variedad. Destaca su pericia para reflejar el habla popular, con sus vulgarismos y sus voces dialectales; pero también tienen cabida el registro más culto, las citas literarias y bíblicas (incluso en griego y en latín) y el lirismo, perceptible sobre todo en algunas descripciones (pp. 135 y 149).
En definitiva, La carcoma refleja de manera crítica los duros años de la posguerra española, que ya aparecían como trasfondo de La soledad de Alvarito Somoza. Y, aunque la peripecia de ese sacerdote singular tenga poco en común con la del protagonista de su anterior novela —quizás de una estructura algo más compleja— en el fondo pueden rastrearse algunas importantes concomitancias tanto en el carácter como en los temas tratados.
Venancio Iglesias Martín, La Carcoma, León, Lobo Sapiens, 2016.
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La acción de La carcoma se sitúa en la posguerra española —en concreto entre 1947 y 1948— en una aldea remota de la montaña leonesa. Hasta allí ha llegado su nuevo párroco, Gelasio —nombre parlante, como el mismo aclara con no poca ironía (p. 23)—, tras rechazar un destino mucho más cómodo en la capital. Sus nuevos feligreses, que han sufrido las duras consecuencias de la contienda civil, lo recibirán con bastantes reticencias al principio, pues ven en la Iglesia una parte más del poder establecido. Sin embargo, pronto sabrá ganarse su afecto y confianza. “Es un cura más bien raro y la gente lo quiere” (p.139), dirá de él otro personaje.
Y es que Gelasio es, sin duda alguna, un sacerdote atípico: su concepción tanto de la caridad cristiana y del evangelio, como de la propia institución eclesiástica, y, en particular del celibato; su visión de la guerra civil, y hasta sus lecturas o su lenguaje resultan muy poco usuales en un ministro de la Iglesia de aquellos momentos. Más chocantes —e incluso en cierto modo inverosímiles— resultan otros detalles. Así, por ejemplo, algunas de sus reflexiones sobre la contienda española y europea (p. 92) parecen más bien impropias de la perspectiva histórica de un sacerdote de la España autárquica de la posguerra. En fin, alguna expresión que se desliza (p. 51) desde luego no se utilizaba aún en ese época y puede resultar anacrónica.
En cualquier caso, en su figura se entrecruzan diversas reminiscencias literarias, desde el don Camilo de Giovanni Guareschi hasta el San Manuel Bueno Mártir de Unamuno, concomitancia esta última que parece sugerirse de manera explícita en algún momento (p. 42). Asimismo en él se actualiza, en cierta manera, una figura muy característica de la narrativa realista decimonónica, la del sacerdote enamorado. No obstante, más allá de estos ecos literarios, lo que define su personalidad es su profunda desazón espiritual y su abierto rechazo de las circunstancias históricas que le ha tocado vivir. La presencia continua de la carcoma que acaba invadiendo todo —“la carcoma lo devora todo en este pueblo” (p. 125), afirmará el sacerdote; y tras contemplar el altar y el púlpito de su iglesia amenazados por la carcoma comentará, respectivamente, “está como el país” (101), y “Quizás sea el destino de toda la Iglesia” (p. 146) — se convierte en una clara metáfora del mundo que se desmorona alrededor de Gelasio. Pero también en una metáfora de su propio conflicto interior en su vertiente humana —“tengo el corazón comido de la carcoma del amor” (51)— y espiritual.
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Esa zozobra que le devora las entrañas —como al Cristo de madera de su iglesia (p. 152), símbolo bien significativo—, se expresa, por ejemplo, en muchas de sus reflexiones, a veces desabridas y con ecos de Nietzsche —aludido en el título de varios capítulos (por ejemplo, el IX) y citado luego de manera explícita (p. 133)—, de Camus o de Unamuno (p. 153). Por otro lado, su inquietud social —que quizás no sea un término inapropiado aquí— le arrastra a un permanente enfrentamiento con la autoridad civil y eclesiástica. Sus respectivos representantes, el gobernador y el obispo, son objeto de un retrato a la vez crítico y sarcástico. Sobre todo, el segundo, antiguo compañero del protagonista en seminario y hacia el cual desde entonces conserva una abierta hostilidad, está descrito con rasgos antipáticos, pues representa todo lo que Gelasio detesta: “No somos hermanos en nada: ni en la sangre, ni en Cristo. Somos totalmente diferentes” —le dirá en una áspera entrevista—; y, pocas líneas después, añadirá el narrador: “Habían chocado dos concepciones del mundo que no se conciliaban” (p. 89). Siniestra resultará la figura del teniente de la guardia civil, antiguo seminarista, cuya sombra amenazante se cierne siempre sobre el protagonista.
Esa actitud de rebeldía con el poder contrasta con su entrega a los más humildes, cuyos sufrimientos y privaciones trata de paliar por todos los medios. Son estos personajes los que aparecen caracterizados con indudable afecto. Entre ellos están también los del monte —entre los que se encuentra un viejo amigo y compañero del seminario— y que cuentan con las simpatías de la mayoría de sus vecinos; pero también alguno de los guardias. De estos personajes humildes quizás el mejor perfilado sea el de Sara, el personaje más cercano al sacerdote, en cuyo temperamento se mezclan la ingenuidad y la intuición. Aunque la propensión a desbocarse y “cierto dogmatismo simple, cercano a la obcecación cazurra” (p. 86) son rasgos del carácter del protagonista, su actitud, con frecuencia, más que imprudente (p. 131), resulta, dadas las circunstancias políticas del momento, a todas luces temeraria.
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En cuanto al estilo, como es frecuente en las narraciones de Venancio Iglesias, el tono grave se mezcla con el humorístico —aunque el humor deriva a veces en sarcasmo—, y el lenguaje es de gran riqueza y variedad. Destaca su pericia para reflejar el habla popular, con sus vulgarismos y sus voces dialectales; pero también tienen cabida el registro más culto, las citas literarias y bíblicas (incluso en griego y en latín) y el lirismo, perceptible sobre todo en algunas descripciones (pp. 135 y 149).
En definitiva, La carcoma refleja de manera crítica los duros años de la posguerra española, que ya aparecían como trasfondo de La soledad de Alvarito Somoza. Y, aunque la peripecia de ese sacerdote singular tenga poco en común con la del protagonista de su anterior novela —quizás de una estructura algo más compleja— en el fondo pueden rastrearse algunas importantes concomitancias tanto en el carácter como en los temas tratados.






