Inés Abellaneda
Domingo, 19 de Junio de 2016

Mudanza

Ya casi está completado el puzle que Inés Abellaneda, nuestra joven escritora de Carrizo, traza para su narración de amor, un amor que revive con la muerte, un amor sin culpa que se rehace en las evocaciones, en las ausencias. El final de esta historia de amor aventuro que se completará con la muerte, cuando se cierra el puzle, cuando esta historia se cierre

 

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Levantó la persiana y una ola de luz blanca, plateada, penetró en la cocina. Aún era de noche. En el cielo tiritaban azules las estrellas. La luna, grande y redonda, también temblaba. Las calles, iluminadas a trozos, se veían desiertas. No rodaba ningún coche. Nadie pasaba. No se movía nada. Toda la ciudad estaba quieta y callada. También ella se había quedado inmóvil mirando por la ventana. La quietud y el silencio de la noche le daban sosiego. Necesitaba serenarse, aquietar sus pensamientos. Desde lo sucedido, le costaba coger el sueño, y cuando lo cogía, se le escapaba con facilidad. Muchas veces se desvelaba a media noche; otras, como esta, en cambio, tenía más suerte y se despertaba ya al final; entonces, no esperaba y se levantaba.

 

No sentía hambre, pero sabía que tenía que comer, que no se podía dejar. Se lo había dicho el médico, se lo decían todos. Así que se dispuso a preparar el desayuno. Mientras lo preparaba, notó el silencio de la casa. Solo que no era ese silencio denso y pesado de estos días de atrás sino que era otro silencio. El silencio del tiempo en que todo iba bien. Un silencio liviano que le hizo creer que era sábado, una mañana de sábado. Los niños dormían, también él dormía. Ella, como de costumbre, había madrugado; le gustaba desayunar sola, tranquilamente. Tuvo la sensación de que, si salía al pasillo, podría escuchar la respiración de los chicos; más todavía, que, si, pisando suave, llegaba hasta el baño y encendía la luz, con solo asomarse a las puertas de las habitaciones, vería los bultos de sus cuerpos; y si abría con cuidado la puerta de su habitación, allí estaría él, durmiendo aún. Estaría cruzado en la cama, boca abajo y con la mitad del cuerpo al aire, destacándose apenas en la tenue claridad que empezaba a filtrarse por las rendijas de la persiana. Es seguro que le llegaría el murmullo de la radio desde debajo de la almohada. No podría evitar el entrar y taparlo, y retirarle la radio. Después, se quedaría un instante allí, de pie, mirándolo, escuchando su respiración. Qué estará soñando, finalmente se preguntaría.

 

Al arrimar la puerta, sonó el estruendo de una explosión. Era la taza del café que se había estrellado contra el suelo. Entonces, la puerta, la luz del baño, el pasillo, la penumbra, el silencio, todo, se quebró, se desdibujó, y la realidad de la cocina se impuso de inmediato, casi con violencia. Luego, otra vez el silencio. Mientras recogía con el cepillo los añicos, el silencio se iba haciendo cada vez más espeso y pesado, más duro. Cuando vació el recogedor en el cubo de la basura, el silencio ya dolía: la herida se había abierto. Para distraer el dolor, después de desayunar, volvió a acercarse a la ventana, su nariz rozaba el cristal. Clareaba. Casi todas las estrellas ya se habían consumido; solo quedaban dos, muy cerca la una de la otra, que refulgían intensamente, como si nunca se fueran a apagar. La luna ya no estaba. El cielo parecía de hielo. El horizonte estaba encendido: el sol pugnaba por salir. Llegaban los primeros sonidos: el chirrido metálico de una puerta que se abría, el rugido de un coche que le costaba arrancar, las campanadas del reloj de la catedral. Por la calles ya circulaban bastantes vehículos. De cuando en cuando se veía a algún transeúnte. Las farolas se estaban apagando. La brisa movía las hojas de los árboles. La ciudad despertaba.

 

No podía demorarse mucho porque pronto vendrían los de la mudanza. Su hijo mayor le había dicho que llegarían temprano. Para entonces, quería tener la casa recogida y estar ya vestida, preparada.

 

 

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Se encontraba en el cuarto de baño, frente al espejo, mirando sus labios, secos y cuarteados, dudando si ponerse un poco de carmín, cuando sonó el timbre. Ya no se puso el carmín, lo dejó todo y acudió enseguida a descolgar el interfono. Efectivamente, era la mudanza.

 

Al poco tuvo a uno de los operarios con dos cajas en la puerta, una encima de la otra; lo condujo hacia el estudio. El operario dejó las cajas en el suelo y se retiró para ir a buscar más. Ella levantó el estor y también la persiana. Era un día espléndido, aún de verano: el mundo reventaba de luz. Se veían colores por todas partes. La catedral, bañada de luz amarilla, parecía que estaba suspendida en el aire, como si se hubiera desanclado del suelo. En el cielo, puro azul, flotaba una pequeña nube, un barco en el gran océano, que se movía lentamente, sin prisa por llegar a su destino. Debajo de la ventana estaba la furgoneta de la mudanza, y en torno a ella, como abejas laboriosas, se afanaban dos operarios sacando cosas. En poco tiempo estos hombres llenaron el estudio de cajas, de paquetes y fundas de ropa, y luego, enseguida, en cuanto ella les firmó un papel amarillo, se fueron igual que vinieron, casi sin decir nada, apenas un adiós.

 

Empezó por los paquetes y las fundas. Lo primero que hizo fue cogerlos y llevarlos a la habitación. Lo puso todo encima de la cama. Las fundas tenían americanas, camisas y pantalones. Le costaba imaginárselo con americana, porque él, salvo en las ceremonias, siempre vestía informal, con vaqueros sobre todo. Después de colgar esta ropa en las perchas, pasó a los paquetes. Entre sus dedos, largos y tenaces, los nudos y las lazadas de los cordeles negros que ataban a los paquetes se iban deshaciendo poco a poco.

 

Algunos paquetes tenían calzado; otros, ropa interior. Unos terceros contenían camisetas y polos. Toda aquella ropa era también para ella desconocida. Sin embargo, al colocar los polos en otro cajón que había quedado vacío, uno de ellos no le resultó extraño. Era un polo azul marino. El polo que llevaba puesto la tarde que se reencontraron en la plaza. Lo llevaba con unos vaqueros y unos zapatos castellanos. Todavía se acuerda de lo bien que le quedaba. Lo encontró tan guapo, tan comedido, tan sumamente interesante. El paseo que después dieron los dos solos por el parque le vino a su cabeza: los dos solos, hablando despacio, bajo, como si acabaran de conocerse y todo fuera nuevo para ellos. También le vino, enganchado a este recuerdo, el recuerdo de la llegada al portal, de cuando subieron en el ascensor, tan cerca el uno del otro, y de cuando entraron en casa. Pero sobre todo recordó cuando él, ya en la habitación, esta misma, y en este mismo lugar, el que había sido suyo, se quitó el polo. Ese roce de la tela con su piel le pareció que le llegaba al oído y volvió a sentir el mismo calambre que sintió entonces. Aquella noche, cálida y clara, hermosa, si se lo hubiera pedio, hubiera subido con él al cielo. Pero no se lo pidió y eso, al recordarlo ahora, le escuece. Sin embargo, no por ello aquella noche deja de ser para ella el mejor momento de su vida.

 

 

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Cuando acabó de colocarlo todo, se sentó en el borde de la cama, como si necesitara descansar, y se quedó mirando la ropa que colgaba de las perchas. De nuevo, le pareció que era sábado y que enseguida llegaría él con los niños de entrenar. Entonces, la casa se llenaría de sus voces y de sus gritos, de sus risas, y este silencio extraño, lacerante, que no acababa de comprender, se disiparía, como se disipa el vaho de la ducha cuando se abre la ventana del baño. Estuvo un buen rato escuchando esas voces, esos gritos y esas risas; viendo cómo los chicos se quitaban apresuradamente la ropa y corrían atropellándose al baño, y cómo la niña, cada vez más celosa de su intimidad, se encerraba en su cuarto, ajena a esa disputa. Un buen rato estuvo sintiendo el tacto suave y tibio, dulce, de los labios de él en los suyos. Al cerrar la puerta del armario, los sonidos y las imágenes se desvanecieron; sin embargo, ese tacto no se le fue, se le quedó ahí adherido a los labios, y aún en la cocina, mientras preparaba la comida del medio día, notó ese sabor dulce que él siempre le dejaba en la boca después de besarla.

 

Una vez que comió, y tomó café, se puso sin prisa con las cajas, que intuía que contenían libros, los libros que él se llevó cuando todo se vino abajo. Según los iba sacando, los iba colocando en las baldas, en el mismo sitio en el que estuvieron siempre; pues, aunque no había leído más que unos pocos, sabía el lugar exacto de todos ellos. Los conocía todos. Muchos los conocía porque alguna vez, olvidados, los había recogido de encima del radiador del baño, o porque él le había hablado de ellos. Cuando le hablaba de un libro, sobre todo si le había gustado, lo hacía con tanto entusiasmo, que luego resultaba difícil no recordarlo. De cuando en cuando, al azar, abría algunos libros por la primera página por el solo gusto de ver su nombre escrito junto al suyo. Uno de estos, Veinte poemas de amor y una canción desesperada, al buscar en él la primera página, sin saber cómo, se le desplegó por la mitad y apareció una postal. Era una postal que ella le había escrito cuando eran novios. Le dio la vuelta y leyó lo que ponía, y le costó creer que ella hubiera podido escribir aquello, que ya entonces lo hubiera amado tanto. Se le cayeron las lágrimas. Llorando, pasó algunas páginas y encontró un poema que él había aprendido de memoria y siempre había querido recitárselo; pero nunca lo hizo, porque ella no se lo consintió. Lo leyó, despacio, en voz baja, como susurrando, y el dolor aun se le hizo más intenso, casi insoportable.

 

Estuvo toda la tarde con los libros. Cuando terminó de colocarlos, se quedó mirando la estantería y, aunque todos estaban en su sitio, notó que algo no estaba bien. Tras pensar un instante, cayó en la cuenta. Entonces, corrió a la habitación y cogió el libro que tenía junto a la urna. Nada más colocarlo en la balda, supo que todo ya estaba perfecto. Todo por fin había quedado como antes.

 

Después se acercó a la ventana. Atardecía. El sol, desmayado, ya rozaba las cumbres azulosas de las montañas y no tardaría en despeñarse por el abismo que se abría detrás de ellas. En ese momento, el aire se volverá primero gris y luego negro; el cielo se abrirá en millones de estrellas y la luna, de nuevo grande y redonda, se llenará de luz, amenazando una noche más con caerse y romperse. El cielo será una fiesta.

 

Antes de acostarse, despejó la mesilla de papeles y revistas, desplazó el brazo de la lamparita hacia un extremo y en el espacio que quedó libre puso la urna, que, sin el libro al lado, la encontró distinta, como si no fuera la misma que había traído hace unos días en su bolso y con la que hablaba por las noches. Ya en la cama, inmersa en la oscuridad, le pareció que sus hijos dormían en sus respectivas habitaciones y que junto a ella él también descansaba; le pareció que si alargaba el brazo hacia su lado, le tocaría el costado con la mano, podría acariciarle la espalda, el hombro, la nuca. Podría notar el calor de su cuerpo, incluso sentir el fluyo de la sangre por sus venas. Pero no extendió el brazo, le dio miedo.

 

En Astorga, a 16 de junio de 2016

 

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