Miguel Martínez Panero
Domingo, 26 de Junio de 2016

Los diarios en el affaire del matrimonio Tolstói

Este artículo de Miguel Martínez Panero sobre los diarios del matrimonio Tolstói, forma parte del Nº 3 de La Galerna (Tabloide crítico), revista editada por Manual de Ultramarinos, con el título de 'Diarismos'.
El autor comenta de su artículo que ha querido evitar el tonillo 'rosa' en el que fácilmente pudiera haber caído en un asunto como este, pero que si tal hubiera ocurrido sí sería carne de tabloide, aunque sea crítico.
El artículo incluye un apéndice bibliográfico de gra interés y que complementa bien el texto principal.

 

 

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Una de esas miniaturas históricas que llevan el acertado nombre de Momentos Estelares de la Humanidad comienza con una mujer de edad avanzada en cofia y camisón, de madrugada y a la luz de una vela, que escudriña las últimas anotaciones del diario de su marido en el cuarto de trabajo anejo a donde éste descansa. Entonces, con el sueño ligero de los ancianos, el conde Tolstói se despierta huraño, sorprende a su esposa en esa labor de espionaje, y en esa misma noche decide llevar a cabo su “fuga a la eternidad”. Así titula Stefan Zweig el episodio que conducirá al gran novelista, conciencia moral del pueblo ruso, a abandonar su hogar de Yásnaia Poliana y morir pocos días después en la pequeña estación de Astápovo.

 

Por aquella época, cuando la primera década del siglo XX llegaba a su fin, todo andaba revuelto en casa de los Tolstói. Pero ya casi medio siglo antes, en el que habían tenido trece hijos en común, también el diario del autor en ciernes estuvo a punto de echar para atrás el casamiento con su mujer, de soltera Sofía Behrs (familiarmente “Sonia”), cuándo ésta sólo era su prometida. Y es que en sus años mozos, siguiendo la tradición del señorito ruso, el joven Liov Nikoláievich había sucumbido a los naipes, enjugando sus deudas con parte de su heredad; también frecuentó prostíbulos (“he pescado una gonorrea donde se suelen pescar”, escribió); e incluso llegó a tener un hijo natural con una sierva, lo que le llevó a afirmar: “no hay crimen que yo no cometiera”. Pero el puntilloso novio no quería que hubiera secretos con su futura compañera y, al igual que el personaje de Liovin con su fiancée Kitty en Anna Karénina, le dio a leer a Sonia las anotaciones diarias que documentaban su vergüenza. Y lo mismo que en la novela, la joven a la que casi doblaba en edad quedó horrorizada, si bien acabó perdonando (que no lo olvidando) el pasado de crápula de quien ocuparía el resto de su vida. Ello dio pie a que, desde entonces, cada uno pudiera leer libremente el diario del otro, y así comenzó una relación envenenada: “una perversa forma de comunicación”, como la denominó William Shirer en su detallada crónica de este matrimonio bipolar titulada Amor y Odio (obra ésta que, dicho sea de paso, debe mucho de su factura a la excelente biografía de Tolstói por Henri Troyat).

 

La transición de la atracción al rechazo por su pareja se puede seguir por supuesto en sus diarios, pero también en la propia novelística de Tolstói. En la primeriza La Mañana de un Señor y en la inconclusa Felicidad Conyugal el autor todavía cree en la satisfacción dentro del hogar. En las obras de madurez, como Guerra y Paz, ya se avistan nubarrones (“no te cases, amigo, no te cases”, le dice el príncipe Bolkonski a Pierre Bezújov), y en Anna Karénina, la novela por excelencia del matrimonio, la tormenta estalla sobre la protagonista (sin embargo para Liovin, trasunto como hemos visto del autor, aún parece haber un rayo de esperanza al combinar la familia con una especie de religión personal). Cuando el autor, ya viejo, rechace las relaciones sexuales y se convierta en un santón de su propio tolstoísmo, todavía se verá atenazado por unos celos desgarradores, como ocurre en El Diablo y en La Sonata a Kreutzer. Por fin, sus últimos grandes trabajos literarios, La Muerte de Iván Ilich y Resurrección, nos muestran personajes cuyo ideal definitivamente no se encuentra en la vida matrimonial, fallida la del primero y truncada la del protagonista del segundo, el príncipe Nejliúdov.

 

 

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Así pues, un escritor tan autobiográfico como Tolstói había ido viviendo en sus propias carnes las mismas sensaciones experimentadas por los personajes de sus obras a lo largo de toda su vida. Ahora, ésta entraba en su etapa final; pero no nos equivoquemos: pese a su edad y las enfermedades que había sufrido, no se trataba de ningún anciano valetudinario. Tan sólo dos meses antes de su muerte, el doctor Makovitski, su médico personal, anotaba: “¡Qué buen jinete es L.N.! Por qué escarpaduras baja y sube, qué peligrosos lugares recorre: puentes medio podridos, bordes de hondonadas! Se abre paso a través de un bosque joven y tupido, agáchase para eludir las ramas bajas, su caballo da respingos. ¡Cómo lo lanza al trote y al galope! A mis 43 años me cuesta trabajo hacer lo que L.N. hace a sus 82. No le doy alcance, y mi cabalgadura ha estado a punto de partirse la crisma y partírmela a mí”. El testimonio es admirable, sin duda, más aun teniendo en cuenta cuándo fue registrado, y es significativo de la energía vital que Tolstói conservaba intacta, la que sin duda necesitó para poner en ejecución una renuncia a su pasado meditada mucho tiempo atrás, pero nunca hasta entonces resuelta.

 

¿Qué motivó realmente el que Tolstói tomara la decisión de retirarse a un convento o irse a vivir entre los mújiks, y convirtiera su azarosa huida, abandonado a su esposa, en la comidilla de todo el mundo? Aparentemente el matrimonio no se ocultaba nada y cada cual dejaba su diario a la vista de su cónyuge. Pero unos dos años antes de la debacle familiar el autor de Infancia, Adolescencia y Juventud escribía: “comienzo un diario para mí mismo, secreto”. Así pues, para sentirse más libre, además del diario oficial, había una suerte de contabilidad B de miserias conyugales. O eso creía Sonia cuando se enteró de la existencia del cuaderno, que según ella tenía todo el derecho a conocer como parte directamente implicada. En esta “guerra de diarios” también terció Chertkov, el discípulo más amado de Tolstói, tratando de salteárselos a su esposa con el propósito de conservarlos en su integridad, pues pensaba que la condesa los censuraría si de ella dependiera. Hay que decir además que ésta última compatibilizó así mismo dos registros íntimos, paralelos, desde unos años antes que lo hiciera su marido, si bien en su caso la ocultación no parece haber sido un factor determinante.

 

De hecho, los cónyuges eran plenamente conscientes de que la importancia de dichos escritos haría que, incluso en sus pasajes más recónditos, éstos acabasen por ser públicos, como así ocurrió (parcialmente, ya en transcurso de sus propias vidas). Tolstói tenía en alta consideración esas anotaciones en las que destilaba sus pensamientos, se consideraba encarnado en ellas. Por ello, sus cuadernos fueron de las pocas cosas imprescindibles que se llevó en su fuga nocturna. En algún momento dijo: “Pensaba que escribía el diario no para mí, sino para los otros, principalmente para quienes vivan cuando yo no esté. Pero, ¿y si queman estos diarios? Bueno, ¿y qué? Quizá sean necesarios para otros, pero para mí, a decir verdad, no es que sean necesarios: es que ellos soy yo”. Por su parte la esposa también pretendía metonimizar a su marido en la posesión de esas notas privadas, y toda su vida luchó por custodiarlas frente a Chertkov, quien llegó a retenerlas temporalmente. Sobre su relevancia en la cuestión que nos atañe le apostrofó en una ocasión a su marido: “¿Por qué en todas las referencias a mí en tus diarios me tratas como si fuera una malvada? ¿Por qué quieres que todas las generaciones futuras y nuestros nietos llenen mi nombre de improperios como el de una esposa frívola y malvada que te hizo desgraciado? No puedo pedirte que me ames, pero ten consideración con mi nombre”.

 

Por otro lado es sintomático cómo todo el mundo en Yásnaia Poliana parece haberse posicionado en la contienda y llevado un diario personal: el doctor Makovitski, al que ya hemos citado en calidad de médico particular del conde Tolstói (quien, paradójicamente, abominaba de los privilegios y de la medicina); el secretario personal de éste, Bulgákov; el fiel discípulo Chertkov, más tolstoiano que el propio líder del movimiento y en buena parte desencadenante de la tragedia familiar por su intransigencia; Sasha la hija pequeña de Liov y Sonia; y también algunos de sus hermanos mayores, éstos principalmente alineados con la madre... Y todo ello sin contar con el resto de parientes, visitantes ocasionales e incluso reporteros que pululaban constantemente por la hacienda y que también dejaron constancia de su paso por allí.

 

 

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Todo este material bibliográfico del círculo de Tolstói fue ordenado y sistematizado en primer lugar por su biógrafo inglés Aylmer Maude, para lo cual contó con la asistencia de Serguéi, uno de los hijos del escritor ruso; y posteriormente, en una meticulosa labor de autentificación y fijación de los textos, por el escritor y crítico formalista Víktor Shklovski. De este modo, desde distintas perspectivas, hemos llegado a conocer con pelos y señales el trasmundo de ese singular enclave de Rusia en los estertores del zarismo. Directa o indirectamente, de manera expresa o sin citarlos, ésas han sido principalmente las fuentes (secundarias, en realidad) utilizadas para la reconstrucción de los hechos en trabajos subsiguientes. Podemos citar entre ellos, a finales del siglo pasado, el del periodista y escritor italiano Alberto Cavallari, quien en su reportaje literario La Fuga de Tolstói dio cuenta meramente de los acontecimientos objetivos de la escapada, omitiendo todo lo relativo a los días finales del huído una vez que éste recaló en Astápovo. Y más recientemente, también el autor estadounidense Jay Parini utilizó todo este bagaje documental para componer una estimable obra polifónica titulada La Última Estación. De esta novela hay una interesante versión cinematográfica dirigida por Michael Hoffman, quien también firma su guión, que deja de lado tono caleidoscópico del original escrito. Dicha película, que se estrenó coincidiendo con el centenario de la muerte del escritor ruso, recrea el affaire Tolstói con alguna inexactitud histórica en la forma, pero bastante fielmente en el fondo. Añade como contrapunto ficticio unos amores “antitolstoianos” del joven y simpático secretario personal del autor (interpretado por James McAvoy), quien se encuentra expuesto a su pesar al fuego cruzado de los esposos (una estupenda pareja actoral compuesta por Helen Mirren y Christopher Plummer).

 

Pero volvamos a la cuestión candente. Para Sonia, y así lo dejó consignado, la espantada de su marido fue algo devastador e incomprensible, un misterio. Para nosotros, desde nuestra perspectiva y con los datos de que disponemos, fue algo inexorable, necesario, que no pudo no ser. Al constatar los exacerbados rasgos de intolerancia de Tolstói, del fanatismo religioso en que cayó siendo principal pagana su esposa, casi disculpamos las actitudes innegablemente histéricas de ésta. Pero ya se sabe que todos los genios tienen una vena de locura, tesis que se suele acompañar con otra no menos borreguil y adocenada: la de que detrás de cada gran hombre hay una gran mujer. Lo cual, dicho sea en justicia, fue verdad en el caso de Sonia: madre de una numerosa prole, editora y agente literaria del autor (mientras éste se lo permitió), melómana y fotógrafa amateur... Y sin embargo ella se consideraba anulada por un marido del que afirma que “el mundo es simplemente el medio que rodea a su genio, y toma de él lo que puede ser útil para su obra. El resto lo desecha. Coge de mí, por ejemplo, mi labor de copista, mi preocupación por su bienestar físico, mi cuerpo. Mi vida espiritual no representa nada para él, pues ni siquiera se ha molestado nunca en entenderla”.

 

Es cierto que Tolstói, hombre de su tiempo, mantuvo posiciones misóginas que chocan con nuestra mentalidad actual. Por ejemplo, cuando un mújik aconsejó al autor arrearle unos buenos vergajazos a su mujer porque así era como los campesinos “arreglaban” las cosas en su ambiente, el apóstol de la no violencia no sólo no se escandalizó, sino que se tomó la sugerencia casi con humor, consciente de la brecha existente entre la barbarie y la civilización que los interlocutores representaban. Pero, ¿cómo tratar a una persona posesiva, que no deja un resquicio a la intimidad y que cada dos por tres amenaza con suicidarse? La paciencia tiene un límite.

 

Ahora bien, nosotros no somos abogados matrimonialistas, no pretendemos tomar partido, ni imponer un acuerdo o llegar a un compromiso. Apreciamos sobremanera la obra de Tolstói, tanto que desearíamos, como dice Nabokov, que hubiera estado encadenado a su escritorio con resmas de papel y litros de tinta, centrado en escribir y ajeno a temas teológico-morales. Pero quien lea el epílogo de La Sonata a Kreutzer, después de recuperarse de su perplejidad, se dará cuenta de por qué llegó un momento para el autor en que la literatura pasó a tener un papel ancilar, vicario de sus asuntos religiosos. Es entonces cuando su esposa se convirtió en la imagen viviente de su contradicción vital. Recordemos las anotaciones del diario de ésta en las que Sonia le acusa de hipócrita por predicar la pobreza y vivir en la riqueza, y en las que rezaba para no quedarse embarazada y poner de manifiesto la mentira de su marido cuando éste ya predicaba la castidad incluso dentro del matrimonio. Tanto es así que, cristiana ortodoxa como era, en algún momento se planteó el uso de medidas anticonceptivas e incluso el aborto. A su vez, las razonables pretensiones de la condesa pretendiendo mantener un legado económico para sus hijos chocaban con el utópico deseo de su padre de ceder sus bienes y derechos de autor a la humanidad, o al menos los obtenidos tras su conversión religiosa. En esta “lucha a muerte” (la expresión es literal de Tolstói), era imposible una conciliación de intereses y, por ende, la reconciliación de los esposos.

 

Llama poderosamente la atención un testimonio gráfico de este muro infranqueable que los separó hasta el mismo final. Cuando, forzado por su repentina decaída física en su precaria huida, Lev Nikoláievich ocupó la habitación del jefe de estación de Astápovo, se formó un cordón sanitario comandado por su círculo más íntimo: Chertkov, su hija Sasha y el doctor Makovitski. Se trataba así de aislar al convaleciente del circo mediático que se había formado fuera. Y con una actitud de total inhumanidad, también estos cancerberos del tolstoísmo impidieron a la condesa entrevistarse con su esposo, incluso cuando éste empeoró de gravedad (según ellos, precisamente por esta causa, para no perturbarle más). Se conserva una conmovedora foto en la que Sofía Andréievna mira de puntillas y hace visera con las manos desde el exterior de la habitación donde agonizaba su marido para tratar de verle, pero ya sólo se lo permitieron cuando éste quedó inconsciente antes de morir.

 

 

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Addenda bibliográfica

 

Hasta hace unos años los lectores españoles sólo teníamos noticia de los diarios del matrimonio Tolstói gracias a la impagable Antología de Diarios Íntimos seleccionados por Antonio Dorta y Manuel Granell publicada por la desaparecida editorial Labor, así como a las referencias que aparecían en la concienzuda biografía del novelista escrita por el ruso-armenio nacionalizado francés Henri Troyat (pseudónimo de Lev Tarásov) en la también recordada Bruguera. Y no queremos olvidar una breve selección de los diarios de la condesa aparecidos en los años ochenta al cuidado de la revista Un Ángel Más. En todos los casos se trataba de retraducciones del francés o del inglés.

La situación ha cambiado radicalmente en los últimos años, a partir del centenario de la muerte del escritor ruso. Así, Selma Ancira ha vertido del idioma original una pertinente muestra de sus diarios en dos tomos: primero para la mexicana editorial Era, y poco después para el sagaz sello español Acantilado. Así mismo, la traductora ha hecho lo propio con su extenso epistolario. En ambos casos tuvo acceso a la famosa “habitación de acero” en Moscú, un recinto literalmente acorazado donde se conservan los manuscritos originales (puede Tolstói descansar tranquilo en su sencilla tumba de Yásnaia Poliana, que su obra diarística no arderá ni se destruirá fácilmente teniendo en cuenta donde está depositada).

 

Por su parte, también se debe a Fernando Otero y José Ignacio López una amplia representación de los diarios de Sofía Tolstáia, directamente desde la lengua en que fueron escritos, para la exquisita editorial Alba. Además, conviene señalar la existencia de una biografía, desmitificadora de la esposa incomprendida, cuya autora es Alexandra Popoff y que ha sido editada en Circe dentro de su serie de vidas femeninas.

 

Tenemos menos suerte con los diarios del entorno del matrimonio. Las obras de Maude y Shklovski que los compilaban no son conocidas en el ámbito hispano mas que por alusiones. Existen no obstante en español unas cuantas de las Anotaciones de Yásnaia Poliana del doctor Makovitski, el “Eckermann” de Tolstói (debido a que el escritor se enfadaba mucho cuando personas ajenas registraban sistemáticamente sus opiniones personales, el médico ideó un ingenioso método para escribir subrepticiamente lo que decía el conde escondiendo la mano y su cuaderno de notas dentro del bolsillo). Se encuentran en un número de los años setenta de la benemérita revista El Correo de la Unesco (cuyo interdisciplinar archivo está en la red prácticamente en su totalidad). En cambio, hasta donde sabemos, no hay en castellano vestigio alguno de las anotaciones de Bulgákov, de Chertkov, ni de Sasha Tolstáia, quien abandonó la Rusia soviética y se exilió a los Estados Unidos, donde tuvo una vida muy longeva y dejó varios libros de recuerdos.

 

Contamos, eso sí, con ediciones de La Última Estación de Jay Parini en Península (agotada) y RBA. En la primera editorial, y de nuevo accesible ya únicamente en el mercado de segunda mano, se publicó también La Fuga de Tolstói de Alberto Cavallari, una minuciosa crónica que ya antes había aparecido en la revista Debats. Por otra parte, Amor y Odio de William Shirer, última obra de su autor, fue publicada en España por la saldada Anaya & Mario Muchnik. Así mismo, merecen mucho la pena las páginas que Stefan Zweig dedica a la “huída hacia Dios” de Tolstói en sus Momentos Estelares de la Humanidad (hay varias series de episodios en distintas editoriales; éste en concreto apareció en Juventud, pero no figura entre los que publicó Acantilado). Y, por fin, es interesante leer al menos uno de los Tres Ejemplos de Amor y una Teoría de Ramón J. Sender en Alianza: el que analiza la turbulenta relación del sufrido matrimonio.

 

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