Sábado, 02 de Julio de 2016

Relatos en la fresquera

Iniciamos la publicación de 'Relatos en la fresquera', con los que durante los meses de julio y agosto os proponemos un respiro ficcional o una inmensa inquietud que nos remueva de nuestro acomodo, eso dependerá de cada escritor. Después de seleccionados, los narradores y narradoras observamos que cumplimos con los cupos mínimos de representatividad étnica y de género.

Comenzamos con el texto de José Miguel Lopez-Astilleros, 'La resaca de los monstruos'

Cada narración irá acompañada por una ilustración de Nuria Cadierno.

 
 
 
 
 
 
 
La resaca de los monstruos
 

 

Por José Miguel López-Astilleros

Ilustración: Nuria Cadinero

 

[Img #22767]

 

 
Me desperté tras una noche de borrachera en una cama que no era la mía. Había entornado los ojos y me bastó sospechar el color verde de las paredes pobladas de objetos colgados, para darme cuenta de que aquel no era mi dormitorio, ni aquellas sábanas ásperas las mías. Los párpados volvieron a caer flácidos, aún con la mente desperezándose, concediendo una tregua a los músculos para atender la inexistente orden de abrirlos de par en par. De un estado narcótico fui pasando a un estado de vigilia interior. Lo sorprendente es que no me dolía la cabeza como tantas veces, y más sorprendente aún que ni se me ocurriera hacerme ninguna pregunta sobre dónde y con quién había terminado aquella madrugada. Por el contrario, me refugié en la reconstrucción de las horas previas a la amnesia que me invade siempre que paso de la quinta copa.
 
 
Me dijo que se llamaba Fernando. Era de complexión atlética, cuerpo proporcionado y rostro varonil. Al principio no me pareció distinto del prototipo de hombre que cuelgan en las vallas publicitarias, seguramente tendría gran parte de sus neuronas dedicadas al gimnasio y a su cuidado personal. Me giré con indiferencia y no le hice el menor caso, no estaba dispuesta a aguantar a un pesado que confundiera el apellido de un escritor alemán con una marca de cerveza, o alguna barbaridad por el estilo. Él insistió en presentarse con unas cuantas palabras más, acompañadas de unos cuantos gestos. El timbre de su voz grave inspiraba seguridad sin arrogancia, incluso sinceridad, los movimientos de sus manos eran suaves y acompasados. Esta vez sí le presté atención, hasta el punto de corresponderle con mi nombre, me llamo Patricia, le dije con una sonrisa maliciosa. A partir de entonces iniciamos una conversación que se fue apoyando en los sucesivos gin-tonics que tomamos. 
 
 
Hacía dos años que había terminado su Grado en Arqueología por la Universidad Complutense de Madrid, y había sido seleccionado para participar en las excavaciones del Proyecto Djehuty, cuyo yacimiento se encuentra a los pies de la parte central de la colina de Dra Abu el-Naga en Egipto. Tras decirle que trabajaba como traductora, correctora de estilo y lectora de originales en la editorial Grapa, me prometió que si estaba interesada podría enviarme el diario de excavación que pensaba escribir todos los días. Me pareció fascinante lo que me contaba, y con qué pasión. Salimos del interior de La rata colorada a la terraza, donde nos sentamos con nuestras respectivas bebidas. Hacía una noche de verano interminable, la luna llena era perseguida por filamentos de nubes que se adelgazaban hasta disolverse en un halo púrpura.
 
 
De la arqueología pasamos a los mitos antiguos que perviven en nuestros días. Y de ahí pasé a observar con más detenimiento sus labios gruesos, sensuales, sus ojos azabachados, intensos, a percibir su respiración alterada cuando nuestras miradas se encontraban en el mismo deseo. Se levantó a por otros dos gin-tonics, que debieron ser los quintos, porque a partir de ellos sólo recuerdo una nebulosa de placeres, quién sabe si ciertos o no. 
 
 
Estaba tumbada de lado, sin moverme. A mi espalda estaba Fernando, sentía su presencia de gato dormido. Poco a poco comencé a abrir de nuevo los ojos a la penumbra de la habitación y abandoné el embeleco del ensueño para entrar en la otra realidad. Desde mi posición emprendí la observación de la pared y una pequeña cómoda que tenía enfrente, iluminadas por la luz furtiva que se hacía paso entre las lamas de la persiana, detrás de mí. Conforme fui reconociendo los objetos, fui entablando un diálogo con ellos. Toda la superficie estaba cubierta con fotografías en blanco y negro, del techo al suelo y de izquierda a derecha, adheridas con chinchetas plateadas sin un orden predeterminado. Las había de todos los tamaños y formatos, y seguramente de muchas épocas distintas, dada su naturaleza. La disolución de los últimos restos de alcohol me permitió enfocar con precisión a una grande, rectangular, en la que un grupo de personas miraba a la cámara sonriendo, a una le faltaban los dos brazos, dos estaban unidas a un mismo tronco, a otra le faltaban las piernas, en el centro había una criatura con microcefalia, y así algunas más.
 
Registré cada una de las demás fotos, en todas aparecían los mismos personajes, de dos en dos, tres en tres o agrupados, en distintos momentos y escenarios, los mismos sentados en una mesa que en un parque de atracciones. Sólo uno estaba en todas ellas, el de la microcefalia, que me recordaba a Schlitzie en la película Freaks de Tod Browning. Sin duda era el protagonista en todas. No cabía duda de que todo aquello pertenecía a un enamorado de la película. Sólo cuando dirigí la mirada sobre la cómoda, sentí una inquietud que desembocaba en el horror: allí también había fotografías, la mayoría estaban en color y parecían recientes, o al menos realizadas en la última década, en ellas aparecía a quien denominé como el cabeza de alfiler Schlitzie. Eran fotos de estudio, primeros planos y de cuerpo entero. ¿Qué había sido de Fernando? Me pregunté sin atreverme a darme la vuelta para hallar la respuesta.
 
 
Ahora somos dos monstruos durmiendo la borrachera. En el otro extremo de la cama un tercer yacente sueña con despertarse sin sobresaltos.
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