Bruno Marcos / Ilustración: Nuria Cadierno
Domingo, 17 de Julio de 2016

La sociedad inconfesable

Publicamos la tercera entrega de los 'Relatos de la fresquera'. Salvo por haber sido escrito recientemente, nada tiene de fresquito; más bien de calor, de apnea, de habitáculo cerrado, de desdibujo dibujado de toda una vida. La ilustración es de Nuria Cadierno.

[Img #23051]
 
 
 
 
Su vestuario de verano no se diferenciaba apenas de su vestuario de invierno,simplemente se quitaba algunas prendas como el abrigo o la chaqueta, pero lospantalones podían seguir siendo perfectamente de pana y las camisas las mismasque aparecían entonces con los faldones por fuera y las mangas recogidas hacia arriba. Cuando el calor le agobiaba demasiado se desprendía de los calcetines y abría varios botones de la pechera hasta que asomaban los mechones ya encanecidos.
 
Nada hacía cambiar su rutina, la de un hombre adulto entregado a una misión que ya no cuestionaba en absoluto. Día tras día Maurice se dedicaba a lo mismo y no cejaba. Aquella manera de afrontar las jornadas volvía seguro el suelo bajo sus pies y hacía mucho que no le acongojaba ningún tipo de temor terrenal, la soledad, la incomprensión, la enfermedad o el dolor eran cosas para él del pasado, tanto como los placeres, los gustos, las opiniones. Aunque todo rebullía en su cabeza como la memoria de un mal sueño nada de aquello le afectaba y, desde luego, nada le apartaba de su misión, de su acometer diario, de su trabajo estajanovista cuyo pago no existía. Cuanto más tajo sacaba mejor se encontraba y cuanto más trabajaba y más cansado estaba mejor, sin vislumbrar reposo ni fin, ni conclusiones precisas porque hacía tiempo que sabía que su labor, la auténtica, la que
perseguía la verdad y perpetuarle, era infinita y que después de él seguiría estando inconclusa.
 
Había entrado en un camino sin retorno. El sol calentaba el planeta y la ciudad se vaciaba de gente que huía a las piscinas, a los ríos y a las playas para refrescarse, pero él seguía. Con la nevera abierta, empapándose la cabeza en agua con hielo. Tenía construida una cartografía de escritos sobre la pared de su piso. Papeles de diferentes tipos en los que había toda suerte de textos suyos, todos publicados en la imprenta, desgajados de libros y de revistas y de periódicos. Algunos le habían reportado dinero, otros prestigio, algunos premios y la mayoría nada tangible. No obstante para él todos eran iguales, todos tenían la misma categoría, la misma calidad, ya hubieran salido estampados en un periódico nacional como en uno comarcal, eran igualmente letras organizadas en frases y en párrafos y en páginas que construían para él un organismo.
 
Durante mucho tiempo había escrito de una forma espontánea, de las cosas que le iban interesando pero a medida que pasaron los años se fue dando cuenta de que todo estaba unido, de que como sus neuronas lo estaban sus pensamientos y sus palabras lo estaban también. Ahí comenzó el mapa y la obsesión porque su actividad pertenecía a un proyecto superior, que iba más allá de su propia individualidad. Tanto fue así que en los últimos tiempos llegó a pensar que él en su literatura no pintaba nada, que algo que andaba por ahí, una inmanencia lo tomaba y lo hacía expresar determinadas cosas incardinables en el proyecto general. Claro que su importancia como escritor fue sustituida por su importancia como iluminado, porque no todos los escritores ni todas las personas, por supuesto, veían lo que él había podido ver con claridad y relativamente joven.
 
No obstante aquello era un secreto, era algo que no se podía contar a nadie, prácticamente sólo a aquel que estuviera maduro para entrar en la sociedad, en la sociedad inconfesable. De ahí que todos los que le observaban no vieran en él más que a un majareta, uno que se había vuelto loco de tanto escribir, punto que era perfecto para mantener la ocultación de todo. Era preciso no confesar nunca en público cuáles eran los fines de su literatura. Hacía mucho que había dejado de comparecer en público, jamás hablaba, siempre por escrito. El contacto físico, la cercanía y, sobre todo, la oralidad eran los riesgos más grandes que corría su misión.
 
Sabía que había otros como él. Contemporáneos que estaban en lo mismo pero los que más cerca se hallaban seguramente estaban a miles de kilómetros de distancia, o quién sabe si a dos manzanas, su comunicación era a través de los escritos y los principales interlocutores estaban muertos. El diálogo de los de la sociedad era una transmisión de conocimientos a través de mapas, de señales encriptadas. En cada artículo, en cada reseña de libro había claves concretas no estipuladas pero que ellos, los de la sociedad inconfesable sabían reconocer.
 
Había que utilizar lo que fuera, las oportunidades abundaban y había que usarlas aunque no fueran buenas. Publicar una novela de acción, escribir una carta al director, una columna sobre política local o la reseña de un libro intrascendente y comercial, eran ocasiones que inocentemente estaban ahí para que ellos se comunicasen, para que dejasen sembrado el mundo de su mapa cuajado de hitos que otros recogerían y a su vez continuarían.
 
Era una forma de mantener vivo el conocimiento a través de los tiempos por un reducido grupo de seres humanos frente a las legiones de hombres y mujeres que pasaban por la tierra ignorándolo y aportando barbarie. La imagen más gráfica para visualizarlo era la de aquellos cavernícolas que mantenían el fuego encendido y lo protegían con su vida porque si se apagaba no sabrían encenderlo y morirían. Los de la sociedad inconfesable se mantenían en vela para que lo verdaderamente interesante no desapareciese, eran los custodios secretos que debían dejar las señales justas para acceder a él.
 
Maurice había cubierto su piso con los papeles impresos de todos los textos que había publicado durante su vida. Los manuscritos no valían. Tenían que haber aparecido en algún medio por pequeño que fuera. Tenían que estar en circulación. Se había dejado una buena cantidad de dinero en comprar todos los periódicos, revistas y libros en los que habían aparecido sus escritos para arrancar o desgajar las hojas e incorporarlas a la constelación de su obra. Cuando apareció muerto, en plena ola de calor, la policía encontró mi número de teléfono anotado en un folio cuidadosamente plegado en el interior del bolsillo delantero derecho del pantalón de pana que llevaba puesto. Debajo del número Maurice había rotulado: «Doinel: ignorante pero maduro para la sociedad inconfesable.»
 
Uno de los policías se quedó estupefacto ante el gran mural. En alguna de las habitaciones los escritos de Maurice forraban incluso el techo. Allí donde ponías la vista, al leer cualquier fragmento al azar, comprobabas que escribía maravillosamente. Con un crayón rojo había subrayado por todas partes y, con uno verde, dibujado círculos y flechas. Todo interconectado en un esquema que llevaría años descifrar, quizá tantos años como los que le llevó a él construirlo.
Con tu cuenta registrada

Escribe tu correo y te enviaremos un enlace para que escribas una nueva contraseña.