Violeta Serrano García
Domingo, 12 de Mayo de 2013

Hoja de Ruta número 2: Zapateado sobre colillas

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Y ahora que retomo el aliento del abismo caigo en la cuenta del entorno del viaje, del rescoldo de inquietud que aún me quedaba en el forro de los bolsillos, del deseo de agrimensura de mis ojos, del paralelismo incierto que se configura a cada vuelta de la esquina.


Y así, en tanto que me animo a asomar el pescuezo por la ladera de la montaña de mi impertérrita tendencia al aislamiento, descubro que no estoy sola en el edificio. Por lo visto comparto pared con una ferviente católica. Lo que me contó la bendita noche que se me ocurrió rendirle visita no tiene desperdicio: resulta que lo que me puede decir de España es que el pasado verano conoció Madrid y casi no vuelve. ¿La razón? A la pobre muchacha no se le ocurrió otra cosa que desmayarse esperando al Papa durante tres horas bajo un sol de 40 grados… Imagínense mi mueca al oír tal confesión, yo, que de la Iglesia empecé a desconfiar cuando me dieron la primera hostia y no volví a pisarla desde que supe que la sangre de Cristo era sólo para el de la sotana. Cuánto más creció mi sorpresa cuando oí la alarma de su teléfono último modelo y me confesó que se tomaba píldoras anticonceptivas chaque soir à 22h00.


Dos horas más tarde, plus ou moins, llegaba su novio: un tipo sin poesía, sin trampa ni cartón, un germen al uso. Pues bien, este futuro esposo de jefa de policía —pues ése es el sueño de nuestra católica empedernida—, trabaja en el Mc Donald’s de turno y se la folla, supongo, dando gracias a Dios por el milagro de la ciencia que les permite manifestarse contra el aborto sin temer que Dios les castigue con un embarazo no deseado. He de decir también que lo del orgasmo para ellos debe ser un milagro a la altura de aquello del Espíritu Santo porque lo que es ruido, nada.


Bajo tal silencio sepulcral, yo reparto mis soirées entre añoranza de Bogotá y carencia de tabaco. Me alerta el ritmo que están tomando los acontecimientos: yo, que considero sano todo coqueteo con el vicio, me veo obligada a una abstinencia mayor que la de la católica empastillada y, además, a vivir sin mis eventuales cigarrillos. Me pasa por precavida y por inocente: las dos a un tiempo. Lo primero por traerme un cargamento cuando raro es que un paquete se me termine en una semana. Lo segundo por haber creído en la promesa de seguridad que me hizo el tipo que me dio unas llaves para abrir mi cuarto que servían, además, para el resto de las puertas del lycée (y viceversa, dije yo): dijo que no me preocupase, que no había ningún problema. Hasta que lo hay, claro… y me tocó el gordo.


Se podría decir que 55 euros (80 euros si convertimos el precio del tabaco al impuesto galo) me ha costado el cerrojo que a posteriori me han colocado dos hombrecillos muy amables a las órdenes de Monsieur le Proviseur en la endeble puerta que me separa por dos centímetros del inconveniente alumnado. Si no fuera por ellos, por los enanos, digo, ya habría colocado un cartel a la entrada de mi tugurio personal: "Merci au voleur: j’arrête de fumer", porque "ojalá te mueras de cáncer, cabrón" me parece demasiado impactante para este país tan civilizado.


Y lo de dejar de fumar a raíz de tal acontecimiento me pareció una buena idea hasta que la soirée se hizo nuit blanche en Bordeaux. Porque tras tal semana de rabia a borbotones e impotencia, lo único que me hacía sonreír era que dos noches me esperaban en una ciudad lejana. El primer anochecer fue una verdadera amanecida porque la luna hizo acto de presencia con un movimiento contenido y asombroso: roja como pocas veces la había visto, quedó como hecha de encargo por la pareja de bailarines que se puso a comerse al compás de un tango argentino justo a la vuelta de mi espalda.


Pero lo mejor llegó después cuando, vaya usted a saber por qué, me encontré con un gitano, familia de los Utrera, que vivía allí mismo y que coincidió conmigo en una placita regada con música de jóvenes que buscaban una monedita dando alegría a los plácidos borrachos de botella en mano. Y le pedí al señor José un toque y un cante y a cambio él tan sólo que le cobijase del frío: y nos fuimos a un bar y allí bailé amparándome en la idea aquella de que en el país de los ciegos el tuerto es el rey. Y así debió de ser porque el alboroto se derrochó entre aquellas cuatro parecitas. A la fiesta la casualidad había invitado a un negro con la pata de palo que había perdido la buena en su Congo natal, a un recién licenciado en Lettres Modernes que sólo quería beber porque había constatado la irrelevancia de sus intereses intelectuales para con el mundo actual, a mi prima que aprendió flamenco a razón de la velocidad a la que el vino blanco d’entre-deux-mers hacía acto de presencia en sus venas y al artista, claro: José, de Sevilla y afincado en Bordeaux, una ciudad más bien bourgeoise, aunque tal juicio no me impida reconocer la belleza de algunos de sus rincones.


Pasaron horas, hablando entre mi francés español, el francés caló del de Utrera y el francés inteligible del intelectual borracho y el difícilmente comprensible del congoleño. Y después de convertir el vino d’entre-deux-mers en espectáculo de 'Entre dos aguas' pintado por José contra su guitarra, zapateé sobre las colillas de los cigarros que ya no me iba a poder fumar y me despeiné el pelo y encontré una concordancia con dedos que rasgaban cuerdas y que nunca jamás hubiese pensando que llegaría a atisbar.


Pasado el milagro, nos abandonamos: el viejo José cogió su guitarra y dijo hasta luego, ya nos veremos, como quien se despide de un amigo cualquiera que podrá volver a ver en otro bar, a pesar de que supiera que nosotras cogeríamos el tren de vuelta en unas horas escasas. Así nos ganó su peso nómada y la implacable transparencia de su mirada. Gracias José: nos vemos en la próxima estación fantasma.

                                                              

 

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