María José Cordero / Ilustración: Nuria Cadierno
Domingo, 07 de Agosto de 2016

Mi vecino Fernández

Está reciente aún el libro 'Violetas a los tejados', que publicó María José Cordero, un libro de cuentos sustancioso, divertido y bueno para pensar. María José Cordero es músico, compositora y cantante. Pertenece al grupo de música sefardí Sirma. Ha musicado poemas de Marifé Santiago, Pereira, José Ángel Valente, Gamoneda etc. En el año 2015 escribe e interpreta en la catedral de Astorga, la cantata 'La estancia vacía' del poeta Leopoldo Panero. La ilustración es de Nuria Cadierno

 

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A la atardecida, cuando en época estival la temperatura era más liviana, salía al huerto a contemplar el sembrado, los montes lejanos que la distancia volvía azules; las hortalizas, que mis manos, neófitas aldeanas, habían plantado con tanto cariño; el frescor de la hierba, una vez mojada: su olor tan especial…

 

La dejadez del momento, esa languidez buscada, como si el tiempo fuese deshilvanándose, me invitaba al circunloquio, a la contemplación, al sosiego. Era en esos momentos en los que mis amigas, las hormigas, hacían sus recorridos frenéticos con una velocidad tan estresante que me hacía esbozar una sonrisa. Pensaba: Así estabas tú antes de ayer; siempre con prisas.

 

Cuando el sol iniciaba su descenso, a punto de esconderse tras las colinas, sólo entonces, veía a Fernández pasear, detenerse, mirar a un  lado y al otro, como degustando el paseo en soledad. Yo le saludaba siempre, todos los días:
.- Buenas tardes, Fernández.

 

No decía nada, me miraba de soslayo y desaparecía entre las incipientes sombras de la noche. No era amigo de entablar conversación alguna y, además, tenía la necesidad de refugiarse en sí mismo; parecía no necesitar nada ni a nadie.

 

La llegada de mis hijos y nietos, algún fin de semana, venía a ser lo más parecido a un ciclón, en estos parajes. Las hojas de las plantas del huerto tiritaban, se estremecían; demasiado ajetreo para aquél paraíso en que el silencio bailaba rumbas en la noche, acompañado del sonido percutido que emitían, al brillar, miles y miles de estrellas. Mientras, yo creía escuchar sones de tumbadoras y percibía, sin querer, el aroma de otras tierras lejanas. 

 

Un nostálgico, es lo que soy. Un funambulista de los recuerdos, siempre balanceándome entre el ayer y el mañana. Ya cuando vivía en El Caribe, obligado por las circunstancias, no dejaba de añorar la casa vieja de mis padres; los sembrados de patatas; el agua fresca y limpia del pozo del huerto; la soledad de las mañanas cuajadas de rocío…No tengo remedio, ahora me viene el olor del salitre de aquél mar azulado, a veces como un espejo que irradiaba luz; el olor de ciertas frutas, que aquí no existen; el sonido de la música criolla que se mezclaba con el vaivén de las horas; la voz negra y profunda de mi vecina, la mulata Soledad, que hacía levantar persianas, descorrer visillos y preguntarse uno, tantas veces, dónde está la felicidad…

 

En estos parajes, sin más, me dispongo a saborear mis pensamientos: los momentos tranquilos, lo apacible del lugar, la mansedumbre nítida de un estado de gracia: la rendición, por fin, a la vida sin reloj, no sujeta a horarios, con una dulzura tan feliz como deseada; con Fernández, o, más bien, sin él… Podríamos acompañarnos pero, claro, ¡si hemos venido aquí huyendo de la turbamulta, del desasosiego, de los horarios rígidos del trabajo, de las rutinas impuestas por la gran urbe!  Aquí, estamos felices ambos, en la más pura contemplación de la existencia, disfrutando de la nada aparente que nos envuelve como un abrazo cálido y relajante. Nuestra “soledad sonora”, que diría el poeta.

 

No obstante, hoy estoy de suerte, pude ver a mi vecino con claridad, pues, por primera vez en tiempos, no se ocultó ante mi presencia. Cada día su piel tiene un color más intenso. Este sol de justicia nos curte la epidermis; yo siempre voy con sombrero, por si acaso…pero él, tan pancho y cachazudo, sin protección alguna.

 

Sin más dilación y en un descuido, lo sujeté fuertemente para que se detuviera, probando a acercarme y conversar.
.- ¡Fernández, solo estamos tu y yo, criatura! Podrías ser un poco menos displicente y desabrido.

 

El lagarto se revolvió, giró bruscamente la cabeza y entonces, sólo entonces, observó mi rostro, extrajo su larga lengua y me dijo algo parecido a: Sí, claro, qué más…
    

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