Santa Teresa de Jesús y la Princesa de Éboli
Juan Manuel de Prada presentó su novela 'Santa Teresa de Jesús y la Princesa de Éboli' en Astorga, casi sin avisar; no hubo tiempo para leerla con tan breve aviso de los organizadores del acto, ni tiempo para comprar la novela. Astorga Redacción trabaja bien la cultura, le hizo entonces una entrevista, y ahora Luis Miguel Suárez, tras lectura atenta del libro propone esta lectura
Juan Manuel de Prada, El castillo de diamante, Barcelona, Espasa, 2015, 455 pp., 21,90 €.
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A finales del pasado año —coincidiendo con el V centenario del nacimiento de Santa Teresa de Jesús— aparecía El castillo de diamante, la última novela de Juan Manuel de Prada, que luego obtendría el Premio de la Crítica de Castilla y León 2016. La historia comienza por el final, con el viaje a Sevilla de Ana de Mendoza, princesa de Éboli, en compañía de Antonio Pérez, para denunciar a Teresa de Jesús ante la Inquisición. Será el tribunal del Santo oficio el que le solicite que cuente cómo conoció a la monja carmelita, su trato y amistad con ella, y sus “posteriores desavenencias. Empezando desde el principio” (p. 35). En esas palabras —y con ese pretexto— está enunciado ya el esquema narrativo de toda la novela.
La voz del relato no va a corresponder, sin embargo, a la princesa de Éboli, pues De Prada ha optado por un narrador omnisciente, que aporta también la perspectiva de ambas protagonistas. Con ello la trama es abordada desde distintos puntos de vista y no se ciñe a la visión de un único personaje. Por otro lado, la estructura cronológica resulta del mismo modo notablemente eficaz. Tras el citado viaje a Sevilla, que constituye el prólogo de la novela (pp. 11-36), la acción retrocede trece años, hasta 1562, época en que discurre la primera parte, ambientada en Ávila —en cuyo convento de la Encarnación vive la reformadora carmelita— y en el palacio de doña Luisa de la Cerda en Toledo, donde las protagonistas se encontrarán por primera vez. Ya desde este primer encuentro ambas tendrán la certeza de “que sus almas estaban destinadas a combatir” (p. 96).
Luego (pp. 179-371) la acción se trasladará a 1569, a Toledo, donde Teresa de Jesús, habrá de sortear todo tipo de dificultades para lograr la licencia que le permita fundar un convento en la ciudad; y, al Palacio de los príncipes de Éboli en Pastrana, a cuyas tierras la princesa quiere atraer a la religiosa abuelnese para que realice una fundación. Quizás aquí —y en especial, en el capítulo siete— llegará el duelo entre ambas a su momento cumbre. La tercera parte (pp. 373-434), ambientada en 1573, tiene como escenarios Madrid —adonde se habían retirado los príncipes de Éboli— Ávila, a cuyo convento de la Encarnación ha de regresar Teresa como priora para ponerlo en orden, y, de nuevo, Pastrana, donde ha quedado el convento carmelita fundado por ella. En estos episodios, y sobre todo en el último capítulo (pp. 418-434), se hallarán algunas de las páginas más brillantes desde el punto de vista novelesco. Por último, el epílogo (pp. 435-449) enlaza con el principio de la novela, y vuelve al momento en el que la de Éboli finaliza su declaración ante el Santo Oficio. No cabe duda de que esta estructura resulta sumamente eficaz desde el punto de vista narrativo, ya que permite, aparte de dosificar algunos elementos de la intriga, jugar con la elipsis para centrarse solo en los episodios fundamentales.
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Toda novela histórica corre el riesgo de ser leída como historia o de ser cotejada con esta. De ello es consciente el autor, que en los “Agradecimientos y advertencias” (453-455) señala algunas de las “licencias” históricas que se ha tomado. Pero no es el criterio de la fidelidad o el rigor históricos el que ha de regir en la novela, sino su coherencia narrativa. Y en este aspecto, el mundo novelesco construido por De Prada es de una solidez y coherencia innegables. Aunque se advierte la sólida documentación —ahí está de fondo, perfilado con nitidez, el contexto de la época: el enfrentamiento en la corte entre los partidarios de Alba y los del príncipe de Éboli, el ascenso de Antonio López, la irrupción de las nuevas órdenes religiosas, etc.— esta aparece hábilmente dosificada sin recargar la acción novelesca ni distraerla de su núcleo argumental: el enfrentamiento entre las dos protagonistas.
Los motivos que suscitan este desencuentro son analizados en el libro, y en ello radica uno de sus atractivos fundamentales. Y es que a pesar de que se trate en apariencia de dos caracteres completamente opuestos, ambas protagonistas quizás en el fondo no sean más que, según propone De Prada, “el anverso y el reverso de una misma moneda” (p. 240). Porque, igual que en la monja abulense, “junto a la mujer contemplativa y ensimismada de Dios (…) había una mujer nacida para gobernar y mandar” (p. 270), en la de Éboli su ansia de poder era tal vez también “un sucedáneo del ansia de Dios” (p. 351). Dos personalidades indoblegables, convertidas, además, en dos de las mujeres más poderosas de su tiempo, parecían, pues, abocadas al enfrentamiento.
En cuanto al estilo, aparte de cierta atención por el detalle morboso y repulsivo, casi naturalista, encontramos la riqueza de lenguaje y el tono culto —aunque sin incurrir demasiado en excesos barrocos— propio del novelista zamorano. Destaca sobre todo la abundancia de referencias literarias deslizadas a lo largo de todo el relato; sobre todo, a los libros de caballerías, continuamente en boca de Santa Teresa (devota lectora en su juventud de este género de novelas). El escritor ha insertado, además, como advierte al final (p. 454), diversos guiños textuales al Quijote, rasgo que puede parecer artificioso, pero supone, en todo caso, un homenaje a la novela cervantina (publicada unos cuantos años después). Aparecen asimismo otros ecos de Garcilaso, del Lazarillo, de Góngora, del Buscón…
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Estos ecos literarios no se limitan a las referencias textuales, sino que se extienden a los personajes y a las situaciones. De forma que, por ejemplo, la santa abulense tiene aquí mucho de caballero andante a lo divino, y también bastante de Quijote. Por su parte, Pedro de Alcántara, Mariano Azzaro y Juan de Narduch —“locos de Dios”, llama a estos dos últimos la propia carmelita— reúnen igualmente numerosos rasgos quijotescos; mientras que Alonso de Andrada está cortado por el patrón de los héroes picarescos —incluso su identificación con Lázaro de Tormes es clara en algún momento (pp. 419-420)—… Y hasta la propia acogida de la protagonista y los ermitaños en el Palacio de Pastrana tiene en el fondo mucho de farsa y de burla, como les ocurrió a amo y escudero en el castillo de los duques.
En definitiva, El castillo del diamante encierra un interesante acercamiento novelesco a dos personalidades históricas tan sugestivas como Santa Teresa y la princesa de Éboli, y ofrece una elaboración literaria de notable altura.
Juan Manuel de Prada, El castillo de diamante, Barcelona, Espasa, 2015, 455 pp., 21,90 €.
A finales del pasado año —coincidiendo con el V centenario del nacimiento de Santa Teresa de Jesús— aparecía El castillo de diamante, la última novela de Juan Manuel de Prada, que luego obtendría el Premio de la Crítica de Castilla y León 2016. La historia comienza por el final, con el viaje a Sevilla de Ana de Mendoza, princesa de Éboli, en compañía de Antonio Pérez, para denunciar a Teresa de Jesús ante la Inquisición. Será el tribunal del Santo oficio el que le solicite que cuente cómo conoció a la monja carmelita, su trato y amistad con ella, y sus “posteriores desavenencias. Empezando desde el principio” (p. 35). En esas palabras —y con ese pretexto— está enunciado ya el esquema narrativo de toda la novela.
La voz del relato no va a corresponder, sin embargo, a la princesa de Éboli, pues De Prada ha optado por un narrador omnisciente, que aporta también la perspectiva de ambas protagonistas. Con ello la trama es abordada desde distintos puntos de vista y no se ciñe a la visión de un único personaje. Por otro lado, la estructura cronológica resulta del mismo modo notablemente eficaz. Tras el citado viaje a Sevilla, que constituye el prólogo de la novela (pp. 11-36), la acción retrocede trece años, hasta 1562, época en que discurre la primera parte, ambientada en Ávila —en cuyo convento de la Encarnación vive la reformadora carmelita— y en el palacio de doña Luisa de la Cerda en Toledo, donde las protagonistas se encontrarán por primera vez. Ya desde este primer encuentro ambas tendrán la certeza de “que sus almas estaban destinadas a combatir” (p. 96).
Luego (pp. 179-371) la acción se trasladará a 1569, a Toledo, donde Teresa de Jesús, habrá de sortear todo tipo de dificultades para lograr la licencia que le permita fundar un convento en la ciudad; y, al Palacio de los príncipes de Éboli en Pastrana, a cuyas tierras la princesa quiere atraer a la religiosa abuelnese para que realice una fundación. Quizás aquí —y en especial, en el capítulo siete— llegará el duelo entre ambas a su momento cumbre. La tercera parte (pp. 373-434), ambientada en 1573, tiene como escenarios Madrid —adonde se habían retirado los príncipes de Éboli— Ávila, a cuyo convento de la Encarnación ha de regresar Teresa como priora para ponerlo en orden, y, de nuevo, Pastrana, donde ha quedado el convento carmelita fundado por ella. En estos episodios, y sobre todo en el último capítulo (pp. 418-434), se hallarán algunas de las páginas más brillantes desde el punto de vista novelesco. Por último, el epílogo (pp. 435-449) enlaza con el principio de la novela, y vuelve al momento en el que la de Éboli finaliza su declaración ante el Santo Oficio. No cabe duda de que esta estructura resulta sumamente eficaz desde el punto de vista narrativo, ya que permite, aparte de dosificar algunos elementos de la intriga, jugar con la elipsis para centrarse solo en los episodios fundamentales.
Toda novela histórica corre el riesgo de ser leída como historia o de ser cotejada con esta. De ello es consciente el autor, que en los “Agradecimientos y advertencias” (453-455) señala algunas de las “licencias” históricas que se ha tomado. Pero no es el criterio de la fidelidad o el rigor históricos el que ha de regir en la novela, sino su coherencia narrativa. Y en este aspecto, el mundo novelesco construido por De Prada es de una solidez y coherencia innegables. Aunque se advierte la sólida documentación —ahí está de fondo, perfilado con nitidez, el contexto de la época: el enfrentamiento en la corte entre los partidarios de Alba y los del príncipe de Éboli, el ascenso de Antonio López, la irrupción de las nuevas órdenes religiosas, etc.— esta aparece hábilmente dosificada sin recargar la acción novelesca ni distraerla de su núcleo argumental: el enfrentamiento entre las dos protagonistas.
Los motivos que suscitan este desencuentro son analizados en el libro, y en ello radica uno de sus atractivos fundamentales. Y es que a pesar de que se trate en apariencia de dos caracteres completamente opuestos, ambas protagonistas quizás en el fondo no sean más que, según propone De Prada, “el anverso y el reverso de una misma moneda” (p. 240). Porque, igual que en la monja abulense, “junto a la mujer contemplativa y ensimismada de Dios (…) había una mujer nacida para gobernar y mandar” (p. 270), en la de Éboli su ansia de poder era tal vez también “un sucedáneo del ansia de Dios” (p. 351). Dos personalidades indoblegables, convertidas, además, en dos de las mujeres más poderosas de su tiempo, parecían, pues, abocadas al enfrentamiento.
En cuanto al estilo, aparte de cierta atención por el detalle morboso y repulsivo, casi naturalista, encontramos la riqueza de lenguaje y el tono culto —aunque sin incurrir demasiado en excesos barrocos— propio del novelista zamorano. Destaca sobre todo la abundancia de referencias literarias deslizadas a lo largo de todo el relato; sobre todo, a los libros de caballerías, continuamente en boca de Santa Teresa (devota lectora en su juventud de este género de novelas). El escritor ha insertado, además, como advierte al final (p. 454), diversos guiños textuales al Quijote, rasgo que puede parecer artificioso, pero supone, en todo caso, un homenaje a la novela cervantina (publicada unos cuantos años después). Aparecen asimismo otros ecos de Garcilaso, del Lazarillo, de Góngora, del Buscón…
Estos ecos literarios no se limitan a las referencias textuales, sino que se extienden a los personajes y a las situaciones. De forma que, por ejemplo, la santa abulense tiene aquí mucho de caballero andante a lo divino, y también bastante de Quijote. Por su parte, Pedro de Alcántara, Mariano Azzaro y Juan de Narduch —“locos de Dios”, llama a estos dos últimos la propia carmelita— reúnen igualmente numerosos rasgos quijotescos; mientras que Alonso de Andrada está cortado por el patrón de los héroes picarescos —incluso su identificación con Lázaro de Tormes es clara en algún momento (pp. 419-420)—… Y hasta la propia acogida de la protagonista y los ermitaños en el Palacio de Pastrana tiene en el fondo mucho de farsa y de burla, como les ocurrió a amo y escudero en el castillo de los duques.
En definitiva, El castillo del diamante encierra un interesante acercamiento novelesco a dos personalidades históricas tan sugestivas como Santa Teresa y la princesa de Éboli, y ofrece una elaboración literaria de notable altura.