Parecía estar esperando un pájaro
Siguen los rigores de agosto, ahora más que nunca y la fresquera mantiene el hielo y los alimentos en su frescor deseado y deseable. Ya el verano apunta a su fín pero aún saldrá otro relato, como este de hoy, como todos los que hemos ido publicando con las fantásticas ilustraciones de Nuria Cadierno
![[Img #23983]](upload/img/periodico/img_23983.jpg)
Conozco el proyecto de Arthur Batut de trabajar fotográficamente el retrato tipo, el retrato que sintetiza el aire de una familia, de un sueño, de una aldea, el de una Nación. En el opúsculo titulado, ‘La photographie appliquée à la productión du type d`une famille, d´une tribu ou d´une race’ comenta que en el laboratorio veía aparecer por el método de superposición de imágenes, el tipo del grupo en cuestión: “Ver aparecer a la pálida luz del laboratorio esta figura impersonal, que no existe en ningún sitio y que se le podría denominar como el retrato de ‘el invisible’”.
El invisible, lo invisible en este caso es una composición conceptual a base de imágenes, de algo que no existe; como no existen el espíritu del pueblo, ni la pertenencia a una raza, ni Dios. Ver algo que no es, puede llevarnos a creer que se trata de algo que es, un sujeto, un cuerpo.
Con mi proyecto intentaría invertir ese modo de llegar al ‘no ser’, provocando el engaño. Mi búsqueda entraña y comulga con la experiencia de Vertov en el ‘Cine-ojo’, donde se reivindican la máquina de cine y la cámara de fotos al haber alcanzado tal grado de desvarío técnico que toman la imagen de las cosas con mayor agudeza que el ojo humano. Por ello pienso que para mirar bien habría que hacerlo con el microscopio, con el telescopio o con la lente fotográfica, todos ellos claro al servicio de ‘la máquina de imaginar’, de un ser humano.
Acostumbrados a la visión monolítica de lo que tenemos delante, a una determinada altura y posición de la mirada, con apenas variaciones, unísona; en la seguridad que produce la costumbre…Se empieza a romper el espacio cuando la imagen del ojo deja de ser la ‘imagen del ojo-en-la-cara’, para ser la imagen del ojo en cualquier otra posición del cuerpo. Surgen entonces multitud de imágenes, una especie de ‘panoptes’, con visiones desde los ángulos más inesperados, la miríada de miradas de la cola del pavo real.
No es el tiempo vencido como decía de sí el ’Cine ojo’, sino el espacio sintetizado, bien temperado. Luego viene la operación de leer, el momento del montaje, yuxtaponiendo y ligando entre sí cualquier punto del universo. Pero ¿Con qué criterios?
El experimento tendría que ser probado al modo cartesiano; primero en lo simple, para ir poco a poco a lo más complejo. Comencé por realizar una composición de esa miríada de visiones con un objeto sencillo, una concha de nácar milagrosamente salvada del kitsch de una tienda china, como modo de ir acostumbrándome, para transferirla luego a cualquier otra cosa con la que me topase.
Pero antes incluso de esto, hube de mapear el propio cuerpo, decidir cuáles serían los puntos de vista del cuerpo. La verdad es que la disposición frontal y simétrica, con una predominancia de la mano derecha llevaba a disposiciones de la cámara muy limitadas. Con la modificación, los ángulos eran más atrevidos, los encuadres del objeto inverosímiles.
Surgió el problema de cuáles serían los puntos del cuerpo en que habría que situar la cámara y cuáles las angulaciones desde esos puntos; y en ambos casos la paradoja de Zenón, cruel Zenón, vino en mi tormento. ¿Pues no hay entre punto y punto un lugar en medio? No habría otra opción que decretar como insignificantes la gran mayoría de los micropuntos del mapeo de mi cuerpo.
Pero, ¿cómo haría luego la composición que hiciera surgir el retrato del invisible?
Una vez despreciado un mapeo de puntos minucioso, pues un punto muy próximo apenas variaría la visión, tuve la ocurrencia de dividir el cuerpo en varias secciones, añadiendo las que surgieran de la proyección natural del cuerpo mediante los movimientos de las extremidades. 26 cuadrantes con tres angulaciones como mínimo, darían esas 78 miradas asignadas a cada cuerpo.
La renuncia al mapeo completo había sido importante, la síntesis haría aparecer ya un fantasma de la verdad; pero la verdad de qué.
No existe entonces la verdad absoluta, en absoluto. Existe la verdad de alguna cosa, de algún objeto en la penumbra. Dada la complejidad del asunto decidí abordar el conocimiento de la realidad a partir del conocimiento propio. La dificultad mayor del conocimiento de un objeto que tenga conciencia (un sujeto) es que el conocimiento perceptivo se alarga al conocimiento de esa conciencia.
Me puse de cuerpo entero, desnudo, frente a una tabla rígida en la que dibujé los 26 puntos elegidos de mi cuerpo para aferrar en ellos la cámara en los tres ángulos. Disparaba contra mi cuerpo desnudo. Con las 78 imágenes obtenidas y la técnica de Batut contemplaría la aparición de mi fantasma, tal vez de mi yo, si esto no fuera otro invisible. Vería mejor aquello que soy. Entonces pensé, y esto dio un nuevo giro al experimento, que debiera aplicar la técnica a la fotografía digital y componer mi imagen fantasma en el ordenador. Con un pincel finísimo acariciaba suavemente mi cuerpo y la composición resultante del mismo en el ordenador. Un pincel finísimo de pelo de camello acariciaba las órbitas de mis familiares a un tiempo que extraños ojos en el ordenador, hasta que tuve la sensación de que el pincel ya no besaba esa imagen fantasmal de mi mismo, sino que sentía como me pintaba los ojos, como me empolvaba la cara, como peinaba de placer y de dolor el cuerpo virtual que tenía enfrente.
Fui sumando las imágenes una a una y resolviendo. Cada vez me encontraba más cerca de mí mismo. Cada fotografía añadida era como una leve revisión de mí mismo, una variante en el mismo orden de la relación y justificación en que empeñara mi vida.
Iba a comenzar el relato por septuagésima sexta vez cuando oí los pasos, agujeros de la niebla, sombra progresiva y concéntrica. Dos pasos más, dos maneras más de mí mismo narradas a quien hubiera tenido la paciencia de seguirme aquí y la aparición sería completa, recortada sobre el blanco de la pantalla. Una imagen velada y tras de ella una vida no vivida, una vida posible y mía, y detrás de esa vida, pendiente esta vez de la caricia, todas esas vidas mías no vividas, todas con el reto y el peligro de que fueran vividas. Y la mía, esta vida hasta ahora mía quedaba ausente y por una vez iba a decidirme por cuál de ellas.
Conozco el proyecto de Arthur Batut de trabajar fotográficamente el retrato tipo, el retrato que sintetiza el aire de una familia, de un sueño, de una aldea, el de una Nación. En el opúsculo titulado, ‘La photographie appliquée à la productión du type d`une famille, d´une tribu ou d´une race’ comenta que en el laboratorio veía aparecer por el método de superposición de imágenes, el tipo del grupo en cuestión: “Ver aparecer a la pálida luz del laboratorio esta figura impersonal, que no existe en ningún sitio y que se le podría denominar como el retrato de ‘el invisible’”.
El invisible, lo invisible en este caso es una composición conceptual a base de imágenes, de algo que no existe; como no existen el espíritu del pueblo, ni la pertenencia a una raza, ni Dios. Ver algo que no es, puede llevarnos a creer que se trata de algo que es, un sujeto, un cuerpo.
Con mi proyecto intentaría invertir ese modo de llegar al ‘no ser’, provocando el engaño. Mi búsqueda entraña y comulga con la experiencia de Vertov en el ‘Cine-ojo’, donde se reivindican la máquina de cine y la cámara de fotos al haber alcanzado tal grado de desvarío técnico que toman la imagen de las cosas con mayor agudeza que el ojo humano. Por ello pienso que para mirar bien habría que hacerlo con el microscopio, con el telescopio o con la lente fotográfica, todos ellos claro al servicio de ‘la máquina de imaginar’, de un ser humano.
Acostumbrados a la visión monolítica de lo que tenemos delante, a una determinada altura y posición de la mirada, con apenas variaciones, unísona; en la seguridad que produce la costumbre…Se empieza a romper el espacio cuando la imagen del ojo deja de ser la ‘imagen del ojo-en-la-cara’, para ser la imagen del ojo en cualquier otra posición del cuerpo. Surgen entonces multitud de imágenes, una especie de ‘panoptes’, con visiones desde los ángulos más inesperados, la miríada de miradas de la cola del pavo real.
No es el tiempo vencido como decía de sí el ’Cine ojo’, sino el espacio sintetizado, bien temperado. Luego viene la operación de leer, el momento del montaje, yuxtaponiendo y ligando entre sí cualquier punto del universo. Pero ¿Con qué criterios?
El experimento tendría que ser probado al modo cartesiano; primero en lo simple, para ir poco a poco a lo más complejo. Comencé por realizar una composición de esa miríada de visiones con un objeto sencillo, una concha de nácar milagrosamente salvada del kitsch de una tienda china, como modo de ir acostumbrándome, para transferirla luego a cualquier otra cosa con la que me topase.
Pero antes incluso de esto, hube de mapear el propio cuerpo, decidir cuáles serían los puntos de vista del cuerpo. La verdad es que la disposición frontal y simétrica, con una predominancia de la mano derecha llevaba a disposiciones de la cámara muy limitadas. Con la modificación, los ángulos eran más atrevidos, los encuadres del objeto inverosímiles.
Surgió el problema de cuáles serían los puntos del cuerpo en que habría que situar la cámara y cuáles las angulaciones desde esos puntos; y en ambos casos la paradoja de Zenón, cruel Zenón, vino en mi tormento. ¿Pues no hay entre punto y punto un lugar en medio? No habría otra opción que decretar como insignificantes la gran mayoría de los micropuntos del mapeo de mi cuerpo.
Pero, ¿cómo haría luego la composición que hiciera surgir el retrato del invisible?
Una vez despreciado un mapeo de puntos minucioso, pues un punto muy próximo apenas variaría la visión, tuve la ocurrencia de dividir el cuerpo en varias secciones, añadiendo las que surgieran de la proyección natural del cuerpo mediante los movimientos de las extremidades. 26 cuadrantes con tres angulaciones como mínimo, darían esas 78 miradas asignadas a cada cuerpo.
La renuncia al mapeo completo había sido importante, la síntesis haría aparecer ya un fantasma de la verdad; pero la verdad de qué.
No existe entonces la verdad absoluta, en absoluto. Existe la verdad de alguna cosa, de algún objeto en la penumbra. Dada la complejidad del asunto decidí abordar el conocimiento de la realidad a partir del conocimiento propio. La dificultad mayor del conocimiento de un objeto que tenga conciencia (un sujeto) es que el conocimiento perceptivo se alarga al conocimiento de esa conciencia.
Me puse de cuerpo entero, desnudo, frente a una tabla rígida en la que dibujé los 26 puntos elegidos de mi cuerpo para aferrar en ellos la cámara en los tres ángulos. Disparaba contra mi cuerpo desnudo. Con las 78 imágenes obtenidas y la técnica de Batut contemplaría la aparición de mi fantasma, tal vez de mi yo, si esto no fuera otro invisible. Vería mejor aquello que soy. Entonces pensé, y esto dio un nuevo giro al experimento, que debiera aplicar la técnica a la fotografía digital y componer mi imagen fantasma en el ordenador. Con un pincel finísimo acariciaba suavemente mi cuerpo y la composición resultante del mismo en el ordenador. Un pincel finísimo de pelo de camello acariciaba las órbitas de mis familiares a un tiempo que extraños ojos en el ordenador, hasta que tuve la sensación de que el pincel ya no besaba esa imagen fantasmal de mi mismo, sino que sentía como me pintaba los ojos, como me empolvaba la cara, como peinaba de placer y de dolor el cuerpo virtual que tenía enfrente.
Fui sumando las imágenes una a una y resolviendo. Cada vez me encontraba más cerca de mí mismo. Cada fotografía añadida era como una leve revisión de mí mismo, una variante en el mismo orden de la relación y justificación en que empeñara mi vida.
Iba a comenzar el relato por septuagésima sexta vez cuando oí los pasos, agujeros de la niebla, sombra progresiva y concéntrica. Dos pasos más, dos maneras más de mí mismo narradas a quien hubiera tenido la paciencia de seguirme aquí y la aparición sería completa, recortada sobre el blanco de la pantalla. Una imagen velada y tras de ella una vida no vivida, una vida posible y mía, y detrás de esa vida, pendiente esta vez de la caricia, todas esas vidas mías no vividas, todas con el reto y el peligro de que fueran vividas. Y la mía, esta vida hasta ahora mía quedaba ausente y por una vez iba a decidirme por cuál de ellas.