Claro García
Domingo, 25 de Septiembre de 2016

León y Castilla. Pasillo o ventanilla

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Las tierras de paso también constituyen el alma. Uno es lo que ha dicho, lo que ha hecho y los paisajes que atraviesa. Somos las casas en las que hemos vivido, los amigos que hemos tenido y las mujeres que hemos amado. Soy mi tierra y las tierras que debo cruzar para llegar a ella, así que a veces soy Castilla mientras estoy siendo León; o quizás lo soy todo simultáneamente y resulta que soy Castilla y León a la vez, y soy llanura y loma, enero y agosto, terrón y charco, comarcal y autopista. He sido verde en incontables ocasiones bajo un cielo gigante abarrotado de gris, y más tarde fui amarillo-trigo bajo ese mismo cielo que, ya veraniego y azul, observaba sorprendido la única nube que lo recorría y cuya sombra desconcertaba al río, a las amapolas de las cunetas y a los pinares que bordeaban la carretera. Nada se llamaba de ninguna manera. Las fronteras las trazaban los trigales, las cigüeñas, los bosques, los tesos, los manantiales y la sombra móvil de aquella nube.

 

No siempre encuentro palabras para describir la belleza de a diario de ese paisaje de Castilla que muchos miran pero que no todos saben ver; el paisaje inexistente de una Castilla que más arriba será León y que se derrite en oro bajo un azul intenso e inocente. A la sombra de ese cielo que se desliza hacia el Sur o avanza hacia el Norte sin entender de fronteras ni de nombres, comprendí hace tiempo que la vida se compone de abandonos, olvidos, ausencias, tardes de color violeta, bares de carretera, desvíos, nombres de chicas, viento y poesía.

 

Probablemente nunca lleguemos a saber quiénes somos, pero yo sé muy bien quién he sido. He sido Castilla a mediodía y he sido León atardecido y frío, y lluvioso y mágico. Fui Castilla cicatrizada de senderos, carreteras y vías de Renfe con paso a nivel junto al río y, a la vez, fui León apagándose en color barro o resucitando con una luz adolescente que llegaba a doler en los ojos. Castilla y León: prosa y poesía, verbo y adjetivo, adobe y ladrillo, madera y aluminio, tren y autobús.

 

Amanecida entre escarcha, Castilla me llevaba a casa a final de curso y me devolvía al Colegio a principios de Septiembre. Pero mi casa es León. León me sucede por dentro mientras Castilla, sin embargo, acontece en el exterior. Tan lejos y tan cerca. Tan dentro y tan fuera. León y Castilla. Pasillo y ventanilla. Olor a despedidas, a cartas, a abrazos y a amigos. Sabor a aparcamientos bajo la lluvia de media tarde, a trastiendas de bares, a carbón y retraso. Sabor y olor a desvíos, a cuadernos y andenes, a explanadas mal iluminadas y a paradas justas para el bocadillo.

 

 

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Soy de León, lo que quiere decir que no tengo límites, o que tengo los mismos que el cielo, los ríos o el fuego. Ninguno. Algunas noches, viajando entre Astorga y Madrid, sin saber si estaba yendo o viniendo, con la frente pegada a la ventanilla, adormilado, avanzando a ciegas por la nada oscura y fría que existe entre los sueños, vislumbré que la vida es precisamente lo que transcurre en ese terreno intermedio que se extiende entre la ida y la vuelta, entre ganar y perder, entre la infancia y la adolescencia, entre el cine y la literatura, entre Castilla y León. Lo uno explica lo otro.

 

Somos las palabras que un viajero soñó en una Estación. O ni siquiera eso. Somos León, que se explica por sí mismo en un movimiento perpetuo. No hay viaje de vuelta sin viaje de ida, y León, solo o acompañado, ha ido y ha venido por la Historia como por su casa, inventándola, construyéndola y dándole contenido. La hemos escrito y reescrito muchas veces, y probablemente la cambiemos otra vez antes de que termines de leer este artículo. León es centro y periferia, alma y cuerpo, pasado y futuro, pecado y dolor de los pecados. Vivimos hacia dentro mientras viajamos por el espacio, a la deriva, conscientes de que no figuramos en los mapas estelares porque somos el centro de un Universo cada vez más diminuto, más de andar por casa y, por tanto, más gigantesco, más nuestro, más universal. Planeta León.

 

León se sueña y se escribe. El paisaje interior de algunos de los personajes que he creado coincide exactamente con lo que todos hemos visto desde el autobús, el tren o el coche. Describir el paisaje equivale a describir los sentimientos que genera. Las montañas desdibujadas por la neblina, los terraplenes entrevistos, la humedad, los cielos desolados e incoloros… Los paisajes y los objetos son personas. Una maleta en un andén. La niebla. Bandadas de pájaros tardíos. Rastrojos y rodales que mueren en bosques diminutos. Lo que vemos tiene categoría de nombre propio. León es una persona. El paisaje eres tú.

 

 

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Ser de León permite escribir el exterior y el interior, el alma y el cuerpo, y que las dos partes encajen. El paisaje es lo que sientes, así que cae la tarde y sientes tapias de barro, y sientes que desaparece el sol y que los perros, en algún lugar siempre lejano, ensayan un ladrido mucho más profundo. León se siente sin mirarlo, y donde quiera que vayas lo llevarás siempre contigo.

 

Todavía cargo en la maleta las llanuras ásperas y oscuras de mi infancia, los páramos teñidos del color de las lluvias recientes, los caminos que se pierden en las tardes mágicas de la maragatería. Rebaños de ovejas. Montes color ceniza. Me hago mayor yendo y viniendo en autobuses y trenes. Dejo atrás estaciones antiguas, fábricas abandonadas y pueblos dormidos. Dos niñas en bicicleta y con pañuelos anudados en la cabeza me dicen adiós con la mano. León me produce, al igual que Castilla, un cansancio infinito semejante al de los aeropuertos. LEON SOLO, veo escrito con brocha en una pared. León solo, como si no lo estuviéramos ya. Solos desde siempre. León discreto, históricamente callado. León vacío como la tarde un domingo y perdido en una noche que todo lo devora. León envuelto en un invierno que vino para quedarse. León de iglesias, de chimeneas, campanas, ríos y cuadras. León de abrigos, curas, militares, cines cerrados y piel de gallina. León sin hacer, tiritando bajo el cielo de los desamparados que comíamos pipas en calles húmedas mientras paseamos por los escombros de una Historia suavizada por las lluvias. León de tibias noches de nieve. León mágico e infinito. León vivo. León literatura.

 

Una tarde, en La Habana, comprendí que León llegaba hasta el borde mismo del malecón, y un amanecer en un pequeño aeropuerto de Canadá me recordó la luz siempre temprana de Astorga. En Arizona descubrí los paisajes de los western que había visto en los cines de mi infancia. En Londres y en Irlanda, muy al Norte, paseé bajo el agua que dibujaba las tardes grises e infinitas de los domingos leoneses. En México soñé sueños calientes e interminables, tan semejantes a los de las siestas del verano de León.

 

 

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León sigue limitando al Norte con las manos de mi madre, y al Sur con lo que todavía quiero ser. Quedan al Este un montón de mañanas, y León, solo o en compañía de otros, nos llama por nuestros nombres. La piel es entonces el corazón. El pasillo es también ventanilla.

 

 

 

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