Emilio Geijo Rodríguez
Lunes, 26 de Septiembre de 2016
OBITUARIO

Santos Castro Fernández, un maragato brillante en Madrid

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Bien sabemos que la Maragatería es una de las regiones españolas con fuerza expulsora y, por lo tanto, rara es la familia que no tiene alguno de sus miembros fuera, en España o en el extranjero. Muchos de nuestros emigrados han llegado lejos en sus actividades económicas, intelectuales o artísticas y el regreso a la patria chica de estas personas siempre ha sido un motivo de orgullo, un refuerzo en el adormecido fondo tribal del paisanaje. Una de estas personas sobresalientes fue Santos Castro Fernández, bien conocido en la jerarquía de la administración del Estado pero poco conocido en su tierra porque, una vez jubilado, no pudo regresar con su enorme caudal de alto funcionario, con sus lúcidos análisis sobre Europa o el hambre en el mundo y la seguridad global. No pudo porque, durante cuatro años, una enfermedad inclemente le acosó sin tregua hasta acabar con su cuerpo sin que produjera la más mínima erosión en su ánimo siempre repleto de esperanza, pese a todo, en nuestro mundo y en la humanidad que lo habita. Fue el 24 de agosto pasado; tenía sesenta y seis años.

 

 Nacido en Santa Colomba de Somoza, vivió desde muy niño en Astorga de la que salió, con diez años, hacia la Universidad Pontificia de Comillas, regida por los jesuitas. Desde entonces, Santos solo regresaría durante breves periodos estivales a la casa solariega de El Ganso donde se reunía con la familia. Su andadura estudiantil le llevó a Madrid donde desplegó su gran capacidad intelectual: licenciaturas en Filosofía y Letras, Ciencias Políticas, Geografía e Historia, Derecho y Diplomatura en Sociología. Ingresó en el Cuerpo Superior de Administradores Civiles del Estado y fue profesor de Historia de la Sociología e Historia de las Ideas Políticas en la Universidad Complutense. Sin embargo, la aportación más notable y permanente de Santos Castro ha sido en el ámbito de la Administración Pública en la que desempeñó cargos de alta responsabilidad dentro y fuera de España: Secretario General del Instituto Nacional de Industria en los duros años de la reconversión industrial, varias direcciones generales en los Ministerios de Industria y Comercio, Cultura y Defensa. En este último ministerio desempeñó, en diferentes periodos, labores de gran calado: en la redacción de la Ley de Tropa y Marinería, en la configuración del Museo del Ejército y, finalmente como asesor en el Instituto Español de Estudios Estratégicos. También fue Subsecretario en el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación; Subdirector para Europa de la FAO; Director de Relaciones Institucionales de la SGAE… Al decir de Ángel Arias, “Santos fue en la  Administración todo, menos Ministro. Y si no lo fue, creo que se debió simplemente a un exceso de capacidad. Era demasiado bueno para ese cargo, y muy útil en un segundo escalón. Su paso por los Ministerios de Defensa, Cultura, Industria, así lo atestiguan.”

 

Se corre el riesgo de que entre tanta titulación y con un currículum tan abrumador, quede diluida la persona de Santos Castro que, en realidad, es la razón última que, en mi opinión, le hace merecedor del reconocimiento no solo de sus paisanos pues los significados de su persona siempre serán deseables en cualquier ciudadano pero, especialmente, en los servidores públicos: la competencia y la honestidad. Además, poseía un gran vigor anímico que transmitía tanto al comentar las crisis sobrevenidas de la globalización como al afrontar su calvario personal, su lucha titánica con la enfermedad. En medio de las limitaciones que padeció, contagiaba esperanza, ahuyentaba la amargura. Su riqueza humana estaba nutrida por múltiples fuentes, especialmente por el conocimiento que buscó con pasión, y por un reservorio ético cuyos principios rara vez invocaba porque el suyo nunca fue un discurso moral; simplemente se limitaba a practicar la máxima de Terencio: Soy hombre y nada humano me es ajeno. Era mesurado en los juicios y no temía decir la verdad. Sus análisis del acontecer social, como un tejido, estaban elaborados con la trama de los hechos objetivos y la urdimbre de una voluntad transformadora. (Véase, al respecto, su completa presentación del conjunto de estudios que dirigió del Instituto Español de Estudios Estratégicos, cuaderno Nº 161: Seguridad Alimentaria y Seguridad Global

 

De otro lado, del lado interior de su persona, Santos, aunque era consciente de sus capacidades forjó su vida en las antípodas del narcisismo: en los gratos encuentros con sus compañeros y amigos de Comillas, cuando la deriva de la tertulia lo exigía, atribuía sus logros académicos al esfuerzo que había puesto en conseguirlos nunca a su aguda inteligencia. Él, como los griegos del tiempo de Tucídides, también procedía de una tierra pobre; quizá por ello, muy pronto se fijaron en su carácter las palabras historiador heleno que, de niño, leyó en Comillas y explican el ‘milagro’ de la civilización griega: Hay entre los helenos una costumbre  heredada de sus mayores, de obtener las ventajas solamente por el trabajo y el esfuerzo. Los esfuerzos de Santos no se dirigían a engalanar su persona, estaban movidos por la exigencia profunda de cooperar con rectitud a la inteligencia común, un imperativo que resume con precisión su amigo Ángel Arias:  Porque estábamos de acuerdo en que, como seres humanos contingentes, efímeros, tenemos la responsabilidad individual de avanzar en el conocimiento colectivo, tratando, en la medida de nuestras capacidades, de ayudar a desgranar el sentido, no ya de nuestra existencia sino de todo lo existente.

 

Santos se formó en un modelo educativo extinguido: un magisterio hondo y de tiempo lento. Conoció bien las lenguas y culturas griega y latina; se formó en el cultivo del pensamiento analítico y en la exigencia de la expresión concisa, en el esfuerzo, en el desarrollo de la sensibilidad, en la lectura atenta. Cuando algún ministro elogiaba su capacidad de síntesis para ajustar sus informes a los tasados tiempos de los Consejos de Ministros y la atribuía a sus carreras,  él precisó: “Un buen bachillerato, ministro, un buen bachillerato.”

 

Para no traicionar esa formación clásica que recibió y tan bien supo proyectar y aunque su cuerpo haya sido incinerado, le dedicamos las mismas palabras que Roma dedicaba a sus mejores ciudadanos: Sit tibi terra levis (¡Séate la tierra ligera!)

 

Acto de homenaje el próximo 10 de octubre en el Instituto Universitario General Gutiérrez Mellado. Madrid.

 

Más información:

 

Entrevista en Astorga Redacción titulada: "Una recesión, por grave que sea, no debe cuestionar los derechos sociales y los servicios públicos"

 

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