Catalina Tamayo
Domingo, 02 de Octubre de 2016

Mal de amores

Dos cuentos breves de amor o desamor de nuestra joven colaboradora de Carrizo,Catalina Tamayo

 

 

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OTOÑO


Es otoño y yo estoy convaleciente. A media tarde, por recomendación de la enfermera, salgo a pasear. Camino despacio, con cuidado: los puntos me tiran. Al final del paseo me siento en un banco y miro cómo el sol declina. Aún los días son buenos. Sin pretenderlo, los párpados se me aflojan y se me caen. Entonces, veo otro otoño.

 

Veo el otoño de cuando yo era joven. Vengo de la era con mi padre. Venimos en el carro de la mula. Traemos ya lo último: la paja que solo sirve para mullir el ganado. Venimos hablando, recordando el verano: las prisas, el calor, el polvo de la era, el cansancio. Cuando llegamos a casa, mi madre, vestida con ropa limpia, nos está esperando y nos tiene las puertas abiertas. Ella, hasta el año que viene, ya no saldrá más al campo, se quedará en casa haciendo la comida y limpiando. Por fin el trabajo se ha acabado. Las habas están recogidas, incluso vendidas. Más vale pájaro en mano que ciento volando. Mañana, a primera hora, vendrá el intermediario, las envasaremos y se las llevará en el camión. Pero antes de irse, le extenderá a mi padre un cheque, que esa misma mañana llevaremos al banco. Nunca se sabe lo que puede pasar. Mientras mi padre descarga la paja, yo voy a por las vacas al prado. De regreso, cuando el sol ya se está metiendo, observo el campo y me impresiona lo solo y callado que se ha quedado. Por el cielo, que lo noto menos brillante, menos azul, cruza una bandada de tordos, camino de otra primavera, de otro verano. El vuelo de esos pájaros me recuerda que yo también tengo que marcharme. Aquí ya no hago nada, estoy de más, sobro. Todo se acaba. Se acabó el calor, el trabajo, y también se acabó el amor de este verano. Un amor fugaz, pero intenso, que me costará olvidar. Dentro de una semana, cuando esté en clase, escuchando al profesor, sé que en algún momento, sin esperarlo, me vendrá a la cabeza el verano y con él este amor, que ahora me duele. Me vendrá, y, aunque quiero olvidarlo, lo dejaré rodar por mi memoria: dejaré que me miren sus ojos, que me acaricie su mano, que se abran sus labios, que se escuchen sus palabras, que eclosionen los besos de la última noche. Lo dejaré hasta que se me llenen los ojos de agua, hasta que no pueda más. Tampoco ahora puedo más y los ojos, humedecidos, se me abren, dejando dormir aquel otoño, aquel amor. El sol ya alcanza la línea del horizonte, la está rozando, y yo, con un cuidado extremo, me levanto y, melancólico, desando el camino.

 

 

 

SOLO ESTA NOCHE

 

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No te vayas, que será solo esta noche. Ven, vamos a tomar algo. Me conoces y sabes que no soy de beber ni de trasnochar, que a mí me van más los paseos, los largos y despaciosos paseos por la orilla del río, bajo los álamos, al final de la tarde, cuando el día toca ya a su fin. Qué le voy a hacer, me gusta escuchar el sonido del agua y sentir la paz en la que va quedando todo a medida que el sol se debilita, se muere. Pero esta noche…

 

Esta noche me apetece quedarme y beber; cerveza, por ejemplo. No te vayas a casa, quédate conmigo. Tengo ganas de hablarte, de hacerte reír. Como no acostumbro a beber, seguramente me emborrache un poco y te diga cosas que me había jurado no decirte. No me mires así, que me pongo triste, que lloro, y esta noche quiero estar contento, venirme arriba. Por eso, no sería extraño que te sacara a bailar, a pesar de que nunca he sacado a nadie. Si lo hago, no temas, que no me pasaré. Mis torpes manos tomarán tu cintura con cuidado, igual que si fueras de cristal, de cristal fino, y no me pegaré en exceso a tu cuerpo, aunque me muera de ganas por volver a poseerlo. A lo más, te susurraré en el oído un verso, el que tú ya conoces. Lo que no te puedo garantizar es no pisarte ni, menos aún, llevarte como a ti te gustaría que te llevaran. Perdóname, esa gracia no quisieron concedérmela. Pero eso tú ya lo sabes. Después de bailar, pasearemos. Dejaremos la ciudad e iremos por los mismos lugares por los que fuimos tantas veces. Te cogeré de la mano y caminaremos un tiempo en silencio, absortos en nosotros mismos. De pronto, comenzaré a hablarte; lo haré despacio, con tiempo para encontrar las palabras adecuadas. Tranquila, no te declamaré ningún poema ni te hablaré del último libro que he leído. Pero sí te contaré, otra vez, lo que Ulises le dijo a la ninfa Calipso sobre Penélope antes de marcharse. Lo siento, me parece tan sublime. Y al final, cuando esté ya cerca la hora de separarnos, te confesaré lo que me pasa. Te confesaré que no consigo olvidarte y que me cuesta acostumbrarme a estar sin ti. Tú no me dirás nada y de nuevo volveremos a quedarnos callados. Solo que esta vez, acaso, sorprendido, note cómo tus dedos, hasta ahora indecisos, se aferran definitivamente a mi mano, como queriendo retener ese momento, hacerlo eterno.

 

Antes de que sea de día, de que las estrellas se apaguen, te llevaré a casa. Aún podrás acostarte y dormir un poco. Así, cuando despiertes, será como si lo de esta noche lo hubieras soñado, no hubiera ocurrido de verdad, y no tendrás que reprocharte nada. Yo sí me quedaré un rato más, hasta que se desvanezca la última sombra.

 

Entonces, ya de día, ya sobrio, regresaré a casa, soportando la punzada terrible de la culpa. Pero, descuida, que en adelante, cuando nos crucemos en la calle, haré como si esta noche no hubiera existido, como si también la hubiera soñado, y puedes estar segura de que pasaré sin decirte nada, si bien no podré evitar el mirarte y quizá vea que tus ojos también se miran en los míos. Anda, quédate; solo esta noche.

 

 

 

                                                                                  

 

 

 

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