Diego Artime Muñiz
Domingo, 09 de Octubre de 2016

Mi monstruo

Diego Artime Muñiz es un joven estudiante de periodismo natural de Luanco y vinculado familiarmente con Astorga. En la última edición del concurso de relatos de InformaUVa, la revista digital de la Facultad de Periodismo de Valladolid llegó hasta la final con un fantástico cuento.

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Los humanos solo vemos lo que nos interesa.

 

Si, en este mismo instante, un hombre franquease la puerta y echase una ojeada al interior, se sorprendería al ver a un adolescente escuálido observando las nubes con rostro pétreo. Quizá, si es la primera vez que penetra en mi mausoleo, se detendrá a admirar el mecanismo del arcaico reloj que domina la estancia, o deslizará los dedos sobre las ásperas paredes centenarias, o se asomará al balcón para abarcar de una mirada las colinas que nos rodean, las calles empedradas repletas de transeúntes, las casas de fachadas mohosas que se hacinan en torno a plazoletas de planta circular.

           

Por mucho que mire, no verá que los muros se tambalean, que las manecillas del reloj han detenido su avance a la espera de un tiempo mejor, que el balcón ha sido clausurado y el cielo grisáceo se esconde tras una cortina de barrotes de hierro. No verá, si aun así decidiese asomarse al mundo exterior, que las flores de las colinas se han marchitado, que las calles están vacías y que las casas, antaño orgullosas y llenas de vida, han sido derrotadas por el peso de una sociedad que desdeña las alternativas.

 

Y tampoco verá que este adolescente de pelo largo y nariz ganchuda permanece tumbado sobre el suelo polvoriento, con las manos en la cabeza y los ojos cerrados, esperando la llegada del monstruo que le atormenta cada atardecer.

 

No pasa nada. Tampoco mis padres supieron advertir su llegada cuando se acercó arrastrando su cuerpo sinuoso sobre las baldosas de la cocina, o cuando me perseguía en el patio de un colegio repleto de envidiosos y matones de mirada siniestra, o cuando se escabullía entre los dedos de mis abuelos y ronroneaba sobre su regazo mostrando unos colmillos repletos de veneno.

 

La primera vez que violó la seguridad de mi cuarto, yo era aún un niño de mirada despierta y sonrisa fugaz que escribía poemas a la luz de una vieja linterna y soñaba con ser el rey bueno en un mundo con malos muy malos. Pero el monstruo se coló bajo la puerta y arrancó las pilas de mi farol. Y los sueños se truncaron cuando nos vimos las caras y yo supe que no había malo ni bueno, ni blanco ni negro, ni cierto ni falso; solo hay verdades a medias, tonos oscuros y hombres y mujeres de traje gris y sonrisas de dentaduras sin fin.

 

 

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Esa noche, por primera vez, abrí la ventana y traté de huir. Fue también la última vez, pues a partir de ese momento todos creyeron saber qué me ocurría, pero nadie logró nunca expulsar a la pesadilla que dormía junto a mi almohada.

 

Desde entonces, mi vida se resume en intentar dejar atrás a mi sombra y descansar, allí donde el azar me depara un respiro, a la espera de que me alcance y clave en mí sus ojos sagaces y repletos de oscuridad. Así recorrí, día tras día, cada rincón de este pueblo infecto, cada callejón sin salida entre edificios de moradores impasibles, cada retazo de un cuadro dejado a la intemperie para que el tiempo opere sobre él su inevitable labor de corrupción y abandono.

 

Hago esto aunque sé que no puedo dar esquinazo a mi infatigable perseguidor: forma parte de mí, de mi alma, de mi mente enfebrecida y alocada. Nos atraemos, de una forma u otra, y cuando siento que no me persigue soy yo el que se detiene a esperar, temeroso, cruzando los dedos con la esperanza de verlo surgir entre las piedras del camino u observar su hipnótico reptar sobre la hierba recién cortada. Y, cuando su aliento roza al fin mis músculos entumecidos, recupero el habla, grito y me escabullo con el corazón atenazado y las lágrimas corriendo por un rostro desencajado y angustiado.

 

Resultaría imposible tratar de transmitir la inefable sensación que me produce la visión de su sonrisa diabólica flotando en un cuerpo informe y grotesco. Baste decir que, en su presencia, la sequedad invade el aire que me rodea y obstruye mi garganta, cercenando los gritos de auxilio que retumban en mi interior. Noto cómo unos dedos invisibles acarician la tersa piel de mi cuello y se detienen sobre mis labios entreabiertos, recorriéndolos una y otra vez, como pidiendo permiso para penetrar en mi cabeza y tomar control de un cuerpo que ya le pertenece por entero. Permanecemos así, en un baile estático de inevitables pasos programados, hasta que me besa con su mirada ladina y me dice: “vete, corre, escóndete, pues te voy a encontrar de todas formas”.

 

Y yo lo hago, aunque ya conozca el resultado, aunque mis piernas desfallezcan y mis manos se despellejen contra el asfalto. Porque no sé hacer otra cosa.

           

Y soy suyo hasta el nuevo amanecer: porque él lo quiere así; porque sabe que el terror que me somete en las horas de luz es aún más terrible que sentir su presencia a mi lado en la oscuridad.

 

 

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No existe bastión que pueda resistir su asedio. Me rendí ante esta cruda realidad cuando, en mi locura, forcé la puerta de la torre más alta de mi pueblo y me refugié bajo su techo. Creí, ingenuo de mí, que sus gruesos muros podrían protegerme de su ira; pensé, tonto de mí, que las manecillas de su reloj me ayudarían a sobrellevar las largas horas de vigilia; imaginé, pobre de mí, que la cercanía del cielo me salvaría del demonio que me acechaba. Pobre, tonto, ingenuo niño trastornado por los abismos de la sociedad. Pobre, tonto, ingenuo niño que lloró como un bebé cuando el monstruo extendió sus alas y cubrió el mundo entero con su cuerpo. Pobre, tonto, ingenuo niño que se ahogó en un desierto de arena que quemaba como el hielo.

           

Lo oigo rugir. Ya se ha despertado de su letargo diurno; ya se desliza sobre la Tierra para reclamar su impuesto de sangre y miedo; ya se relame con la cacería. No necesito mirar para ver las casas tragadas por la masa de fuego, las colinas inclinadas y rendidas a los pies del demonio, las callejuelas que se abren para dejar paso al rey de esta nación minúscula.

           

No me muevo; no pestañeo; no respiro casi. Si pudiese, me tiraría por el destartalado balcón y descansaría al fin en el dulce edén de la nada. Pero él no me lo permitiría. Así que sigo vivo, a su merced, alimentándome de todo aquello que se atreve a pisar este santuario abandonado que se ha convertido en mansión del lunático. Y sigo esperando su llegada cada noche, con ilusión creciente, con la sensación de un amante herido en su amor propio, con el ansia del que no tiene nada más en esta vida.

           

           

Dime, lector: ¿qué ves cuando miras a la luna? Yo veo decenas de personas escondidas; cientos de almenaras encendidas en la noche oscura; millares de almas que piden ayuda a gritos; millones de seres humanos abandonados en las tinieblas de un mundo que ha apagado las antorchas.

           

Aunque tú no creas en los monstruos, ellos sí creen en ti. 

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