La bombona
![[Img #24818]](upload/img/periodico/img_24818.jpg)
Para Javier Fesser
Más que de piel de toro, España debería tener forma de bombona de butano. La historia sentimental de este país transcurre en buena parte en la Edad del Butano, años inolvidables que sobreviven milagrosamente hasta nuestros días y cuyo fin aún no acierto a vislumbrar. La Edad del Butano sustituyó a la Edad del Carbón y a la Época del Brasero, décadas engorrosas tiznadas de negro, cocinas económicas, picón, cenizas, brasas y alambreras que, bajo la camilla, evitaban que te quemases los pies, y que manejadas sabiamente a la orden de “remueve el brasero, coño”, lograban que el calor y los sabañones durasen todo el día y parte de la adolescencia.
La aparición del butano nos trasladó de golpe a un futuro en color: botella naranja y llama azul nos adentraron en un mundo más limpio, casi mágico. El gas no se veía ni había que removerlo, así que adiós a las cenizas y el humo; adiós a una forma de cocinar, de entender el mundo, de pasar frío y, sobre todo, de relacionarnos.
Calentados plácidamente al sol artificial de las estufas con ruedas; habitando bloques de pisos recién construidos en los márgenes vacíos de ciudades, y observando por la ventana los inviernos que aún nos quedaban por pasar hasta despegar industrialmente, los españoles soñábamos con primaveras eternas y democráticas que se ocultaban en la parte trasera de las catalíticas que, alimentadas por butano, se prodigaban en aquella España inocente.
Cuando las risas del Verano desaparecían y los turistas se iban hacia el Norte abandonando las playas y dejando a Franco más viejo y más solo; cuando el Otoño gigante y siniestro llegaba arrastrando un silencio estremecedor que secaba con su aliento los bañadores abandonados en las cuerdas de tender, todos volvíamos los ojos hacia la salvadora bombona de butano. El Dúo Dinámico cantaba por última vez la canción más triste del mundo: “el final del Verano llegó, y tú partirás…”, y la bombona, dueña y señora, parecía sonreír mientras España quedaba nuevamente en orden, tan organizada, tan recluida invernalmente en imposibles salones de papel pintado, reunidos todos junto a la sagrada estufa que parecía hablarnos por aquellos quemadores que jamás encendían a la primera.
Hemos amado al butano como pocas veces se ha amado en este país. Sorprende que nadie le haya hecho un bolero a un gas humilde y democrático que además viene en botella, como nos gustan las cosas por aquí, y que posee su propia filosofía, sus códigos secretos, su elaboradísima estética. Cierro los ojos y sigo viendo al butanero subiendo un par de bombonas a un cuarto sin ascensor, igual que una procesión de un solo penitente. Escucho al listo frente a la bombona agotada: “muévela un poco, hombre, que todavía queda”, y sigo teniendo presente la consabida “no hay dios que meta la boquilla en esta bombona”.
España se desvanece entre lo que no ha sido y lo que no ha querido ser. Todavía veo, de cuando en cuando, bombonas de butano en algunas terrazas. Junto a geranios y bicicletas de niño, esas bombonas, que florecen como extrañas flores de balcón, guardan en sus entrañas la luz original del Universo. Nos guardan a nosotros. Nuestras vidas, ligeras y volátiles, están hechas de butano. Nuestro pasado también. Todos, de una u otra forma, hemos cargado sobre nuestro hombro y sobre nuestra conciencia una culpa, un pecado original de color naranja con dos asas y forma de bombona.
Para Javier Fesser
Más que de piel de toro, España debería tener forma de bombona de butano. La historia sentimental de este país transcurre en buena parte en la Edad del Butano, años inolvidables que sobreviven milagrosamente hasta nuestros días y cuyo fin aún no acierto a vislumbrar. La Edad del Butano sustituyó a la Edad del Carbón y a la Época del Brasero, décadas engorrosas tiznadas de negro, cocinas económicas, picón, cenizas, brasas y alambreras que, bajo la camilla, evitaban que te quemases los pies, y que manejadas sabiamente a la orden de “remueve el brasero, coño”, lograban que el calor y los sabañones durasen todo el día y parte de la adolescencia.
La aparición del butano nos trasladó de golpe a un futuro en color: botella naranja y llama azul nos adentraron en un mundo más limpio, casi mágico. El gas no se veía ni había que removerlo, así que adiós a las cenizas y el humo; adiós a una forma de cocinar, de entender el mundo, de pasar frío y, sobre todo, de relacionarnos.
Calentados plácidamente al sol artificial de las estufas con ruedas; habitando bloques de pisos recién construidos en los márgenes vacíos de ciudades, y observando por la ventana los inviernos que aún nos quedaban por pasar hasta despegar industrialmente, los españoles soñábamos con primaveras eternas y democráticas que se ocultaban en la parte trasera de las catalíticas que, alimentadas por butano, se prodigaban en aquella España inocente.
Cuando las risas del Verano desaparecían y los turistas se iban hacia el Norte abandonando las playas y dejando a Franco más viejo y más solo; cuando el Otoño gigante y siniestro llegaba arrastrando un silencio estremecedor que secaba con su aliento los bañadores abandonados en las cuerdas de tender, todos volvíamos los ojos hacia la salvadora bombona de butano. El Dúo Dinámico cantaba por última vez la canción más triste del mundo: “el final del Verano llegó, y tú partirás…”, y la bombona, dueña y señora, parecía sonreír mientras España quedaba nuevamente en orden, tan organizada, tan recluida invernalmente en imposibles salones de papel pintado, reunidos todos junto a la sagrada estufa que parecía hablarnos por aquellos quemadores que jamás encendían a la primera.
Hemos amado al butano como pocas veces se ha amado en este país. Sorprende que nadie le haya hecho un bolero a un gas humilde y democrático que además viene en botella, como nos gustan las cosas por aquí, y que posee su propia filosofía, sus códigos secretos, su elaboradísima estética. Cierro los ojos y sigo viendo al butanero subiendo un par de bombonas a un cuarto sin ascensor, igual que una procesión de un solo penitente. Escucho al listo frente a la bombona agotada: “muévela un poco, hombre, que todavía queda”, y sigo teniendo presente la consabida “no hay dios que meta la boquilla en esta bombona”.
España se desvanece entre lo que no ha sido y lo que no ha querido ser. Todavía veo, de cuando en cuando, bombonas de butano en algunas terrazas. Junto a geranios y bicicletas de niño, esas bombonas, que florecen como extrañas flores de balcón, guardan en sus entrañas la luz original del Universo. Nos guardan a nosotros. Nuestras vidas, ligeras y volátiles, están hechas de butano. Nuestro pasado también. Todos, de una u otra forma, hemos cargado sobre nuestro hombro y sobre nuestra conciencia una culpa, un pecado original de color naranja con dos asas y forma de bombona.