La esencia del pastoreo
Sol Gómez Arteaga se adentra en este reportaje en las cosas del oficio de pastor de su padre, Antidio Gómez Carriedo, porque cree que es importante recuperar los conocimientos sobre cómo se careaban los rebaños para la memoria colectiva.
Sirva este recuerdo de Antidio Gómez Carriedo como reconocimiento a Aser Vallinas Alvárez, de Gordoncillo, pastor de ovejas y amigo de sus amigos, a quien tuvimos la suerte de conocer y de querer, que nos dejó el cinco de agosto de dos mil dieciséis.
![[Img #25024]](upload/img/periodico/img_25024.jpg)
Antidio Gómez Carriedo, de 81 años, procedente de la localidad leonesa y terracampina de Valderas, fue pastor desde los catorce hasta los treinta y nueve años, un oficio que califica de sacrificado y duro, pero también de bonito, de gratificante, que él vivió con ilusión y el empeño de hacerlo bien. Empezó sirviendo para unos y para otros, ganando un sueldo de cinco pesetas y mantenido, hasta hacerse, a los veinticuatro años, con su propio atajo formado por veintiocho ovejas y una cabra. Eran tiempos en los que se dormía en el campo, él mismo lo hizo hasta el primer día de diciembre con un ojo abierto y otro cerrado, a fin de que las ovejas no se arrancaran o espantaran de la majada. Y aunque ni siquiera la fiebre malta (brucelosis), le impidió faltar un solo día al tajo, una afección cardiaca a los treinta y nueve años le obligaría a tener que dejar una profesión que tanto le gustaba. En ese momento había alcanzado más de cien cabezas de ganado, tope máximo en unos años, los setenta, en los que los pequeños atajeros como él no podían aspirar a más, pues entonces el campo estaba muy enratado. En esa época y en su pueblo (3.900 ha.) habría por entonces unos cincuenta pastores dueños de no más de ciento cincuenta ovejas dedicadas a la producción de leche, lana y cría del cordero para el consumo. Pero el oficio, remarca Antidio en tono pausado, sin perder un ápice del apasionamiento en lo que cuenta, ha cambiado cien por cien. Dado que el pastoreo extensivo se ha perdido y el ganado está en régimen de estabulación permanente, los de ahora no son pastores sino granjeros.
Antes que él, a primeros del siglo XX, el oficio era más duro todavía. Entonces los pastores iban arrendados a los montes para trabajar en las grandes ganaderías a cargo de un mayoral, a veces llevaban a sus familias, dándose el caso de que un maestro subía al monte a dar clases a los niños. Antidio cuenta que dormían al raso en verano y en chozos en invierno. Construían bardos (espacios cercados) dónde metían a las ovejas para protegerlas de las acechanzas del lobo, bebían en los navajos, (charcos en los que se acumulaba el agua de la lluvia), y vestían un atuendo adaptado a las necesidades del oficio y climatología, compuesto por zamarra de piel de oveja, zamarrín, leguis o polainas, zajones, capa de doble bozo, esto es, con capucha, zancos, y mochila o zurrón.
En contra de la idea generalizada y denostada de que pastor puede ser cualquiera, “una vez me dijeron que pastor podía ser hasta un tonto”, Antidio defiende que la ganadería es compleja, tiene su misterio, su ciencia, su arte, su creatividad, y requiere de amplios conocimientos y destrezas. “Salir a un campo grande y mirar para las ovejas lo podía hacer cualquiera, pero había que ser hábil hasta para pasar por el lineo del majuelo sin tocar una hoja. Eso no quiere decir que los que no sabían no fueran, íbamos todos, y los conocimientos se transmitían de unos a otros a través de la observación, de la imitación”.
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“Lo primero el ganado, al que hay que conocer como la palma de la mano, o mejor, como a un hijo”. Cada pastor marcaba sus ovejas con distintivos llamados mela o madre. Las de entonces eran autóctonas, del país, luego vinieron los cruces. Por los rasgos físicos se distinguen las ojalvas de las mohinas, las caretas de las pintas, las pescozaras de las montinas. Y la edad se sabe, hasta cierto punto, por la boca: de borregas (un parto), tienen dos palas, de sobreborras (segundo parto) cuatro palas, hasta que al tercer parto la boca se las iguala, y este dato ya no sirve para diferenciarlas.
“Saber adiestrar bien los perros para que dirijan el ganado y guarden los trigos como personas”. Los que él tuvo, muy frecuentes también entonces en la zona, eran perros careas, de raza mixta, negros con el pecho blanco y cuatro ojos, dadas las dos manchas rojas que se bosquejaban encima de éstos.
Saber carear las ovejas o, lo que es lo mismo, dirigir el ganado con mano de sabio en el campo, para que las ovejas llenen el rumen por los sembrados de una forma sosegada y plena, sin apretarse, sin tensión ni estrés. Esto es la esencia del pastoreo, y en aquellos tiempos de escasez en los que las ovejas se alimentaban únicamente de lo que pastaban, no parecía tarea fácil. Quien encarrilaba o llevaba las ovejas era una cabra, que rompía delante. En la trashumancia se utilizaban unos machos castrados llamados mansos, con un zumbo colgado del cuello.
En aquellos tiempos en los que no había tantos medios económicos ni tantos controles sanitarios ni tantas vacunas, en ocasiones, los pastores hacían las veces de veterinario. Conocían de enfermedades del ganado (agalaxia, glosopeda, brucelosis, mamitis, viruela…), ponían inyecciones, curaban la patera, la boquera, desentelaban a las ovejas cuando tras un atracón el estómago se les llenaba de aire, las ayudaban a parir, las libraban si el parto venía malo, extremaban (destetaban) corderas.
Saber esquilar, actividad que hasta hace treinta años se hacía a mano, con tijeras de anillas primero, luego de muelles, y con la precaución de poner luego la oveja a la sombra para que el sol no le quemara la piel. Antidio matiza que a primeros de julio las ovejas ya tenían que estar esquiladas.
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Saber matar una oveja o cordero, desollarlo, sobar o curtir la piel tensándola a mano, sin productos químicos.
Además de las tareas propias de su oficio, el pastor es un conocedor excepcional del campo y de su entorno. No hay quien sepa como él de plantas y animales. Antidio distingue el pámpano, la avena, la encina, el roble, por el sabor. Y da una amplia relación de aves: chirlones, oropéndolas, cucullos o abubillas, chorras, sinas, avutardas, alondras, calandrías, pitos o pájaros carpinteros, mochuelos, cernícalos, milanos, engañapastores, cucos, alondras cupé, cucurutejas, pajaritos de las nieves, verdecinos, verderones, que desgraciadamente ya no se ven en el campo. “Ahora ya no hay más que cuatro grajos y pegos, los lagartos han desaparecido, las fuentes se han secado. Si hoy hubiera que salir al campo no habría dónde dar de beber a las ovejas”, y eso sin hablar de la caza, cuya desaparición atribuye al uso de insecticidas.
Preguntado por lo más gratificante de su oficio, Antidio expresa con rotundidad que todo, pues todo lo vivías con ilusión, y cada estación tenía sus expectativas. “Esperabas la primavera con el anhelo de ver crecer la hierba, el verano con el afán de que hubiera espigas grandes con las que llenar el rumen del animal, y también un tiempo óptimo para dormir al raso. Te afanabas por sacar corderas de cola remeada y larga, que fuera la admiración de los compañeros del gremio, pues como en cualquier oficio había piques y uno se jugaba la honrilla”.
Señala que el mayor peligro para las ovejas era que se formara una nube (tormenta) de noche, cuando eso ocurría el ganado se deslumbraba, se partía en dos, se disgregaba, y había que reagruparlo. Las cencerras, que funcionaban como un sistema de orientación del ganado, como la luz de un coche, eran muy útiles en este sentido. Que un determinado rebaño tuviera un sonido idéntico de cencerras recibía el nombre de ‘baraja’, y era todo un arte que se conseguía a base de oído y golpeo del metal. Clasifica las cencerras en zumbas, cencerras propiamente dichas, y en piquetas, que se sujetaban al cuello del animal por un collar de piel curtida. Otro de los peligros que señala era el ataque del lobo, pues a pesar de que no entraba en los cancillares (espacios vallados donde se recogían las ovejas), asustaba a las ovejas haciendo que se pusieran unas encima de otras, y si salían fuera las atacaba y mataba.
Lo más duro del oficio, dice Antidio sin vacilar, era el ordeño. Luego parece reflexionar y añade que lo más duro era “decidir dónde ir al día siguiente, porque no había para todos, todos querían llenar la barriga y había que ser muy fino, ver donde gastar la mañana y aplicarse sobre todo a la caída de la tarde, que es cuando más labor hacía el ganado. Y si tenías un arriendo hacerlo cundir porque había más días que ollas. En época de escasez se andaba al repasto, esto es, donde se echaban las ovejas, se volvían a levantar y comían. Era una vida puta pero feliz, remacha”.
![[Img #25023]](upload/img/periodico/img_25023.jpg)
Habla también de la lealtad entre pastores, de su compañerismo, de que defendían la ganadería y se defendían entre ellos como si fueran una familia, de las ocasiones en que rivalizando con el gremio de ganaderos, éstos les araban una cañada o sembraban un descansadero del ganado, y ellos, en respuesta, les comían un trigo o una alfalfa. Las cosas cambiaron muchísimo, señala Antidio, “de no dejarte comer las tierras, a darte dinero ahora por hacerlo”.
Y es que nada es como antes, o eso parece, ni son como antes ni las condiciones de vida y trabajo, ni es como antes el ganado que, acomodado a la comida en el pesebre, cuando le sacas al campo no hace otra cosa que remolinear, ni ellos, los de su profesión, son como antes. No. Ya no hay pastores de esos que rompían el silencio de la noche con sus cantos, que esperaban atentos la llegada del lobo, que distinguían la avena por su sabor dulce y los brunos por su acidez, que infligían un corte en la pata izquierda del cordero y, tras introducir un palo, soplaban a morro para ayudarse a desollarlo, que hacían queso de pata de mulo con la leche sobrante, que dejaban beber el agua del río a las ovejas sin molestarlas porque sabían que si las interrumpían ya no bebían más, que preparaban la madre con mazarrón y aceite y la mela con brea, que confeccionaban los badajos de las cencerras con el asta del toro o el corazón de la encina, que conocían de qué oveja era un cordero recién parido sin necesidad de marcarle, que volvían a casa con los bolsillos cargados de tesoros: unas setas de cardo, una piedra con que afilar la cheira, un ramillete de tomillo, unas hierbas de San Juan.
Concluyo este texto que pretende ser un homenaje a una forma de vida que es justo y necesario, y casi obligado recuperar para la memoria colectiva, con las reveladoras palabras de mi amigo Luis Javier Carrera Ruano que, siguiendo las sabias recomendaciones de su padre, rompió la cadena de siglos de trabajo esclavo y se hizo albéitar:
“Si un día aún veis un rebaño de ovejas por el campo, deteneos un momento. Esperad y observad como el hatajo llega al adil y se abre en abanico buscando charamatos y genijos mientras carea una loma. Pensad que estáis viendo una de las imágenes de una forma de vida que está a punto de desaparecer”.
Sirva este recuerdo de Antidio Gómez Carriedo como reconocimiento a Aser Vallinas Alvárez, de Gordoncillo, pastor de ovejas y amigo de sus amigos, a quien tuvimos la suerte de conocer y de querer, que nos dejó el cinco de agosto de dos mil dieciséis.
![[Img #25024]](upload/img/periodico/img_25024.jpg)
Antidio Gómez Carriedo, de 81 años, procedente de la localidad leonesa y terracampina de Valderas, fue pastor desde los catorce hasta los treinta y nueve años, un oficio que califica de sacrificado y duro, pero también de bonito, de gratificante, que él vivió con ilusión y el empeño de hacerlo bien. Empezó sirviendo para unos y para otros, ganando un sueldo de cinco pesetas y mantenido, hasta hacerse, a los veinticuatro años, con su propio atajo formado por veintiocho ovejas y una cabra. Eran tiempos en los que se dormía en el campo, él mismo lo hizo hasta el primer día de diciembre con un ojo abierto y otro cerrado, a fin de que las ovejas no se arrancaran o espantaran de la majada. Y aunque ni siquiera la fiebre malta (brucelosis), le impidió faltar un solo día al tajo, una afección cardiaca a los treinta y nueve años le obligaría a tener que dejar una profesión que tanto le gustaba. En ese momento había alcanzado más de cien cabezas de ganado, tope máximo en unos años, los setenta, en los que los pequeños atajeros como él no podían aspirar a más, pues entonces el campo estaba muy enratado. En esa época y en su pueblo (3.900 ha.) habría por entonces unos cincuenta pastores dueños de no más de ciento cincuenta ovejas dedicadas a la producción de leche, lana y cría del cordero para el consumo. Pero el oficio, remarca Antidio en tono pausado, sin perder un ápice del apasionamiento en lo que cuenta, ha cambiado cien por cien. Dado que el pastoreo extensivo se ha perdido y el ganado está en régimen de estabulación permanente, los de ahora no son pastores sino granjeros.
Antes que él, a primeros del siglo XX, el oficio era más duro todavía. Entonces los pastores iban arrendados a los montes para trabajar en las grandes ganaderías a cargo de un mayoral, a veces llevaban a sus familias, dándose el caso de que un maestro subía al monte a dar clases a los niños. Antidio cuenta que dormían al raso en verano y en chozos en invierno. Construían bardos (espacios cercados) dónde metían a las ovejas para protegerlas de las acechanzas del lobo, bebían en los navajos, (charcos en los que se acumulaba el agua de la lluvia), y vestían un atuendo adaptado a las necesidades del oficio y climatología, compuesto por zamarra de piel de oveja, zamarrín, leguis o polainas, zajones, capa de doble bozo, esto es, con capucha, zancos, y mochila o zurrón.
En contra de la idea generalizada y denostada de que pastor puede ser cualquiera, “una vez me dijeron que pastor podía ser hasta un tonto”, Antidio defiende que la ganadería es compleja, tiene su misterio, su ciencia, su arte, su creatividad, y requiere de amplios conocimientos y destrezas. “Salir a un campo grande y mirar para las ovejas lo podía hacer cualquiera, pero había que ser hábil hasta para pasar por el lineo del majuelo sin tocar una hoja. Eso no quiere decir que los que no sabían no fueran, íbamos todos, y los conocimientos se transmitían de unos a otros a través de la observación, de la imitación”.
![[Img #25022]](upload/img/periodico/img_25022.jpg)
“Lo primero el ganado, al que hay que conocer como la palma de la mano, o mejor, como a un hijo”. Cada pastor marcaba sus ovejas con distintivos llamados mela o madre. Las de entonces eran autóctonas, del país, luego vinieron los cruces. Por los rasgos físicos se distinguen las ojalvas de las mohinas, las caretas de las pintas, las pescozaras de las montinas. Y la edad se sabe, hasta cierto punto, por la boca: de borregas (un parto), tienen dos palas, de sobreborras (segundo parto) cuatro palas, hasta que al tercer parto la boca se las iguala, y este dato ya no sirve para diferenciarlas.
“Saber adiestrar bien los perros para que dirijan el ganado y guarden los trigos como personas”. Los que él tuvo, muy frecuentes también entonces en la zona, eran perros careas, de raza mixta, negros con el pecho blanco y cuatro ojos, dadas las dos manchas rojas que se bosquejaban encima de éstos.
Saber carear las ovejas o, lo que es lo mismo, dirigir el ganado con mano de sabio en el campo, para que las ovejas llenen el rumen por los sembrados de una forma sosegada y plena, sin apretarse, sin tensión ni estrés. Esto es la esencia del pastoreo, y en aquellos tiempos de escasez en los que las ovejas se alimentaban únicamente de lo que pastaban, no parecía tarea fácil. Quien encarrilaba o llevaba las ovejas era una cabra, que rompía delante. En la trashumancia se utilizaban unos machos castrados llamados mansos, con un zumbo colgado del cuello.
En aquellos tiempos en los que no había tantos medios económicos ni tantos controles sanitarios ni tantas vacunas, en ocasiones, los pastores hacían las veces de veterinario. Conocían de enfermedades del ganado (agalaxia, glosopeda, brucelosis, mamitis, viruela…), ponían inyecciones, curaban la patera, la boquera, desentelaban a las ovejas cuando tras un atracón el estómago se les llenaba de aire, las ayudaban a parir, las libraban si el parto venía malo, extremaban (destetaban) corderas.
Saber esquilar, actividad que hasta hace treinta años se hacía a mano, con tijeras de anillas primero, luego de muelles, y con la precaución de poner luego la oveja a la sombra para que el sol no le quemara la piel. Antidio matiza que a primeros de julio las ovejas ya tenían que estar esquiladas.
![[Img #25027]](upload/img/periodico/img_25027.jpg)
Saber matar una oveja o cordero, desollarlo, sobar o curtir la piel tensándola a mano, sin productos químicos.
Además de las tareas propias de su oficio, el pastor es un conocedor excepcional del campo y de su entorno. No hay quien sepa como él de plantas y animales. Antidio distingue el pámpano, la avena, la encina, el roble, por el sabor. Y da una amplia relación de aves: chirlones, oropéndolas, cucullos o abubillas, chorras, sinas, avutardas, alondras, calandrías, pitos o pájaros carpinteros, mochuelos, cernícalos, milanos, engañapastores, cucos, alondras cupé, cucurutejas, pajaritos de las nieves, verdecinos, verderones, que desgraciadamente ya no se ven en el campo. “Ahora ya no hay más que cuatro grajos y pegos, los lagartos han desaparecido, las fuentes se han secado. Si hoy hubiera que salir al campo no habría dónde dar de beber a las ovejas”, y eso sin hablar de la caza, cuya desaparición atribuye al uso de insecticidas.
Preguntado por lo más gratificante de su oficio, Antidio expresa con rotundidad que todo, pues todo lo vivías con ilusión, y cada estación tenía sus expectativas. “Esperabas la primavera con el anhelo de ver crecer la hierba, el verano con el afán de que hubiera espigas grandes con las que llenar el rumen del animal, y también un tiempo óptimo para dormir al raso. Te afanabas por sacar corderas de cola remeada y larga, que fuera la admiración de los compañeros del gremio, pues como en cualquier oficio había piques y uno se jugaba la honrilla”.
Señala que el mayor peligro para las ovejas era que se formara una nube (tormenta) de noche, cuando eso ocurría el ganado se deslumbraba, se partía en dos, se disgregaba, y había que reagruparlo. Las cencerras, que funcionaban como un sistema de orientación del ganado, como la luz de un coche, eran muy útiles en este sentido. Que un determinado rebaño tuviera un sonido idéntico de cencerras recibía el nombre de ‘baraja’, y era todo un arte que se conseguía a base de oído y golpeo del metal. Clasifica las cencerras en zumbas, cencerras propiamente dichas, y en piquetas, que se sujetaban al cuello del animal por un collar de piel curtida. Otro de los peligros que señala era el ataque del lobo, pues a pesar de que no entraba en los cancillares (espacios vallados donde se recogían las ovejas), asustaba a las ovejas haciendo que se pusieran unas encima de otras, y si salían fuera las atacaba y mataba.
Lo más duro del oficio, dice Antidio sin vacilar, era el ordeño. Luego parece reflexionar y añade que lo más duro era “decidir dónde ir al día siguiente, porque no había para todos, todos querían llenar la barriga y había que ser muy fino, ver donde gastar la mañana y aplicarse sobre todo a la caída de la tarde, que es cuando más labor hacía el ganado. Y si tenías un arriendo hacerlo cundir porque había más días que ollas. En época de escasez se andaba al repasto, esto es, donde se echaban las ovejas, se volvían a levantar y comían. Era una vida puta pero feliz, remacha”.
![[Img #25023]](upload/img/periodico/img_25023.jpg)
Habla también de la lealtad entre pastores, de su compañerismo, de que defendían la ganadería y se defendían entre ellos como si fueran una familia, de las ocasiones en que rivalizando con el gremio de ganaderos, éstos les araban una cañada o sembraban un descansadero del ganado, y ellos, en respuesta, les comían un trigo o una alfalfa. Las cosas cambiaron muchísimo, señala Antidio, “de no dejarte comer las tierras, a darte dinero ahora por hacerlo”.
Y es que nada es como antes, o eso parece, ni son como antes ni las condiciones de vida y trabajo, ni es como antes el ganado que, acomodado a la comida en el pesebre, cuando le sacas al campo no hace otra cosa que remolinear, ni ellos, los de su profesión, son como antes. No. Ya no hay pastores de esos que rompían el silencio de la noche con sus cantos, que esperaban atentos la llegada del lobo, que distinguían la avena por su sabor dulce y los brunos por su acidez, que infligían un corte en la pata izquierda del cordero y, tras introducir un palo, soplaban a morro para ayudarse a desollarlo, que hacían queso de pata de mulo con la leche sobrante, que dejaban beber el agua del río a las ovejas sin molestarlas porque sabían que si las interrumpían ya no bebían más, que preparaban la madre con mazarrón y aceite y la mela con brea, que confeccionaban los badajos de las cencerras con el asta del toro o el corazón de la encina, que conocían de qué oveja era un cordero recién parido sin necesidad de marcarle, que volvían a casa con los bolsillos cargados de tesoros: unas setas de cardo, una piedra con que afilar la cheira, un ramillete de tomillo, unas hierbas de San Juan.
Concluyo este texto que pretende ser un homenaje a una forma de vida que es justo y necesario, y casi obligado recuperar para la memoria colectiva, con las reveladoras palabras de mi amigo Luis Javier Carrera Ruano que, siguiendo las sabias recomendaciones de su padre, rompió la cadena de siglos de trabajo esclavo y se hizo albéitar:
“Si un día aún veis un rebaño de ovejas por el campo, deteneos un momento. Esperad y observad como el hatajo llega al adil y se abre en abanico buscando charamatos y genijos mientras carea una loma. Pensad que estáis viendo una de las imágenes de una forma de vida que está a punto de desaparecer”.






