Jose Miguel López-Astilleros / Ilustración de Nuria Cadierno
Domingo, 27 de Noviembre de 2016
Cuentos al alud del alumbre

El oblato

'El Oblato' es el primer cuento de una serie que quiere contar las ilustraciones que Nuria Cadierno nos irá mandando semana a semana hasta finales de enero. Habitualmente Nuria ilustra cuentos y poemas de otros; ahora pretendemos darle la vuelta. Habrá que ver como se comportan los narradores ante el 'pie forzado' de los misteriosos dibujos; a ver si logran desvelarnos.

'Cuentos a la luz de la lumbre' es un título manido para unos cuentos de invierno. Hay siempre algo de frío en esos cuentos de filandón que se tejían al calor de una hoguera. Con la técnica narrativa de Raymond Roussel esos 'Cuentos a la luz de la lumbre' pueden transformarse por una nueva agrupación de los fonemas en: 'Cuentos al alud del alumbre', unos cuentos que se deforman al "maldoblestar de la luz en la sombra", según como sople el viento la lumbre, al alumbre que alumbra "Luzbel de piedralumbre".

 

[Img #25659]

 

 

Mi padre tuvo inclinaciones espirituales desde muy corta edad. No tomó ese camino porque era el mayor de siete hermanos y la familia necesitaba el fruto de su trabajo para subsistir. Cada vez que pasaba frente al abandonado monasterio cisterciense se le estremecía algo inefable en su interior. Rezaba entonces alguna de las pocas oraciones que le habían enseñado, sólo así lograba sobreponerse a la atracción que ejercía aquel edificio sobre él, cuyo último servicio había sido el de albergar el Seminario Diocesano hacía muchos lustros, y antes el de haber sido ocupado por el traslado de un hospital psiquiátrico durante la Guerra Civil. Por eso, cuando llegaron al valle los tres primeros monjes del Císter tras más de un siglo de ausencia, se acercó de inmediato para ponerse a su servicio. Sabía que era tarde para reconducir su vida hacia la oración y el trabajo, pues ya estaba casado y tenía dos hijos. A pesar de ello se ofreció al prior, el padre Jorge, para ejercer de oblato, aunque no con el rigor que exigía la orden benedictina.

 

Mientras ayudaba al padre Marino, un italiano procedente de la abadía de Casamari, a roturar la tierra para el huerto, me dejaba a cargo del padre Linton, un inglés procedente de la parroquia de San Joaquín, cercana al Vaticano, donde desempeñaba el oficio de organista mientras estudiaba Teología e Historia del Arte. Tenía cinco años. El mundo se presentaba ante mí con todo el esplendor de los enigmas por descubrir y la certeza de que se me habían de revelar. El padre Linton me perseguía por todas las dependencias, hasta que sus brazos conseguían subirme a horcajadas de su cuello, y trotando subíamos hasta el órgano de la iglesia. Allí asistí a su compleja restauración y a su posterior afinamiento. Me sentaba sobre sus rodillas y comenzaba a tocar melodías sencillas, que yo imitaba con mis torpes dedos, ayudado por sus pies en los pedales. Como viera alguna aptitud en mí, entre juegos y bromas comenzó a instruirme en los rudimentos de la música y el teclado. Después me enseñó las primeras letras, con ellas llegaron las primeras historias bíblicas y de santos, y las primeras visiones de los seres mitológicos de la antigüedad. Así transcurrió mi infancia, entre Frescobaldi y Homero, entre Bach y Ovidio. 

 

Comenzada y recién estrenada mi adolescencia, un sábado de invierno me atreví a interrumpir la segunda Lectio Divina del padre Linton. Miraba con detenimiento la fotografía de un paisaje de suaves praderas verdes y frondosos árboles. Lejos de reprenderme me confesó que se había criado en New Castle, correteando bajo los fresnos de las riberas del río Tyne, por landas y bosques de robles, y que por eso se sentía bien aquí, porque le recordaba su tierra natal, aunque este clima era algo más cálido. Apartó la fotografía del scriptorium y colocó sobre él un libro monumental sobre escultura griega, que abrió con parsimonia, con solemnidad, como si estuviera ante algo venerable. Quedé maravillado con la imponente figura del Kuros de Creso y la sonrisa de la Koré del Peplo, por no mencionar el comentario que realizó sobre ambos. En vista de mi interés, hubo muchos días más de clases de Historia del Arte: Mesopotamia, Egipto, Roma, la Edad Media europea, el fastuoso Renacimiento e incluso el lejano arte chino y precolombino. Hubiera deseado que aquellas sesiones se prolongaran y se sucedieran más a menudo, para remediarlo decidí convertirme en el oblato que mi padre había soñado para sí. Tomé aquella determinación no porque sintiera la llamada de Dios, sino por todo el conocimiento que me habría de reportar mi nueva situación, tanto fue así que tras unos meses comencé a estudiar la filosofía presocrática con el padre Marino. Pero no me duró mucho la exclusiva dedicación que me profesaban los tres monjes y vine a dar en el sentimiento de unos celos agrios, de los tres monjes que llegaron del monasterio de Poblet. No contaban más de veinte años y su formación era escasa, por lo cual hubieron de concentrarse en tal tarea, dejándome a mí de lado. Ellos y no yo representaban el futuro del monasterio. Me debatí con rencor entre la injuria verbal de la peor naturaleza o la trama de una venganza que los alejara de allí.

 

Quizás no era el único en frecuentar pensamientos tan oscuros. Algún desorden le debía rondar al padre Linton por su alma, porque una tarde invernal lo sorprendí mesándose los cabellos sobre su scriptorium, estaba absorto en la reproducción facsímil de un diablo medio humano con rostro de simio, ojos alucinados, cuernos rojos, lengua bífida incandescente y garras de alimaña salvaje. No me confesó sus tribulaciones, pero sí me ilustro sobre Herman el Recluso y su misterioso Codex Gigas, conocido como la Biblia del Diablo, dado que en aquel descomunal manuscrito del siglo XIII aparecía tan terrible imagen. Cuando me dispuse a regresar a casa, una niebla tan densa como las ofensas que flotan en el infierno se cernía sobre todo el valle. Por tal motivo el prior me instó a pernoctar esa noche con ellos, y evitar así los cinco kilómetros de camino incierto que me separaban de mi hogar. Tras la cena me retiré a la celda que me asignaron en el tercer piso, mientras ellos celebraban el Capítulo. Después me incorporé a Completas con toda la comunidad. Finalmente nos fuimos a dormir. Me hice el remolón antes de subir para disfrutar a solas de un paseo silencioso por el claustro, entre la espesura casi pétrea de aquella niebla, expresión perfecta de mi conturbada, brumosa conciencia. Llevaría dos vueltas, cuando al girar en la esquina próxima a la sala capitular, me detuve con sigilo porque me pareció advertir los contornos de dos monjes que iban a su encuentro, pero pronto se fundieron en una sola masa que se movía con frenesí hacia la escalera. Esa noche tuve pesadillas apocalípticas que participaron en el desenlace final de esta historia. El diablo del Codex Gigas con el rostro del Arzobispo de Oviedo batallaba sobre un corcel de brasas encendidas, lanzaba invectivas terribles sobre jinetes concupiscentes de dos cabezas, que terminaba por decapitar de un tajo con su espada flamígera. 


 
A comienzos de abril, por Santa María Egipcíaca, los tres monjes procedentes de Poblet fueron exclaustrados por orden superior. Poco más tarde los padres Jorge, Linton y Marino también abandonarían contra su voluntad el Valle de Dios, para perplejidad mía y de todos los moradores de aquellas tierras. Hasta que no terminé mis estudios de Ciencias Políticas, no reuní el valor y la madurez suficiente para personarme en sus nuevos y respectivos destinos, con objeto de pedirles perdón por todo el daño que les causé en la persecución imprudente de mí sólo provecho, como sigo pidiéndoselo a Dios todavía y por siempre. 

Con tu cuenta registrada

Escribe tu correo y te enviaremos un enlace para que escribas una nueva contraseña.